36
Los draconianos avanzaron en silencio por el túnel principal, dando cada paso con extremado cuidado; las alas les temblaban por el esfuerzo de mantener un absoluto silencio. Su nuevo comandante estaba de muy mal humor y ninguno de ellos quería atraer sobre sí su atención. Dos draconianos ya tenían moretones, y su único delito había sido el involuntario chasquear de sus escamas, que estaban dilatándose a causa del intenso calor.
Por fortuna, la temperatura iba disminuyendo a medida que se alejaban de la cámara iluminada por el extraño fulgor rojizo. Los draconianos marcharon túnel adelante hasta llegar a la bifurcación donde arrancaba la vía de aparcadero. Slith se detuvo y miró el ramal fijamente al tiempo que maldecía porque estuviera allí. De no ser así, su comandante nunca los habría hecho marcharse, y ahora no estaría enfrentándose solo a lo que quiera que fuera.
Slith propinó una patada a la pared mientras pasaba a su lado. Hosco, malhumorado, condujo a la tropa hacia la galería lateral. Se paró tan bruscamente que los que iban detrás tuvieron que esquivarlo para no chocar con él, cosa que ninguno deseaba que ocurriera.
—¿No lo oléis? ¡Enanos! —susurró Slith mientras se volvía hacia los soldados—. ¡Apagad esa luz!
Los draconianos asintieron con la cabeza, y el que llevaba la linterna sorda corrió la pantalla rápidamente.
—Están en la galería, un poco más adelante. Los oigo respirar. Por nuestra oscura soberana —añadió vehementemente—. Por lo menos me desharé de esos tipejos. —Se volvió a mirar a los demás—. Armas blancas —ordenó—. Con rapidez y en silencio.
Desenvainó la daga que llevaba en el cinto; al ver su gesto, el resto hizo lo mismo. En la sofocante oscuridad sus ojos emitían un brillo rojizo; todos se sentían extremadamente aliviados. Matar a unos cuantos enanos mejoraría el humor de su nuevo comandante.
Agachados para no golpearse contra el techo, los draconianos avanzaron por la galería con sigilo, procurando plantar bien los pies a cada paso y evitando que los cuchillos arañaran las angostas paredes y sus alas rozaran el techo. Llevaban la boca abierta, con la lengua fuera, respirando trabajosamente por el calor, que empezaba a aumentar otra vez.
Slith giró en el recodo de la galería.
El fulgor rojizo de la cámara se derramó sobre él, y el agobiante bochorno y el olor sulfuroso lo envolvió. Slith sonrió de puro placer.
—¡Gracias, majestad! —musitó—. Y, por favor, perdonadme por haber dudado de vos antes. Y también lamento todas esas cosas malas que dije sobre vos.
Sacó el mapa con cuidado y lo sostuvo a la luz que irradiaba del interior de la cámara.
—Así que ésta es la situación —rezongó—. El pozo de fuego obstruye todas las rutas hacia el tesoro, que está al otro lado. Nosotros nos encontramos aquí. —Puso el dedo en un punto del mapa, y después lo movió hacia abajo—. Y aquí es donde está el comandante. Hemos cogido a los condenados enanos entre dos frentes.
Se volvió hacia la tropa.
—¡Adelante, chicos! Vamos a…
Sus palabras, incluso sus pensamientos, se perdieron en el estampido de la explosión que sacudió la caverna. Los draconianos buscaron apoyo en las paredes, que temblaban bajo sus manos. El estallido se apagó, pero fue reemplazado por un ominoso retumbo que empezó en un tono sordo y aumentó de volumen hasta que pareció consumir el aire de la cámara y el coraje de los draconianos.
Más adelante, al frente, oyeron por debajo del estruendoso retumbo unas voces roncas chillando aterradas. El resplandor rojo se intensificó de tal manera que les hizo daño en los ojos. Con la luz llegó una oleada de calor y un hedor apestoso, repugnante. Peor que el calor, más doloroso que la cegadora luz, un miedo espantoso se apoderó de los draconianos y los sacudió del mismo modo que el lobo sacude el cuerpo despedazado de su presa.
Reconocieron ese terror. Lo habían experimentado antes, aunque nunca tan intenso, tan abrumador. Slith sintió que las rodillas le temblaban, y sus alas cayeron fláccidas a los costados en tanto que sus garras se crispaban. Tenía la boca tan seca que la lengua se le había pegado al paladar.
—¡Un dragón! —graznó un draconiano que estaba detrás de él.
—Entonces tiene que ser el padre de todos los dragones —masculló Slith. Allá adelante, podía oír las maldiciones y los gritos de los enanos. Se volvió e hizo señas a la tropa para que retrocediera—. Nos escabulliremos mientras el dragón se da un festín de carne enana. Entonces nos…
Slith enmudeció. Había oído otra voz, ésta gritando en tono desafiante: una voz de draconiano.
—¡El comandante! —chilló Gloth—. ¡Tiene al comandante!
Kang estaba luchando solo contra el dragón. Slith recurrió a su fuerza de voluntad para dominar el miedo al dragón y, como si fuera una bola, se lo tragó. El miedo se retorció en la boca de su estómago, pero eso era algo que podía aguantar.
Desenvainó la espada y, echando a correr, se metió de cabeza en aquel infierno. Los otros draconianos lo seguían de cerca.