13
Había sido una buena fiesta. Una fiesta de todos los demonios. Kang no recordaba otra mejor; claro que, en aquel momento, era incapaz de acordarse ni de su nombre. La incursión al pueblo enano les había proporcionado a los draconianos cinco barriles de cerveza y tres de aguardiente. Durante los días y las noches que siguieron —y Kang no estaba seguro de cuántos habían sido—, el comandante se había tomado toda la parte que le correspondía.
Al cruzar tambaleándose la puerta de sus aposentos, vio seis camas delante de él. Algo en su cerebro, embotado de alcohol, le dijo que sólo tenía una cama y que las otras cinco no estaban allí en realidad, pero no sabía cuál era la de verdad.
Eligió una, se dirigió hacia allí, y se dejó caer en ella.
Falló y cayó todo lo largo que era en el suelo, dándose un buen batacazo.
No importaba. Antes de llegar al suelo, ya estaba dormido.
Una explosión atronadora lo sacó de su estupor. Había estado soñando con una batalla contra los Caballeros de Solamnia, y que un ingenio gnomo había estallado en medio del conflicto sembrando destrucción entre aliados y enemigos por igual.
Buscando a tientas la manta, Kang se la echó por encima de la cabeza para protegerse de los fragmentos de metralla lanzados al aire, e intentó dormirse de nuevo.
La explosión atronadora se repitió, y Kang apartó la manta y se quedó escuchando. En ese estallido había algo familiar, algo que debería reconocer. Era… Era…
Una llamada a la puerta.
—¡Largo! —gruñó Kang.
Sin embargo, la llamada sonó otra vez. Eso significaba que era el centinela de guardia, y el hecho de que llamara insistentemente quería decir que era importante, muy importante. El último asunto del que Kang se había ocupado antes de ponerse a beber en serio había sido asegurarse de apostar a los centinelas y organizar las patrullas de largo y corto alcance. Aislados en un entorno hostil, los draconianos no podían permitirse el lujo de bajar la guardia. Se apartó la ración correspondiente para los que estaban de servicio, que tendrían oportunidad de celebrarlo a su regreso. Debía de ser una de esas patrullas que volvía para informar.
Kang gimió otra vez y levantó la cabeza, que sentía como si le hubiera crecido desde la última vez que había tenido contacto con ella.
—Estoy durmiendo. ¿Qué quieres?
La llamada a la puerta se repitió por cuarta vez. Tenía que ser una emergencia.
—¡Adelante! —gritó Kang.
La puerta se abrió, dejando pasar la cegadora e hiriente luz del sol. El comandante intentó ver algo a través de los ojos entrecerrados.
Un baaz llamado Clotdoth estaba en el umbral. Saludó.
—Señor, no quería despertaros, pero el…
—Di lo que tengas que decir y luego te marchas y me dejas en paz —gruñó Kang.
Antes de que el baaz tuviera ocasión de responder, un bozak lo apartó y cruzó el umbral. Se llamaba Stemhmph, y era el oficial de reconocimiento.
Sobresaltado, Kang se sentó en el suelo rápidamente, y de inmediato lamentó su brusco movimiento. El suelo empezó a ondear y a moverse, al igual que el estómago del comandante.
—Lamento molestaros, señor, pero es urgente —explicó Stemhmph—. Mi patrulla regresó con tres días de adelanto. Los hombres me informaron que habían visto un dragón volando sobre las Praderas de Arena. Pensé que querríais saberlo de inmediato.
El cerebro de Kang se debatió para salir del embotamiento etílico que sufría. La palabra «dragón» fue determinante en aquella batalla mental, y en cuestión de pocos segundos Kang estaba de pie y todo lo sobrio que podía esperarse. Más sobrio de lo que a él le habría gustado.
—¿Volaba hacia el norte, en esta dirección? ¿Qué tipo de dragón era?
—Volaba a través de la llanura, señor —respondió Stemhmph mientras sacudía la cabeza—, en dirección oeste. En cuanto a qué clase de dragón era, el jefe de la patrulla no lo sabe, ya que sólo se veía su silueta recortada contra el sol. Cree que era un Dragón Rojo, por el tamaño. También me dijo que no se notó el habitual «miedo al dragón» que se sentía cada vez que uno de esos condenados reptiles de Paladine se aproximaba a nosotros.
El cerebro de Kang había ganado la batalla, pero había perdido la guerra. El comandante tenía la impresión de que era demasiado grande para su cráneo, tales eran las palpitaciones y el dolor de éste.
—¿Sería uno de los dragones de nuestra soberana? ¿Y volando a plena luz del día? Entonces pasa algo —masculló, y a continuación añadió—: Di al oficial en servicio que habrá una reunión de mandos a media mañana. Ordenaría que se doblara la guardia en las murallas, pero dudo que encuentres a nadie lo bastante sobrio para subir allí arriba. Buen trabajo, Stemhmph; puedes retirarte. Necesito dormir otro rato.
El draconiano saludó y cerró la puerta tras él muy, muy despacio.
Dos días después, los efectos del aguardiente enano habían sido expulsados del cuerpo de Kang gracias a una larga y ardua marcha a través de las montañas, en dirección a las Praderas de Arena. Localizado un afloramiento rocoso sobre el que caía la fresca sombra de un pino gigantesco, Kang tomó asiento y escudriñó el entorno.
Entre las rocas y los árboles que había detrás del comandante permanecía agazapada una tropa de draconianos del Primer Escuadrón, equipada para el combate. En el pueblo, todo el regimiento estaba en alerta, listo para la batalla. Los draconianos no tenían idea del motivo que había traído a sus aliados, los Dragones del Mal, de vuelta a un mundo en el que habían sido derrotados, un mundo dominado ahora por los dragones de Paladine, pero suponían que tenía que tratarse de una guerra.
La última vez que Kang había visto un Dragón Rojo había sido en Neraka, al final de la Guerra de la Lanza. De eso hacía veintitantos años.
Esperó pacientemente, escudriñando con los ojos entrecerrados el desierto de arena sobre el que rielaba el aire caliente. Al principio todo cuanto alcanzó a ver fue un buitre volando en círculos en el cielo despejado. Después, conforme sus ojos se acostumbraban progresivamente a la brillante luz, vio que algo volaba sobre las Praderas de Arena. No distinguió qué era, pero sí que su tamaño era grande. Los dos puntos oscuros se movían rápidamente y a un ritmo constante en su dirección.
El buitre interrumpió su vuelo en círculos y aterrizó con un graznido satisfecho sobre las rocas que había debajo.
«Ahí están», se dijo Kang para sus adentros.
Se puso de pie y se volvió para mirar hacia atrás, buscando el reflejo metálico de una armadura, el brillo de alguna escama, cualquier cosa que pudiera haber delatado la presencia de una tropa de draconianos oculta entre las rocas. No vio nada y sonrió. Sus hombres eran buenos; condenadamente buenos. Lástima que quizá todos estuvieran muertos dentro de diez minutos.
Kang giró sobre sus talones, bajó del peñasco, y se deslizó ladera abajo. Dejó atrás al buitre, que se daba un festín con un venado muerto, y salió a descubierto sobre la ardiente arena, donde se quedó esperando.
Los dos puntos oscuros se aproximaron con gran rapidez y llegaron lo bastante cerca de Kang para que éste alcanzara a verlos bien.
Eran dos Dragones Rojos, montados por sus respectivos jinetes. Volaban de oeste a este cuando, de repente, los reptiles viraron y cambiaron de rumbo. Habían localizado a Kang.
Los dragones descendieron haciendo espirales, con las alas extendidas y aprovechando las corrientes térmicas que se alzaban desde el suelo del desierto. El sol brillaba en sus rojas escamas. Colosales, macizos, con quince metros de longitud desde los impresionantes hocicos —con sus hileras de afilados dientes—, a las restallantes colas, los Dragones Rojos no tenían un porte tan elegante como la mayoría de sus otros congéneres. Pero, como todos los dragones, poseían una especie de belleza aterradora y sobrecogedora.
Y, también como todos los dragones, incluso los servidores de su Oscura Majestad, los Rojos aborrecían a la progenie surgida de los huevos corrompidos de sus parientes. Los Rojos no lo admitirían, como tampoco lo harían los Negros ni los Blancos ni ninguno de las demás tonalidades que estaban al servicio de La de Todos los Colores y Ninguno. Los Dragones Rojos y los draconianos eran aliados, eso era irrefutable, pero Kang sabía muy bien que la reluciente mirada de un Rojo nunca se dirigiría hacia él con otra expresión que no fuera la de un odio nacido de un miedo profundamente arraigado. Lo que había ocurrido con los huevos de un dragón podía ocurrirles a los de otro.
Los dos Rojos aterrizaron a cinco metros de Kang. Eran macho y hembra, probablemente pareja, y lo miraron con profundo desprecio. Sus jinetes vestían la armadura de dragón completa, de un tipo que Kang no había visto hasta entonces; eran de metal negro con rebordes en rojo e iban adornadas con emblemas de muerte.
Uno de los jinetes siguió montado, en alerta. El otro, armado con una espada, desmontó y echó a andar hacia Kang. Llevaba puesto el yelmo, y Kang no podía verle el rostro.
—No te acerques más —advirtió el draconiano.
El jinete se detuvo y se quitó el yelmo. Era una mujer con el cabello rojo como el fuego, y lo llevaba recogido en una larga trenza que colgaba sobre la negra armadura. Para los cánones humanos debía de ser atractiva, pero Kang no habría sabido decirlo. Algunos draconianos, al no tener hembras de su propia especie, miraban con lascivia a las féminas humanas, pero Kang no se encontraba entre ellos.
El draconiano permaneció en silencio, dejando que fuera la amazona la que hablara.
—Dime, draconiano —empezó ella con una voz de timbre claro que resonó en las rocas—, ¿cómo es que encuentro a alguien de tu raza a día y medio de marcha de Thorbardin, y veinticinco años después de que todos los tuyos fueran prácticamente exterminados?
Kang hizo un repaso mental de sus conjuros y los catalogó. Cuando los había recibido como un don concedido por su soberana le habían parecido poderosos, pero ahora, al recordar el inmenso poder mágico de los dragones, sus limitados conjuros le parecían insignificantes, con menos valor que los granos de arena que había bajo las garras de sus pies.
—Estoy aquí porque he sobrevivido —respondió—. Y ahora dime tú cómo es que encuentro a dos jinetes montados en Dragones Rojos que, si son descubiertos por sus congéneres, los Dorados de Paladine, sin duda acabarán siendo exterminados.
La amazona lo miró de hito en hito.
—Me llamo Huzzud, soy jefe de garra y Dama del Lirio. Mi compañero también es un Caballero del Lirio. Somos los exploradores del quinto ejército de la Conquista, dirigido por lord Ariakan, señor de Ansalon.
Kang agitó suavemente las alas para abanicarse. Allí, de pie bajo el azote de un sol de justicia, tenía que esforzarse para no abandonarse a la sensación de adormecimiento.
—¿Ariakan? —repitió—. ¿Tiene alguna relación con Ariakas, el último señor de Ansalon, muerto hace mucho tiempo?
La mujer frunció el ceño ante el sarcasmo del draconiano.
—Es su hijo —repuso con frialdad—. Y yo que tú tendría cuidado con lo que dices, draconiano, a menos que quieras quedarte sin lengua. Cuando hables de mi señor, hazlo con respeto.
—Si se hace merecedor de ello —gruñó el draconiano—. Soy Kang, comandante de la Brigada de Ingenieros del primer ejército de los Dragones. Has dicho que eres una Dama del Lirio. ¿Es algo parecido a un Caballero de la Rosa de los solámnicos?
Esperaba que su pregunta tuviera por respuesta una palabra malsonante barbotada con desprecio, pero, para su sorpresa, la mujer asintió con gesto serio, solemne.
—Somos iguales en rango y honor —dijo—, aunque no en nuestras creencias.
Al advertir que Kang se había quedado boquiabierto y con la serpentina lengua a medio sacar, la guerrera esbozó una leve sonrisa.
—Los tiempos han cambiado, draconiano. Los que servimos a la Reina de la Oscuridad hemos aprendido la lección. Una dura lección, tengo que admitirlo. Nosotros, los Caballeros y Damas de Takhisis, estamos entregados en cuerpo y alma a su Oscura Majestad, a nuestro deber como soldados, y —hizo una pausa efectista— al honor. Somos leales a esos principios y a nuestros compañeros.
»Estamos dispuestos a sacrificarlo todo por la gran causa de nuestra soberana. No sólo nuestras vidas, que son suyas para que haga con ellas lo que le plazca, sino también nuestra ambición, nuestros deseos, nuestras propias metas egoístas. Todo ello está supeditado a la obtención de una mayor gloria para Ella. Nuestro deber radica en servirla lo mejor que sepamos.
Kang estaba impresionado. Jamás había oído a un servidor de la Reina Oscura hablar así. Por lo general, la gloria de la diosa quedaba relegada por la ambición, la codicia y el engrandecimiento propio. Si era cierto lo que decía esta mujer —aunque reconocía que hablar no costaba nada— entonces el tal Ariakan podría ser un líder al que Kang respetaría.
—Así pues, draconiano, deduzco que eres el único superviviente de esa Brigada de Ingenieros. Es asombroso que hayas sobrevivido estando solo, tan cerca de territorio enano.
—No tan solo, señora —dijo Kang con una sonrisa.
A un gesto de su mano se produjo movimiento entre las peñas. Los draconianos se pusieron de pie. La amazona, sobresaltada, retrocedió dos pasos. A su espalda, los Dragones Rojos extendieron las alas, sacudieron las colas y clavaron las garras en la arena.
—Ésta es la segunda tropa del Primer Escuadrón. Tengo otros doscientos ingenieros a mis órdenes —manifestó Kang con orgullo—. Vivimos en un asentamiento amurallado, en las montañas. Si ese tal lord Ariakan busca soldados, estaré encantado de cambiar impresiones con uno de sus comandantes.
La amazona vaciló un instante mientras observaba a los draconianos repartidos por el cerro que tenía ante sí.
—El ejército se encuentra a tres días de marcha por detrás de nosotros. Tenemos intención de acampar en estas mismas estribaciones. Si me dices dónde está ubicado vuestro asentamiento, enviaré un mensajero…
—Eso no será necesario —dijo Kang—. Estaré esperando.
A la guerrera no le gustó eso, pero pareció entender la renuencia de Kang a revelar la localización de su cuartel general, ni siquiera a los que eran sus aliados naturales. En más de una ocasión habían sido aliados los que habían estado a punto de matarlo.
La mujer hizo un frío gesto de asentimiento, giró sobre sus talones, y se alejó. Tras intercambiar algunas palabras con su compañero, montó en el dragón y dio un tirón de las riendas. La hembra Roja dirigió una mirada funesta a Kang, y después se impulsó con las poderosas patas traseras sobre el suelo con tanta fuerza que dejó grandes hoyos en la arena. Extendiendo las inmensas alas rojas, la hembra de dragón alzó el vuelo, y, haciendo patente su mal carácter, escupió un poco de fuego hacia donde se encontraba Kang antes de remontarse en el aire.
El draconiano tuvo la precaución de no darse por ofendido; la amazona dirigió una cortante palabra de reprimenda a su montura. Luego saludó con la mano a Kang. Su compañero se reunió con ella en el aire, y los dragones volaron a través del desierto y fueron empequeñeciéndose poco a poco en la distancia hasta perderse de vista.
—La Reina Oscura está en pie de guerra otra vez. Eso podría ser bueno —se dijo Kang, cuya sangre adormilada por el sol ahora bullía por la excitación—. ¡Podría ser muy bueno! ¡Pero que muy, muy bueno!