30
Los enanos bajaron por las cuerdas que colgaban por el agujero de ventilación. El descenso se llevó a cabo en medio de un montón de golpes, patadas, maldiciones y comentarios en lo que ellos consideraban susurros a media voz y que para cualquier otra raza habrían sido gritos.
Selquist, que dirigía el descenso, se encogió horrorizado. Thorbardin estaba a bastante distancia, pero con el ruido que estaba haciendo esta tropa no le habría extrañado encontrar a todos los holgars del lugar esperándolos al pie del conducto de aire. Lo peor de todo era que Milano y sus soldados creían que estaban moviéndose con gran sigilo.
—¡Intentad no meter tanto ruido! —se aventuró a advertir en voz baja cuando llegó al fondo.
—¿Qué ha dicho? —voceó Milano.
—No lo sé, no lo he oído —respondieron varios casi a gritos, a lo que se sumó el repicar contra el suelo de un azadón que alguien había dejado caer; el golpe resonó con fuerza, y la herramienta estuvo a punto de dejar sin un pie a Selquist.
—Que Chemosh os lleve a todos —masculló Selquist en un susurro—. ¿Y ahora qué pasa? —preguntó a Mortero, que fue el siguiente en llegar abajo.
—No está bien —dijo su amigo, sacudiendo la cabeza—. No está nada bien.
—¿Qué es lo que no está bien? —inquirió Selquist, creyendo que algo iba mal en la parte de arriba.
—No debería estar aquí —confesó Mortero en voz baja—. Le prometí a Reorx que no volvería a robar y…
—Oh, por amor de… —Selquist suspiró—. Ya lo hemos hablado, Mortero. Lo que hacemos no es robar. Fueron otros quienes perpetraron el robo. Sólo somos… —hizo una pausa buscando inspiración— los depositarios de unos bienes. Nos beneficiamos de unos valiosos recursos que de otro modo se desaprovecharían.
Mortero vaciló y consideró el asunto desde el nuevo punto de vista.
—¿No somos los receptores de mercancías robadas? —preguntó luego.
—No, no —le aseguró Selquist con tono tranquilizador—. La disposición de restricciones ha prescrito en este crimen. Los propietarios han recibido el dinero de la indemnización y no quieren recuperar la mercancía, de manera que cualquiera puede apropiársela.
—Oh. —Mortero lo pensó, aprobó el planteamiento, y esperó para comunicar esta información a su hermano, que ahora bajaba por la cuerda.
Selquist sacudió la cabeza. ¡Como si ya no hubiera bastantes problemas, ahora tenía que vérselas con un enano al que se le había despertado la conciencia! Había días que no merecía la pena levantarse de la cama. Agarró del brazo a Barreno, que acababa de llegar abajo, y lo condujo apresuradamente hacia donde colgaba la otra cuerda por la que los soldados bajaban metiendo mucho ruido.
Por fin Milano había llegado al fondo del conducto de aire, y gritaba palabras animosas a los que estaban arriba.
Haciendo gala de un autodominio encomiable, Selquist no estranguló al jefe de combate.
—Cernícalo —llamó al tiempo que le daba unos golpecitos en la espalda.
—¿Eh? —Milano dio un brinco de sobresalto y se volvio. Al ver quién lo había tocado le lanzó una mirada furibunda—. Te repito que me llamo Milano. ¿Qué quieres?
—Barreno y yo vamos a adelantarnos para explorar un poco. Tú y los demás esperadnos en la boca del túnel.
—¿Dónde vais? —Milano frunció el entrecejo en un gesto desconfiado—. No estarás planeando deshacerte de nosotros y huir con el tesoro, ¿verdad?
Selquist pidió paciencia a los dioses para no terminar por saltarle los dientes de un puñetazo al jefe de combate.
—Por supuesto que no. Dejo aquí a Mortero y a Majador como prueba de que pienso volver. Ellos tienen el mapa. Respecto a dónde vamos, mi propósito es ir a echar un vistazo dentro de Thorbardin. ¡Estáis metiendo suficiente escándalo como para despertar a los muertos! Comprobaremos si los holgars están todavía en alerta por la guerra.
Saltaba a la vista que a Milano no le hacía ninguna gracia, pero tuvo que admitir que, desde un punto de vista militar, espiar los movimientos del enemigo sonaba lógico. Además, tenía en su poder a Mortero, que a su vez tenía el mapa.
—De acuerdo —gruñó—. Pero no tardéis mucho. Si no habéis vuelto dentro de una hora, seguiremos adelante sin vosotros.
Selquist asintió con un brusco cabeceo. Barreno y él se marcharon, y fueron despedidos por el estrépito de una pala que alguien dejó caer.
—¿Adónde vamos? —preguntó Barreno al cabo de un momento—. Caminamos en una dirección distinta de la de la otra vez.
Una vez que estuvieron fuera del alcance de la vista del grupo, Selquist trepó por lo que parecía ser una pared lisa, pero que, como Barreno descubrió al ir en pos de su amigo, tenía varios asideros abiertos en la roca para apoyar pies y manos. Arriba, Selquist entró por otro conducto. Éste era más pequeño, y los dos enanos se vieron obligados a gatear trabajosamente por él; incluso así se dieron varios coscorrones en la cabeza con el techo.
—Como le dije a Milano, vamos a explorar para ver qué pasa en Thorbardin —respondió Selquist.
—¿De verdad? —Barreno estaba sorprendido—. ¿Lo dijiste en serio?
—Desde luego —repuso Selquist con tono altivo—. No miento cada vez que hablo.
—¿Por qué no fuimos por aquí la otra vez? —quiso saber Barreno. A pesar de los golpes en la cabeza y las manos arañadas, esta ruta le parecía más fácil que la otra.
—Ya lo verás —predijo Selquist y, en efecto, Barreno lo vio.
El túnel terminaba repentinamente, abriéndose al vacío. Barreno se asomó por el borde, temeroso, y contempló el reino de Thorbardin allá abajo, muy, muy lejos. Los enanos que se movían de un lado para otro le recordaron las hormigas que había visto una vez en un hormiguero. Tragó saliva con esfuerzo y retrocedió presuroso, agarrándose a las paredes del conducto con las dos manos.
—Esto no me gusta —dijo con un hilo de voz—. ¡Regresemos!
—Espera un poco. —Selquist se asomó temerariamente por el agujero, sacando casi medio cuerpo por el borde. Sólo verlo hizo que Barreno sintiera náuseas—. Algo pasa. Nunca había visto tanto movimiento de gente. No distingo qué están haciendo, pero parece como si…
Selquist enmudeció.
—¿Sí? ¿Qué pasa? ¿Podemos irnos ya? —pidió Barreno con voz temblorosa.
—Están en guerra —dijo Selquist al cabo.
Barreno abrió los ojos de par en par.
—¿Con los caballeros negros? —preguntó—. ¡Creía que los holgars habían cerrado la montaña!
—Y lo hicieron —respondió su amigo—. Están luchando unos contra otros.
Selquist retrocedió hacia el interior del conducto y permaneció callado durante mucho tiempo. Su silencio y su expresión solemne acabaron asustando a Barreno.
—No vienen tras nosotros, ¿verdad?
—No. —Selquist suspiró—. Tienen problemas más graves. Enanos luchando contra enanos. Es, en cierto modo, indecoroso.
—Los humanos luchan entre sí todo el tiempo —comentó Barreno.
—Es típico en ellos —dijo Selquist con desprecio—. Pero se supone que nosotros tenemos suficiente sentido común para no caer en eso.
—¿Quién lucha contra quién?
—No lo sé con seguridad. Imagino que finalmente los theiwars han hecho lo que llevaban años amenazando hacer: intentar ponerse al mando de Thorbardin. Parece que la lucha se va extendiendo a partir de su ciudad, la que visitamos la última vez que estuvimos aquí.
Barreno se acordó de la camarera de frondosas patillas y manifestó su deseo de que nadie saliera herido.
—Es una guerra, Barreno. Habrá mucha gente que acabará herida o muerta. —Sacudió la cabeza y se encogió de hombros—. En fin, al menos ya no tendremos que preocuparnos por los holgars.
Se dio media vuelta y empezó a gatear por el túnel.
—Sí, y también es una buena cosa teniendo en cuenta a esos draconianos que nos han venido siguiendo —dijo Barreno que gateaba detrás de él.
Selquist se golpeó la cabeza contra el techo, se giró bruscamente y miró a su amigo de hito en hito.
—¿Qué has dicho? —preguntó.
—Que era una buena cosa no tener que preocuparnos por los holgars.
—¡No me refiero a eso, sino a lo que has dicho sobre los draconianos!
—Pues que nos siguen. ¿Es que no te habías dado cuenta?
—Bueno, sí, desde luego —barbotó Selquist—. Fue idea mía que lo hicieran, ¿no? Pero se supone que nadie más debería saberlo. ¿Lo han notado otros? —Parecía muy nervioso—. ¿Se lo has dicho a alguien?
—Sí, a ti —respondió Barreno tras pensarlo un momento.
—¡Yo no cuento! ¿A alguien más? ¿A Mortero? ¿A Majador?
—No.
Selquist se sintió aliviado, una sensación que desapareció rápidamente cuando Barreno añadió:
—Fueron ellos quienes me lo dijeron a mí.
Selquist gimió.
—¿Alguno de los del maldito grupo militar lo sabe? —inquirió.
—No creo. Mortero me advirtió que no debía decírselo a Milano ni a los otros. Dijo que suponía que todo era parte de tu plan y que eras muy listo y que habías hecho una buena jugada.
—¿Mortero dijo eso? —Selquist estaba complacido—. ¿Una buena jugada?
Barreno asintió con un cabeceo.
—Bueno, pues tiene razón —manifestó Selquist—. Soy muy listo y he hecho una buena jugada.
Empezó a gatear otra vez, avanzando rápidamente.
—No entiendo una cosa, Selquist —dijo Barreno mientras gateaba tras él—. ¿Por qué querías que los draconianos nos siguieran?
—Porque de otro modo no habrían encontrado la entrada secreta.
Barreno asimiló esta información, pero le pareció que había un fallo.
—¿Es que queríamos que la encontraran?
—Desde luego. Si no ¿cómo iban a entrar y conducirnos hasta el tesoro?
Barreno también digirió esta otra información.
—¿Y por qué tienen que conducirnos ellos al tesoro? —inquirió.
—¡Porque son ellos los que tienen el mapa! —explicó su amigo con tono triunfante.
—Nosotros también lo tenemos.
—Pero no es muy preciso. De esta manera, iremos más sobre seguro.
Barreno continuó gateando en medio de la oscuridad mientras le daba vueltas a la idea en la cabeza.
—Pero, Selquist ¿y si los draconianos deciden quedarse el tesoro para ellos?
—No lo harán. Sólo están interesados en una cosa: los huevos.
—¡Los huevos! —Barreno dio un respingo—. ¿Y cómo se han enterado de lo de los huevos?
—Porque yo se lo conté —repuso Selquist, engreído—. Ése es el motivo por el que nos siguen. ¡Y por eso nosotros los seguiremos a ellos! Una buena jugada, ¿eh?
Barreno estaba impresionado por el talento magistral del plan.
—Sólo una cosa, Selquist. ¿No se enfurecerán los draconianos cuando encuentren a Milano rompiendo los huevos?
—Eso —contestó su amigo alegremente— es problema de Cernícalo.
Los dos enanos siguieron gateando túnel adelante.
A su llegada, Selquist y Barreno comprobaron que todos los demás habían llegado sanos y salvos al fondo del conducto de aire. Milano miraba pensativo hacia arriba, intentando dilucidar cómo recuperar las cuerdas.
—Déjalas ahí —sugirió Selquist—. Los draconianos podrán usarlas.
—No sé —dijo el jefe de combate, absorto—. Parece que… —De pronto los ojos casi se le salieron de las órbitas—. ¿Qué? ¿Qué has dicho? ¿Draconianos? ¿Qué draconianos? —empezó a farfullar.
—No te repitas tanto, Cernícalo. Hace que parezcas más estúpido de lo que eres normalmente. Hablo de los draconianos que nos han estado siguiendo, por supuesto. Los que tienen el único mapa exacto. Yo podía conducir a nuestro grupo y al suyo hasta el punto de partida pero, de aquí en adelante, nuestro mapa es un tanto impreciso y vamos a tener que depender de ellos —explicó Selquist. Milano se había quedado mudo por la impresión.
»Y cierra la boca, Cernícalo. Se te podría meter un «rapel» volando. Deberías darme las gracias. ¡Voy a convertirte en un héroe! Tu nombre perdurará en leyendas y canciones durante los siglos venideros.
»Y, ahora —echó el brazo sobre los hombros del estupefacto jefe de combate y lo condujo hacia un rincón—, te explicaré cuál es mi plan.