14
Los Enanos de las Colinas no habían visto a los dragones ni sabían que un ejército al que el resto del mundo llamaba los caballeros negros marchaba a través de las Praderas de Arena. Los enanos de Celebundin enviaban patrullas, pero éstas nunca se molestaron en recorrer esa zona desértica. No había nadie allí excepto los bárbaros humanos conocidos como los Hombres de las Llanuras, y éstos guardaban las distancias y tenían el menor trato posible con las otras razas, lo que estaba bien, en opinión de los Enanos de las Colinas. Todo el mundo sabía que los bárbaros estaban locos. Tenían que estarlo para vivir voluntariamente en el desierto.
A los Enanos de las Colinas no les gustaba el desierto ni el calor ni el sol abrasador ni los vastos espacios abiertos que no ofrecían protección ni cobertura. Nacidos para excavar en las entrañas de la tierra, para habitar en frescas cavernas subterráneas o al abrigo de espesos bosques, los Enanos de las Colinas no concebían que una persona en su sano juicio pisara las ardientes arenas.
Selquist y sus compañeros podrían haber visto a los dragones y al ejército de caballeros en su viaje de vuelta de Thorbardin, pero decidieron tomar una ruta occidental dando un rodeo a la montaña. Cargados con el peso del botín, optaron por el camino más fácil. Cuando llegaron a Celebundin lo único amenazador que habían visto era un ogro en la distancia; distancia que los enanos se apresuraron a ampliar, y llegaron a las afueras del pueblo sin sufrir daño aparte de los pies y los hombros doloridos por la caminata y por el peso de la carga.
Esperaron en el bosque hasta que cayó la noche para entrar en el pueblo a hurtadillas, sin ser vistos. No era conveniente que el gran thane descubriera que habían salido en una correría particular. Los obligaría a hacer algo horrible con el botín, como por ejemplo compartirlo. Utilizando de cobertura el mismo huerto de manzanos que les había servido para escabullirse fuera del pueblo, los enanos sobrepasaron con sigilo al adormilado centinela y llegaron a casa de Selquist a salvo y sin ser descubiertos.
Selquist abrió las tres cerraduras, satisfecho al comprobar que ninguna persona poco honrada había intentado forzarlas durante su ausencia, y los cuatro compañeros entraron en tropel.
Una vez dentro, sanos y salvos y lejos de theiwars y neidars y cadáveres metidos en vagonetas y recaudadores de impuestos, los cuatro enanos soltaron un sincero suspiro de alivio. Incluso Selquist comentó que era estupendo estar de vuelta en casa. Después, vació el contenido de su saco sobre la gran mesa central.
—¡Increíble! —dijo—. Absolutamente increíble.
Los otros tres no tuvieron más remedio que admitir que tenía razón.
Los objetos hurtados eran dos jarras de cerveza fabricadas en plata, una pareja de candelabros de hueso adornados con piedras semipreciosas, media docena de anillos que a primera vista no parecían muy valiosos pero que les permitirían sin duda obtener alguna ganancia, y la pieza favorita de Majador: un peine de plata adornado con un amuleto tallado a semejanza de una calavera. Las cuencas de la calavera emitían un brillo rojizo en la oscuridad, y Majador estaba convencido de que era mágico.
—¡Pues claro que lo es! —manifestó Selquist con aire enterado—. Conseguiré un buen precio en esa tienda de objetos mágicos que conozco en Palanthas. Es de una mujer llamada Jenna que no es nada quisquillosa sobre cómo ha conseguido alguien lo que le ofrece. Eh, Majador, espera un momento. Deja de manosear eso y ponlo donde estaba. Podrías pronunciar la palabra equivocada y convertirte en un humano o algo peor. Un elfo, quizá.
Majador soltó precipitadamente el peine con el amuleto de calavera sobre la mesa, y siguió contemplándolo con fascinación.
—¡No entiendo qué hace brillar así los ojos!
Barreno sacó un libro grande, encuadernado en piel y bastante ajado, de su mochila y lo soltó sobre la mesa.
—No comprendo por qué me hiciste cargar con esto todo el camino de vuelta. Pesa un montón, y tiene un olor raro.
—A moho —dijo Mortero mientras observaba el libro.
Selquist lo cogió y acarició con gesto amoroso la deteriorada cubierta.
—Esto vale más que todo lo que hay en la mesa junto. Más que todo lo que hay en el almacén de la comunidad. En mi larga y poco honrada carrera éste es el objeto más valioso que he rob… adquirido.
—¿Es mágico? —Majador contempló el libro con más interés, aunque se sentía un poco defraudado porque no brillaba.
—No, no es mágico —intervino Barreno con sorna—. A menos que de pronto yo haya aprendido a leer magia, cosa que, gracias a Reorx, no es verdad. Está escrito en nuestro idioma, aunque algunas palabras están deletreadas de una forma extraña. Y, por su aspecto, el libro es un registro de algún grupo de asaltantes daewars de hace unos treinta años. Quizá tenga algún valor histórico.
Mortero miró a Selquist perplejo.
—¿Desde cuándo te interesas por la historia? —le preguntó.
—Desde que existe la posibilidad de que se convierta en un gran beneficio —repuso Selquist guiñando un ojo—. Lo he dicho antes y lo vuelvo a repetir: no tenéis imaginación. Ni pizca. Si no fuera por mí, todos estaríais recogiendo patatas en el huerto del gran thane.
Los tres miraron el viejo libro e intentaron encontrar algo valioso en él. Fue un completo fracaso.
—¿Dónde lo encontraste? —preguntó Mortero con la esperanza de llegar a alguna pista.
Selquist se acercó más a ellos y dijo en un susurro:
—En un arcón que había debajo de la cama del viejo Chronix. Estaba cerrado, así que tiene que ser valioso.
Se irguió de nuevo y dejó que los otros lo miraran con pasmada admiración.
—Robaste…, robaste ese libro a… ¡a Chronix! —Mortero era el único capaz de hablar, ya que Barreno y Majador se habían quedado mudos por la sorpresa.
—Desde luego —admitió Selquist con modestia.
—¡Pero es tu maestro! ¿No se pondrá furioso?
—¿Por qué? En realidad, esto es un cumplido para él. —Selquist se encogió de hombros—. Demuestra que me ha enseñado bien.
—Pero ¿qué puede haber de valioso en un libro que trata sobre una incursión daewar? A no ser que tenga dentro joyas escondidas en alguna parte —argumentó Barreno.
—Una partida de asalto significa riquezas. Un tesoro que tiene que estar escondido, guardado en algún sitio. Y un libro sobre una partida de asalto significa…
—¡Que quizás indique dónde está oculto ese tesoro! —gritó Majador.
—Muy bien —dijo Selquist mientras daba palmaditas en la cabeza a Majador en un gesto de aprobación—. Y baja la voz.
—Pero —Mortero estaba pensando otra vez, una costumbre que a Selquist le resultaba muy molesta—, si este libro dice dónde está escondido el tesoro, entonces Chronix tiene que haberlo encontrado ya.
—No —replicó Selquist—. Chronix no sabe leer.
—Pero podría haber hecho que alguien se lo leyera.
—Quizá no confía en nadie. O tal vez no conoce a nadie que sepa leer —argumentó Selquist—. Míralo de esta forma: si ya hubiera encontrado el tesoro, no habría tenido el libro guardado bajo llave, ¿verdad?
—Bueno, no, pero… —empezó Mortero, el ceño fruncido.
—¡Basta de «peros»! —lo interrumpió Selquist, irritado—. Todavía no tengo todas las respuestas, pero las tendré dentro de unos días, tan pronto como Barreno y yo hayamos leído el libro.
»Y mientras lo hacemos, tú y Majador llevaréis esta carga a Pax Tharkas y la venderéis allí. Deberéis tener mucho cuidado cuando viajéis por la calzada. En estos tiempos andan un montón de ladrones sueltos por ahí.
—Y que lo digas —abundó Majador mientras sacudía la cabeza con desagrado ante la degeneración a la que se había llegado—. Tardaremos tres días en llegar a Pax Tharkas, y otros tres para volver. Danos un día más para hacer la venta.
—No vayáis al mercado —advirtió Selquist—. Alguien de Thorbardin podría reconocer alguna de estas cosas.
—Es posible que no tenga imaginación, pero no soy tan tonto —replicó Majador con aire ofendido—. Iré a ver a mi amigo kender Rhanga Cambiademanos. Aceptará la mercancía y nos dará un buen precio por ella.
—¿Un kender? —Selquist se mostraba escéptico—. ¿Desde cuándo se ocupan los kenders de la otra parte del negocio del robo?
—Está establecido hace mucho tiempo, y es más listo que la mayoría de los kenders. Creo que tiene parte de ascendencia humana.
—Eso no habla mucho en su favor —rezongó Selquist—. De acuerdo, si es eso todo lo que se te ocurre… Pero no vuelvas con menos de veinte monedas de acero. Y asegúrate de que el kender te da un recibo.
Majador y Mortero volvieron a guardar los objetos.
—Nos veremos dentro de una semana —dijo Mortero—. Buena suerte con el libro.
Selquist y Barreno durmieron hasta muy tarde, contentos de estar en sus propias camas de nuevo. Una vez que Selquist se hubo levantado y empezó a moverse por la casa, despertó a su amigo, le puso el libro en las manos, y preparó el desayuno.
El volumen tenía más de cinco centímetros de grosor, y las páginas eran de grueso pergamino. Faltaban algunas, y otras estaban sueltas de la encuadernación. La cubierta era de un cuero marrón flexible, ahora desgastado y pelado por algunos sitios. No lo adornaba título ni marca alguna, y la escritura estaba borrosa y era casi ilegible.
Selquist le tendió a Barreno un plato con huevos y una loncha de tocino, y se sentó.
—Bien, ¿qué tenemos aquí? Léelo en voz alta. ¡No, con la boca llena, no! Estás escupiendo huevo por toda la mesa.
Barreno se tragó la comida y empezó con la primera página.
—«Primer día: Halfest, nuestro comandante, nos ha ordenado que nos demos prisa con la recogida de provisiones. Dice que tenemos que salir hoy o renunciar a la misión. Golpeó a Grumold con el látigo cuando Grumold se sentó a descansar. Nos dimos prisa».
»“Más tarde: Grumold es ahora nuestro comandante. Mató a Halfest, pero dice que seguimos teniendo que darnos prisa. Grumold tiene ahora el látigo. Le obedecemos.” —Barreno miró a Selquist—. Vaya pandilla, estos daewars.
—Estoy seguro de que Grumold tenía sus razones —comentó Selquist con aire estirado—. Sigue leyendo.
Barreno se arrellanó en la silla y leyó mientras Selquist, instalado en su cómodo sillón, escuchaba. Pasado el mediodía, cuando la voz de Barreno parecía a punto de fallarle, Selquist le sirvió una jarra de cerveza de nueces, ya que era sabido que tenía un efecto calmante para la garganta irritada.
Descubrieron que el libro había sido escrito por un escriba daewar que estaba al servicio del thane daewar en esa época. El thane lo había enviado con el grupo en la misión para que llevara un registro de la expedición, aunque, al parecer, no para la posteridad, sino porque el thane no se fiaba de los cabecillas de la partida.
La lectura de este primer día versó sobre la partida de los daewars de su hogar en Thorbardin a las tierras agrestes. Los daewars caminaron durante días en tanto que el escriba reflejaba en el registro eventos tan importantes como una pelea con cuchillos por los restos del guisado de conejo que hubo de cena, y en la cual tres daewars quedaron incapacitados y fueron abandonados.
El único tesoro obtenido hasta ese momento era el robo de una tarta recién hecha que estaba enfriándose en la ventana de una granja.
Para entonces, Selquist se había quedado dormido en el sillón, y se despertó sobresaltado de un mal sueño en el que Chronix lo perseguía con un cuchillo en una mano y una tarta de manzana en la otra. Vio que Barreno también estaba dormido, con la cabeza apoyada en el libro.
Los dos amigos lo dejaron y se fueron a la cama.
El segundo día de lectura llevó a la fuerza expedicionaria daewar a través de algunas montañas sin nombre y por un terreno baldío, también sin nombre, donde otros dos daewars murieron de sed, un mal que Barreno comprendía muy bien. Cerca de la hora de comer, protestó por tener la garganta irritada y, en realidad, estaba tan ronco que apenas se entendía lo que leía. Selquist trajo más cerveza para los dos, y esta vez le añadió aguardiente, ya que notaba que le hacía falta un tónico reconstituyente.
—¡No puedo creerlo! —exclamó Selquist durante una pausa en la lectura, mientras Barreno daba un respiro a sus cuerdas vocales—. ¿Dónde está el botín? ¿Dónde está el tesoro? ¿Por qué demonios van de expedición por un desierto olvidado de los dioses cuando simplemente podrían ir a robar algo a un sitio más cercano a su casa? El tal Grumold no me parece gran cosa como líder.
—¿Dejo de leer? —preguntó Barreno esperanzado.
—No, no lo dejaremos hasta la noche. Continúa.
Barreno suspiró y reanudó la lectura.
—«… las rutas de aproximación a la cordillera de la Muerte estaban ocupadas por regimientos de guerreros draconianos…».
—¡Para! —gritó Selquist, que se levantó del sillón bruscamente. Corrió hacia un arcón grande de madera que estaba cerrado con tres candados. Los abrió, levantó la tapa y revolvió dentro unos segundos. Barreno, agradecido por el respiro, echó otro trago de cerveza.
Selquist cogió un estuche, lo abrió y sacó un mapa. Mascullando «cordillera de la Muerte» para sí mismo, extendió el pergamino sobre la mesa, y señaló con el dedo.
—¿Dice ahí lo que creo que dice? —preguntó.
Barreno miró donde señalaba.
—Si crees que dice «cordillera de la Muerte» estás en lo cierto.
—¡Lo sabía! La cordillera de la Muerte. Son esas montañas que hay al sur de Neraka. ¡Neraka! Ahí es a donde se dirigen. Esto podría ser algo importante, después de todo. Los Señores de los Dragones almacenaban todo su botín allí, según los rumores. —Selquist se frotó las manos—. ¡Esto puede ser algo grande! ¡Muy grande! ¡Sigue leyendo!
Fortalecido física y anímicamente por la cerveza, Barreno continuó donde lo había dejado. El monótono ronroneo de su voz prosiguió hasta la madrugada; pero, aparte de una reyerta en una taberna de Sanction, el escriba no había anotado nada interesante.
—Maldita sea. Esperaba algo más. —Selquist soltó un suspiro.
Barreno bostezó. Estaba medio borracho, tenía los ojos llorosos e hinchados, y casi no podía hablar.
—El resto del libro está en muy mal estado. Parece como si alguien lo hubiera echado al fuego.
Señaló la página siguiente, quemada parcialmente, cuya escritura era ilegible.
—Me pregunto quién sería el idiota que intentó quemar mi libro —dijo Selquist indignado—. Probablemente ese granuja, Grumold. Espero que su thane lo ponga de patitas en la calle.
Un ronquido fue el único comentario de su amigo. A Barreno se le había caído la cabeza y tenía la frente apoyada sobre el libro; estaba profundamente dormido. Selquist lo sacudió, pero su amigo ni siquiera se movió.
—Está bien —suspiró Selquist—. Cojo la indirecta. Vete a la cama. Volveremos a empezar por la mañana.
A la mañana siguiente, Barreno estaba completamente afónico, y Selquist se vio obligado a ir en busca de la sacerdotisa del pueblo, que recitó una plegaria curativa a Reorx, recomendó una cataplasma de miel y mostaza para el pecho, y le cobró a Selquist la exorbitante suma de seis céntimos por sus servicios.
La miel y la mostaza le costaron otros diez céntimos, y, para cuando Selquist regresó del mercado, había olvidado si la cataplasma era para tomarla o para uso externo. Para estar seguro, hizo ambas cosas. A la caída de la noche, Barreno podía hablar, aunque parecía que todas las moscas del pueblo se sintieran atraídas hacia él.
—«Día ochenta y uno: Llevamos cuatro días metidos bajo tierra. Los terremotos hicieron que las paredes de nuestra caverna se desplomaran, pero la roca impidió que el techo cayera. Vissik y Grevik dirigen las excavaciones, pero con la pérdida de Roms y Uluth, que quedaron enterrados bajo los escombros, estamos faltos de mano de obra. El…».
Barreno se interrumpió.
—¿El qué? —instó Selquist.
—No consigo descifrarlo. Creo… —Barreno señaló la página—. ¡Creo que esto es sangre!
—¡Fantástico! ¡Este idiota no se conforma con echar mi libro al fuego, sino que también lo mancha de sangre!
Barreno pasó a la página siguiente, que estaba desgarrada pero era legible.
—«… magos Túnicas Negras. Encontramos vivos a dos debajo de todas las rocas. Los sacamos y después los matamos. Ni siquiera intentaron ejecutar un hechizo. Seguimos cavando hacia la cámara, y hemos dado con lo que Grumold cree que es la pared norte. Dice que según el mapa deberíamos encontrar una gran caja de roble que es más alta que un humano y que contiene muchos objetos mágicos, y dinero y joyas. Nos hemos concentrado en esta zona con la esperanza de…».
—¡Sí, sí, sigue! —Selquist estaba tan excitado que se echó hacia adelante en el sillón—. El bueno de Grumold. ¡Se está acercando! ¿Qué dice a continuación?
—No lo sé. —Barreno sacudió la cabeza—. Hay más sangre.
Selquist mandó a Grumold al Abismo.
Al día siguiente, Selquist le dio a tomar a Barreno más miel y mostaza, y extendió el mejunje sobre su pecho haciendo caso omiso de las protestas de su amigo y del hecho de que Barreno empezaba a pelarse. Selquist le tendió el libro.
Barreno gimió, pero Selquist se mostró inflexible.
—Lee.
—«… por fin nos hemos abierto camino hasta la antecámara del almacén. Los daños aquí no son tan graves, ya que la pared sur aguantó. Los libros de hechizos siguen en su sitio sobre el estante. Los cogimos, así como varias armas que creemos son mágicas, además de otros objetos».
—¡Objetos! ¿Qué objetos? —Selquist estaba excitado.
—No lo pone. Sólo añade: «Todos vamos a ser ricos. Más ricos que el thane. Más que todos los thanes de Thorbardin».
Barreno y Selquist se miraron el uno al otro. Selquist, sonriendo de oreja a oreja, se levantó de la mesa y bailoteó un poco por el cuarto. Barreno ya no necesitaba que lo animara para leer, y lo hizo tan deprisa que su amigo casi no lo entendió.
—«Hemos llenado casi todas nuestras mochilas con monedas de acero y joyas».
—¡Sí, sí! —cantó Selquist al tiempo que bailaba.
—«Algunos creen que es suficiente y que deberíamos marcharnos, pero Grumold ha ordenado que sigamos excavando. Dice que siente un gran poder saliendo de esta habitación».
—¡El viejo y querido Grumold! ¡Un verdadero líder! —Selquist regresó a la silla, sin resuello pero feliz—. ¿Qué más encontraron? ¡Vamos, sigue!
—«Más tarde, el mismo día: ¡Grumold tenía razón! Justo después del descanso de mediodía, Kuvoss descubrió un huevo de dragón en un contenedor, debajo de un muro de carga. ¡Qué hallazgo! ¡Está intacto, y vale más que todos los otros objetos juntos!».
—¿Es eso? —Selquist estaba trastornado—. ¿Ése es el gran tesoro?
—Al parecer, sí —contestó Barreno tras echar un vistazo al resto de la página.
—Huevos de dragón. —La expresión de Selquist era sombría—. Quizá tuvieran algún valor hace veinticinco años, pero en la actualidad su cotización ha caído en el mercado. Los dragones ponen huevos por todas partes. Además, cualquier huevo con veinticinco años encima… —Encogió la nariz y sacudió la cabeza—. ¡Ay, ese bobalicón de Grumold, qué falta de previsión!
—¿Quieres oír el resto?
—Bueno —contestó Selquist, melancólico.
—«Más tarde: Hemos encontrado otros nueve huevos. Todos están enteros y en buenas condiciones, pero, por desgracia, no valen tanto como al principio habíamos creído».
—¡Ja! —exclamó Selquist con sombría satisfacción—. Grumold debió de echar un vistazo al futuro en el mercado de ese producto.
—«Vissik encontró unas palabras escritas en una de las cajas de almacenamiento. Noorhas lo ha traducido lo mejor que ha podido, pues está escrito en Común. Parece ser que estos huevos contienen hembras de draconiano, cuya eclosión quedó expresamente prohibida. Sin embargo, la apariencia exterior de los huevos no ha sufrido ningún cambio. Grumold dice que podríamos venderlos como huevos de dragón normales, y que el comprador cargue con las consecuencias».
—Vaya, ese Grumold ha resultado ser más listo de lo que yo lo creía —admitió Selquist—. Sigue leyendo. Quizá dice algo sobre cuánto dinero sacaron por los huevos.
Barreno continuó la lectura, pero el resto del libro sólo era el viaje de vuelta a casa de los daewars, animado únicamente con el relato de las peleas desencadenadas por el tesoro y que tuvieron por resultado la muerte de otros cuantos daewars. Para cuando el libro terminó, sólo estaban vivos Grumold y el escriba.
La penúltima anotación decía: «Grumold y yo fuimos muy hábiles para dar con un escondrijo donde ocultar el tesoro. Nadie lo encontrará nunca».
La última anotación era: «Grumold fue ejecutado hoy por orden del thane, acusado de intentar guardar el tesoro sólo para él. Ignoraba que yo estaba escribiendo este registro o de lo contrario me habría matado. El thane me ha recompensado con largueza. El mapa del escondite del tesoro está en este libro, que pronto entregaré al thane».
—¡Déjamelo! ¡Dame que lo busque! —Selquist, frenético, le quitó el libro de un tirón a Barreno y pasó a la última página.
Estaba sucia, arrugada y en blanco.
—¡Maldita sea! Quizás el mapa está delante.
—No está —dijo Barreno, pero Selquist tenía que comprobarlo por sí mismo.
Y lo comprobó. Nada.
Se hundió en el sillón y se quedó mirando al vacío con expresión ausente.
—No hay mapa —masculló—. No hay mapa.
Metió la mano en el bolsillo y sacó el medallón de la Reina Oscura.
—Debería haberle dado esto a Mortero para que lo vendiera. No le habría sacado tan buen precio como yo, desde luego, pero en este momento lo cambiaría por un céntimo kender.
Hizo una pausa, dejando que las ideas conectaran en su cabeza.
—Céntimo kender. Inexistente. Invisible. ¡Eso es! —gritó—. ¡Tinta invisible!
Selquist sostuvo el libro de manera que cayera sobre él la luz del sol que entraba por una ventana de arriba. Examinó página a página a contraluz, pero, como antes, no encontró nada. Echó el libro sobre la mesa con gesto disgustado.
—Tiene que haber un mapa —insistió Barreno con obstinación.
—Puede que no —dijo Selquist—. Quizá sea ésa la razón por la que el miserable Chronix no utilizó nunca el libro: porque no tenía el mapa. Nunca confié en él. —Echó el medallón encima de la cubierta del libro—. En cuanto a esa baratija, la enterraré mañana por la noche. Es evidente que me trae mala suerte.
—Pero el escriba decía que el mapa estaba en el libro.
—Ése era otro enano de quien no podía uno fiarse —manifestó Selquist hoscamente—. Fíjate si no cómo traicionó al pobre Grumold. «El mapa está en el libro. El mapa está en el libro». —De repente se puso de pie y exclamó como un poseso—: ¡Ajajá!
—¿Qué? —preguntó Barreno, alarmado.
—Oh, mi querido y dulce escriba. ¡Bendito seas! ¿Cómo he podido dudar de ti?
Selquist sacó un cuchillo de su bota, metió la punta por la parte interior de la portada, cortó la encuademación de cuero y le dio la vuelta.
—El mapa está en el libro, sí —dijo mientras sostenía en alto, con gesto triunfante, un trozo de pergamino doblado.
Con toda clase de cuidados, las manos temblorosas por la excitación, desdobló el papel y lo extendió sobre la mesa.
Era un mapa, desde luego, en el que aparecía un laberinto de túneles y pasadizos. Saltaba a la vista que lo habían hecho enanos, pues estaba extremadamente detallado y señalaba cada trampa, cómo hacerlas saltar, y el ángulo de inclinación de varios túneles.
Selquist lo examinó atentamente, y entonces, de repente, gritó:
—¡Sé dónde está!
—¿Lo sabes? —Barreno se frotó los ojos llorosos.
—¡Sí! Mira, aquí abajo está la Puerta Sur, y aquí arriba la Puerta Norte. La cámara donde empieza el mapa se encuentra a la izquierda. No puede estar muy lejos del conducto de ventilación por donde entramos. —Selquist cogió el medallón de la Reina de la Oscuridad y lo besó con reverencia—. ¡Oh, majestad, bendita seáis! ¡Por fin habéis hecho algo por mí!
Con mucho cuidado, Selquist dobló el mapa y lo puso dentro del estuche de hueso, que volvió a guardar en el arcón, al que echó los tres candados. Después metió el medallón en el bolsillo, se sentó sobre los talones, y soltó un suspiro de felicidad y satisfacción.
—De ésta nos hacemos ricos, ¿verdad, Selquist? —preguntó Barreno.
—Sí —se mostró de acuerdo su amigo, con la voz ahogada por la emoción—. Muy, muy ricos.