25
En casa de Selquist, entre tanto, los cuatro amigos terminaron de dibujar el mapa. Había partes en las que todos estaban de acuerdo, otras en la que ninguno de ellos coincidía con los demás, y algunas en las que el voto se dividía al cincuenta por ciento; pero, en conjunto, Selquist decidió algo malhumorado que era «lo más aproximado que lograrían sacar».
—A mí me parece muy bonito —dijo Majador, admirando el talento artístico de su hermano—. Mirad cómo ha dibujado los huevecillos, igual que los del original, y las pequeñas hembras draconianas, con sus cortas alitas…
—¡Chist! —susurró Selquist—. ¿Habéis oído eso?
—Sonó en el jardín —dijo Majador.
—Es lo que os estoy diciendo hace rato —comentó Mortero, exasperado.
Se escucharon el susurro de hojas y el rumor de pasos, seguidos por un aullido, un fuerte siseo, y una voz profunda mascullando maldiciones.
—¡Socorro, draconianos! —chilló Barreno—. ¡Socorro!
—Oh, cierra el pico y deja de balbucir tonterías, imbécil. —La cabeza de Milano asomó entre las cortinas de la ventana—. Soy yo.
—¡Socorro, es Cernícalo! —chilló Selquist al tiempo que retiraba con destreza el mapa de la mesa y se lo metía en los pantalones—. ¡Socorro!
El rostro de Milano enrojeció de rabia. El jefe de combate amenazó a Selquist agitando el puño, y Selquist se levantó de la mesa y fue hacia la ventana.
—Perdona, Cernícalo, pero aquí hace mucha corriente. —Cerró los postigos de golpe, y aunque no le pilló la cabeza sí estuvo a punto de aplastarle los dedos.
—¿Creéis que nos ha oído? —preguntó Barreno.
—Desde luego —contestó Selquist, atenazado por una profunda melancolía.
La puerta se abrió violentamente, y Milano entró en la casa a grandes zancadas.
—¿Lo veis? —dijo Selquist.
Milano se dirigió hacia la mesa y la miró.
La mesa estaba vacía a excepción de unos cuantos trozos de carboncillo y cuatro jarras vacías.
—Muy bien —Milano echó una mirada furibunda en derredor—. ¿Dónde está?
—¿El qué? ¿La cena? Oh, hace horas que comimos, pero gracias por preguntar —repuso Selquist.
—No me refiero a la cena —dijo Milano al tiempo que esbozaba una mueca retorcida—, sino al mapa del tesoro. Quiero saber, primero: ¿qué tesoro?; segundo: ¿dónde está localizado?; y tercero: ¿a qué os referíais al hablar de huevos draconianos? Si no me respondéis —levantó una mano para acallar la sarcástica réplica que sin duda iba a darle Selquist—, convocaré una asamblea y les diré a todos los enanos de Celebundin que habéis encontrado el mapa de un tesoro.
Selquist se puso muy pálido bajo la rala barba.
—No te atreverás —balbució.
—¿Que no? —se refociló Milano.
—Deja que lo diga —intervino Mortero, convencido de que sólo era un farol.
—¿Qué? ¿Estás loco? ¿Sabes lo que pasaría? —exclamó Selquist con aspereza—. No podría salir de casa sin que me siguiera un montón de enanos convencidos de que iba en busca del tesoro.
—Ni un momento de paz —afirmó Milano al tiempo que soltaba un sonoro suspiro—. Claro que también habría quien imaginaría que ya lo habías encontrado y que lo tenías escondido en alguna parte.
—¡Pondrían la casa patas arriba! —dijo Selquist, horrorizado—. ¡Destrozarían mi jardín! De acuerdo, Milano, tú ganas. —Su voz se endureció—. Pero no quiero oírte decir una palabra más acerca de declararme proscrito —exigió.
El jefe de combate vaciló y frunció el ceño.
—Cuando tenga el tesoro probablemente me traslade a Palanthas, de todos modos —añadió Selquist con despreocupación—. Te incluiremos en el reparto, desde luego. Contándote a ti, ahora somos cinco, así que, veamos: dos por cinco son diez, y diez por diez son cien. Tendrás una centésima parte. Una centésima parte a cambio de que mantengas la boca cerrada. Sí, sí, ya sé que soy demasiado generoso, pero es un defecto que no he logrado corregir.
Milano no era muy ducho en fracciones, un tema que siendo niño nunca había conseguido dominar. En números redondos, una centésima parecía un buen porcentaje. Además, no estaba en absoluto interesado en oro, acero y joyas. Bueno, sí lo estaba, pero todo a su debido tiempo.
—¿Y los huevos de dragón? —preguntó, inclinándose sobre la mesa y mirando fijamente a los otros enanos mientras su canosa barba temblaba por la intensidad de su odio—. Os oí decir algo sobre huevos de dragón y hembras draconianas. ¿Qué era eso? ¿Qué habéis encontrado?
Selquist suspiró. Se sentía muy cansado y desanimado. Al día siguiente, después del reparador sueño de varias horas y un buen desayuno, podría ocuparse de Milano, pero esa noche todo le daba igual. Además, la idea de los vecinos siguiéndolo a todas partes, vigilando todos sus movimientos, no se le iba de la cabeza.
—Barreno, explícaselo tú —dijo con voz débil.
—¿La verdad? —Su amigo no estaba muy seguro de qué se esperaba de él.
Selquist volvió a suspirar y asintió con la cabeza.
—De acuerdo. Espero que sepas lo que haces. Este libro —Barreno dio unos golpecitos con la mano en el volumen— es un relato de una partida de daewars que estuvo en Neraka, durante la Guerra de la Lanza. Hallaron todo tipo de tesoros que los Señores de los Dragones habían acumulado. No sólo eso, sino que también hallaron algunos huevos que no habían eclosionado. Eran de hembras draconianas. Al parecer, los grandes hechiceros crearon las hembras, pero después decidieron que sería mejor para todos si los draconianos no procreaban, de modo que los conjuros para que eclosionaran los huevos no se llevaron a cabo.
—¡Gracias a Reorx! —dijo Milano. Dirigió una mirada severa a Selquist—. ¿Qué habías pensado hacer exactamente con esos huevos?
—Venderlos, por supuesto —respondió Selquist, encogiéndose de hombros—. ¿Por qué? ¿Qué habrías hecho tú con ellos, Cernícalo? ¿Unas tortillas?
—Exacto, eso es lo que pienso hacer, tortillas —dijo el jefe de combate con tono maligno al tiempo que apretaba el puño y lo descargaba sobre la mesa con tal fuerza que a punto estuvo de partirla—. ¡Voy a romper todos esos huevos malditos de los dioses! ¡Me ocuparé de ello personalmente!
—¿Qué? ¡No, no puedes hacer eso! —Selquist lo miraba de hito en hito, sin poder creer que alguien fuera tan estúpido—. ¿Es que no te das cuenta de lo que podríamos sacar vendiéndolos? No sería mucho si ofreciéramos todo el lote en un mercado —admitió—, ¡pero los draconianos pagarían lo que hiciera falta! ¡Lo que hiciera falta, Milano! ¡Con tu centésima parte serías más rico que el gran thane!
—Tú, avaro, codicioso ladrón, freza de daergar —gruñó Milano—. Venderías a tu propio padre si supieras quién fue. Si nacen esas hembras se unirían a los machos y procrearían pequeños draconianos. ¡Y esos pequeños crecerían hasta ser draconianos adultos y se apoderarían del mundo!
—¡Vaya! —exclamó Selquist, con los ojos muy abiertos—. ¿Así es como se hacen los bebés, Cernícalo? No tenía ni idea.
—Voy a ir por ellos —continuó el jefe de combate—. Veinte de mis mejores soldados me acompañarán y destruiremos esos huevos. ¿Qué te parece?
—Bien —contestó Selquist con indiferencia—. Necesitamos que alguien cargue con el tesoro. Claro que serás tú quien tendrás que repartir tu parte con ellos puesto que eres el que los lleva.
Milano soltó un gruñido.
—¿Quién ha dicho que vayas a venir tú? —replicó—. Entrégame el mapa.
—No te servirá de mucho —repuso Selquist con una dulce e inocente sonrisa—. A menos que tengas planeado pedirles a los holgars que hagan el favor de abrir el acceso a su montaña y te dejen pasar. Soy el único que conoce el camino secreto para entrar en Thorbardin.
La mueca retorcida de Milano desapareció poco a poco. El jefe de combate frunció el ceño y empezó a mascullar y rezongar en voz baja, intentando encontrar la forma de salir de esta situación.
Selquist alisó las arrugas de la camisa y tiró de la cinturilla de los pantalones para subirlos un poco al tiempo que aprovechaba para comprobar si el mapa seguía en el mismo sitio donde lo había escondido. Allí estaba. Luego sonrió al desconcertado Milano.
—¿Quieres decir que este tesoro, estos huevos están en… en… —Le costaba trabajo pronunciar el detestado nombre, y finalmente lo hizo como si escupiera la palabra—: Thorbardin?
—Sí, Cernícalo, eso es lo que quiero decir. Conozco un camino para entrar, un camino secreto… que no está en el mapa. Así que supongo que, a menos que quieras ir a llamar a la Puerta Sur, será mejor que me lleves contigo. Y también a mis amigos —añadió.
—No estoy seguro de que pueda ir —intervino Mortero de repente—. Verás, le prometí a Reorx que si me ayudaba a escapar de esos caballeros negros no volvería a robar, y Él me ayudó. En fin, creo que me ayudó. Quizá fue Él quien envió a los draconianos… —Selquist le lanzó una mirada de advertencia—. Oh —dijo, y cerró la boca.
La penetrante mirada de Milano iba de uno al otro.
—Así que vuestros amigos draconianos os ayudaron a escapar, ¿no? Y, a cambio, les entregasteis el mapa. Ahora lo veo claro. ¡También ellos van tras lo mismo!
La ceja izquierda de Selquist se arqueó. El enano estuvo a punto de hablar, pero se mordió la lengua y, para disimular el hecho de que iba a decir algo, se frotó la rala barba con tanta fuerza que parecía que quisiera arrancársela.
—Nos adelantaremos a ellos —declaró Milano con tono solemne—. Partiremos al alba. Y tú —sacudió el puño delante de la cara de Selquist— ¡llámame Milano! ¡Milano! ¿Lo has entendido?
Dicho esto y tras lanzar otro gruñido, el jefe de combate se marchó.
—En fin —suspiró Barreno—, enfócalo de este modo: tendremos ayuda para traernos todo el botín. Estaba preguntándome cómo… ¡eh!
—¡Cierra el pico! —lo cortó Selquist, que acababa de vaciar una jarra de cerveza caliente sobre la cabeza de su amigo.
Habiendo dejado claro lo que pensaba del filosófico punto de vista de Barreno, Selquist soltó la jarra bruscamente en la mesa y se dirigió a su habitación.
Regresó al cabo de un momento, vestido con su armadura de cuero y su yelmo, y llevando algo en la mano. Se encaminó hacia la puerta principal, o lo que quedaba de ella.
—¿Adónde vas? —demandaron los otros, atónitos.
—Fuera —gruñó—. No me esperéis levantados.
Sus tres compañeros se asomaron a la ventana; lo vieron cómo enfilaba calzada adelante y salía del pueblo. Lo estuvieron mirando hasta que se perdió de vista.