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Kang tenía sus razones para luchar de una manera tan condenadamente estúpida. Unas razones de las que hacía partícipes a los hombres que estaban a su mando una y otra vez. Pero necesitaban que se las recordara de vez en cuando.

Los draconianos que estaban en la muralla bajaron y se dirigieron con pasos cansinos al centro del recinto, donde se estaban reuniendo los soldados. Poco después, todas las tropas a las órdenes de Kang estaban dispuestas en una formación de cuatro filas, y el comandante se dirigió a ocupar su puesto, frente a ellas. Slith dio una orden y los soldados se pusieron firmes.

El sol matinal, una bola roja y ardiente que tenía el mismo aspecto que los ojos del comandante aquel día, se asomó al recinto. El resplandor rojizo se reflejó en las escamas de los draconianos, escamas que evidenciaban el tipo de dragón del que cada uno de ellos descendía mediante un repulsivo nacimiento. Los rayos del sol brillaban en las broncíneas escamas de los baazs. Slith, un sivak, emitía reflejos plateados. Al salir de las sombras de la cabaña de mando al iluminado recinto abierto, las propias escamas de Kang brillaron con tonos cobrizos. Era un bozak, unos de los pocos que había en la tropa y, que él supiera, tal vez uno de los pocos que quedaban en el mundo.

«Hombres-lagarto» era el término despectivo que los humanos utilizaban para referirse a los draconianos, un insulto que hacía que las escamas de Kang se crisparan cada vez que el comandante lo oía. Sus tropas guardaban tanta semejanza con los lagartos como los humanos con los… bueno, los monos, por ejemplo. Los draconianos tenían mucho más parecido con sus progenitores, los dragones.

El draconiano de menor talla medía un metro ochenta; el propio Kang alcanzaba los dos metros diez. Caminaban erguidos sobre unas poderosas piernas, y sus garrudos pies no necesitaban ningún tipo de calzado. Las manos, también con garras, manejaban con pericia las armas de guerra. Todos los draconianos, a excepción de los auraks (que no se llevaban muy bien con sus congéneres draconianos y por ende tendían a ser criaturas solitarias) tenían alas. Estos apéndices les permitían planear distancias cortas o mantenerse suspendidos en el aire. Los sivaks, de hecho, podían volar. Los ojos de los draconianos relucían con un brillo rojizo, y sus largos hocicos estaban llenos de afilados dientes.

Los draconianos eran inteligentes, mucho más que los goblins. Esta cualidad de la nueva raza ocasionó un problema durante la guerra, ya que muchos de los draconianos demostraron ser bastante más perspicaces que los humanos que los tenían a su mando. Los bozaks, como Kang, tenían un talento innato para la magia, similar al que poseían sus condenados progenitores. Y, aunque los draconianos habían sido creados con un solo objetivo —destruir cualquier fuerza que se les opusiera—, cuanto más tiempo pasaban en el mundo, mayor era su necesidad de formar parte de él.

Kang se tomó unos segundos para contemplar a sus tropas con orgullo; un orgullo que, en la actualidad, parecía ir mezclado siempre con un sentimiento de pesar. Hubo un tiempo en que eran seis las hileras de soldados que formaban ante su comandante, pero ahora se habían reducido a cuatro. Cada vez que pronunciaba este discurso, eran menos los que lo oían.

Echó una mirada de soslayo a Gloth, que estaba con el Pelotón de Apoyo en la parte de atrás. También localizó al soldado que había cogido una ballesta desobedeciendo las órdenes.

—¡Hoy luchasteis bien, soldados! —empezó Kang alzando la voz—. De nuevo hemos obligado al enemigo a replegarse, sin sufrir bajas. —No mencionó la pérdida de las ovejas—. Ha llegado a mi conocimiento, sin embargo, que muchos de vosotros estáis descontentos con la forma en que se están llevando las cosas aquí. Ya no formamos parte del ejército, pero todos estuvimos de acuerdo en que nuestra única esperanza de supervivencia estaba en mantener la disciplina. Me elegisteis como vuestro comandante, una responsabilidad que tomo muy en serio. Bajo mi dirección, hemos resistido aquí durante veinticinco años. No ha sido una existencia fácil, pero para nosotros la vida nunca lo fue.

»A pesar de ello, nos las ingeniamos para construir esto. —Kang señaló las ordenadas hileras de cabañas construidas con troncos de pinos que se alzaban dentro del recinto—. Este pueblo nuestro es el primer asentamiento construido por los de nuestra raza.

«El primero y el último», oyó Kang en su interior decir a una vocecilla.

—Quiero recordaros —continuó en tono más bajo— las razones por las que dejamos el ejército. Las razones por las que vinimos aquí.

En la tropa reinaba un silencio absoluto, sin que se produjera el más leve chasquido de una escama ni el menor tintineo de una cota de malla.

—Nosotros, la Brigada de Ingenieros del primer ejército de los Dragones, podemos enorgullecernos de nuestra hoja de servicio en la Guerra de la Lanza. El propio lord Analtas nos elogió por nuestras meritorias acciones. Permanecimos leales a nuestra Oscura Majestad incluso durante los malos momentos en Neraka, cuando nuestros líderes olvidaron su noble misión y se volvieron los unos contra los otros.

El comandante hizo una pausa para rememorar la historia.

—Recordad aquellos tiempos, soldados, y aprended de ellos. Nuestros ejércitos habían logrado, por un golpe de suerte, capturar a la elfa conocida como el Áureo General, la joven que dirigía las tropas de las llamadas fuerzas del Bien. ¿Y qué hicieron nuestros comandantes con ella? En lugar de cortarle el cuello, que habría sido lo lógico, organizaron un ostentoso montaje para exhibirla y para diversión de su Oscura Majestad. Como hasta un kender habría podido pronosticar, un grupo de sus dispares amigos, dirigidos por un semielfo bastardo, se presentó allí para rescatarla. En la lucha por la Corona del Poder, lord Ariakas provocó su propia muerte. Un tipo que tenía incrustada en el pecho una gema verde se ensartó en una roca y el templo se desplomó, echando también por tierra las ambiciones de la Reina Oscura.

»Todos recordáis aquellos tiempos —prosiguió Kang, endureciendo la voz—. ¡Nuestros comandantes humanos nos ordenaron combatir hasta la muerte en tanto que ellos se daban a la fuga! Muchos de los nuestros perecieron aquel día. Elegimos obedecer, a pesar de que algunos habíamos previsto el terrible final. En lo que a nosotros se refiere, esos comandantes humanos perdieron, por su estupidez y su avaricia, su derecho a dirigirnos. Nos marchamos y dejamos la guerra para aquellos que la habían malogrado. Me elegisteis como vuestro cabecilla y, bajo mi mandato, nos encaminamos hacia el sur buscando un lugar donde escondernos, un lugar donde vivir.

»“El Mal se vuelve contra sí mismo”, o es lo que dicen los condenados Caballeros de Solamnia. Pero eso no reza para la Brigada de Ingenieros. —Kang hablaba con creciente orgullo—. Combatimos como una unidad conexa durante años. Éramos soldados disciplinados, acostumbrados a obedecer órdenes, y teníamos una nueva ambición. Una ambición que nació en el humo y el fuego de la batalla. Estábamos hartos de matar, de asesinar, de sembrar destrucción arbitrariamente. Sentíamos la necesidad de construir, de establecernos, de dejar tras nosotros algo de nuestro paso por el mundo. Algo duradero y permanente.

»Recordáis aquellos tiempos, y cómo nos persiguieron los caballeros. Nos encaminamos hacia las montañas Kharolis, desde antiguo un refugio para exiliados y proscritos. Por fin llegamos allí, pero nos encontramos con que la región estaba bajo el control del reino enano de Thorbardin. Los Caballeros de Solamnia no estaban dispuestos a que los mataran por lo que ya no era un asunto de su competencia, así que dejaron que los enanos se encargaran de nosotros y regresaron a su tierra para celebrar la gloriosa victoria.

»Podríamos haber acabado mal, pero éramos relativamente pocos y no representábamos una amenaza seria para el reino subterráneo de Thorbardin, fuertemente fortificado. Así que los Enanos de las Montañas no vieron razón para arriesgar sus vidas dándonos caza.

»Acampamos en este valle al abrigo de las colinas, entre el monte Celebund y el monte Dashinak. Nuestro primer objetivo fue construir la muralla, de manera que nuestro campamento se convirtió en una fortificación, y ésta, a su vez, se convirtió en un pueblo.

Kang suspiró profundamente.

—Sólo tenemos un problema, y es que los draconianos no somos labriegos. No crece nada de lo que plantamos, ninguna semilla que sembramos echa fruto.

No se extendió en esto, ya que todos conocían bien la situación. Los fútiles intentos de hacer que creciera algo en el yermo suelo era una cruel metáfora de sus propias vidas. Eran criaturas nacidas de la magia, y no existían hembras draconianas. Los actuales representantes de su raza serían los primeros y los últimos que sentirían en sus escamas la cálida caricia del sol de Krynn.

—Hace mucho que habríamos muerto de hambre de no ser por los Enanos de las Colinas —admitió Kang.

El pueblo de los enanos estaba localizado en la otra cara del valle, en la ladera del monte Celebund. Durante el invierno, cuando escaseaba la caza mayor y los draconianos se enfrentaban a la hambruna, hacían lo que fuera necesario para sobrevivir, entre otras cosas, asaltar la despensa de sus vecinos.

—Sé que recordáis aquellas primeras incursiones —dijo Kang con expresión sombría—. Fueron enfrentamientos sangrientos para ambas partes, aunque los enanos salieron peor parados. Con nuestra experiencia y nuestro tamaño superábamos incluso a sus mejores guerreros. Con todo, éramos nosotros los que estábamos en desventaja, ya que cuando uno de los nuestros cae, cae para siempre. No habrá quien lo reemplace… nunca.

Antes de la Guerra de la Lanza, los clérigos de Takhisis desarrollaron el arte arcano de corromper los huevos de los Dragones del Bien, transformando al dragón nonato en una hueste de seres monstruosos. Mediante distintos conjuros y hechizos, el perverso clérigo Wyrllish, el Túnica Negra Dracart y el vetusto Dragón Rojo Harkiel el Corruptor crearon la raza guerrera que tanto precisaban los ejércitos de Takhisis: la draconiana.

La nueva progenie de los dragones demostró ser tan sobresaliente en fuerza física, inteligencia y astucia que sus creadores empezaron a temerla. Lord Ariakas llegó a la conclusión de que los comandantes podrían controlar a los draconianos sólo si controlaban también su número. En consecuencia, él y los demás Señores de los Dragones prohibieron que se crearan hembras y así nunca podrían procrear. De modo que el número de las tropas de élite de los Señores de los Dragones era finito. Presumiblemente, cuando la guerra terminara con la victoria de la Reina de la Oscuridad ya no se necesitaría a los draconianos; además, para entonces, la mayoría habría muerto.

—Vi morir a los nuestros luchando contra los enanos —dijo Kang—, y supe que, con el tiempo, dejaríamos de existir como raza. Desde luego que podríamos haber acabado con los Enanos de las Colinas, pero después ¿qué? ¿Quién se ocuparía de los campos de trigo? ¿Quién criaría las ovejas? ¿Quién —Kang se pasó la lengua por los dientes— destilaría ese elixir de los dioses llamado aguardiente enano? ¡Nos moriríamos de hambre! ¡Y, lo que es peor, nos moriríamos de sed!

»Los otros oficiales y yo discurrimos una posible solución, y en nuestra siguiente incursión ordené dejar aquí todas las armas. Ya sabéis lo que pasó. Cogimos el mismo número de hogazas de pan, la misma cantidad de gallinas, y (lo más importante) nos llevamos la misma cuantía de aguardiente enano que en el primer ataque, pero no tuvimos bajas.

»Nos abrimos camino para entrar y salir de su pueblo valiéndonos de nuestros puños, nuestras colas y un poco de magia. No hubo muertos en ninguno de los dos bandos, sólo algunos huesos rotos y muchas magulladuras, pero se curaron. Y, con gran satisfacción por mi parte, comprobé que en el asalto que los enanos llevaron a cabo un mes después tampoco portaban armas. Así nació una tradición, un acuerdo tácito entre las dos comunidades.

»Sé que resulta frustrante —admitió Kang—. Sé que nada os gustaría más que arrancarle la cabeza a un enano y metérsela a empujones por el cogote. Siento lo mismo que vosotros, pero no podemos satisfacer nuestro deseo.

»¿Entendido? Entonces, romped filas.

—¡Tres hurras por el comandante! —gritó Slith.

Las tropas vitorearon con bastante entusiasmo, ya que respetaban y admiraban a su cabecilla. Kang se había esforzado para ganarse ese respeto, bien que ahora se preguntaba si realmente lo merecía. Oh, había sido un buen discurso, sin duda; pero, a pesar de todo lo dicho, ¿qué victoria habían alcanzado los draconianos en realidad? Vivir tras una muralla, luchar constantemente por la supervivencia, y todo ello ¿para qué?

Sólo vivían para emborracharse todas las noches y contar las mismas malditas historias de guerra una y otra vez.

Sumido en un estado taciturno, Kang se preguntó por qué se tomaban siquiera la molestia.

Regresó caminando con desgana a su cabaña para recuperarse de la resaca.

Una hora después Slith llamaba a la puerta.

Los aposentos de Kang se encontraban en el edificio administrativo principal situado en el centro del pueblo. Los de Slith estaban en el ala opuesta del mismo edificio, en tanto que la armería y el cobertizo de herramientas se ubicaban en la parte trasera.

La vivienda de Kang consistía en una sala grande de reuniones, con un pequeño dormitorio contiguo. No era lujosa, pero sí cómoda. Una lámpara de aceite —de manufactura enana— se encontraba sobre una mesa vacía. Kang estaba sentado en la silla, de cara a la puerta. Había una jarra de cerveza preparada para Slith, y Kang se había servido otra para él.

—Buen discurso el de hoy, señor —dijo el lugarteniente cuando entró.

El comandante asintió con la cabeza, ya que no estaba de humor para hablar. Por fortuna, sabía que Slith charlaría por los dos.

—Tenéis razón, señor. No está tan mal la vida que llevamos. Los enanos nos atacan, se llevan unas cuantas ovejas y todas las armas a las que pueden echar mano, y después vamos nosotros y los asaltamos y nos llevamos aguardiente y cerveza, herramientas y pan. Cada vez que nos atacan, les damos una buena tunda y los hacemos retroceder, y yo vengo a tomarme una cerveza aquí. Lo creáis o no, señor, encuentro un gran consuelo en eso. Sé lo que puedo esperar de la vida.

—Supongo que tienes razón. —Kang se encogió de hombros, el gesto lúgubre—. A pesar de todo, sigo pensando que debería haber algo más que esto.

—Sois un guerrero nacido de dragones —comentó Slith mientras asentía con expresión entendida—. Echáis de menos el campo de batalla, el dirigir tropas en una lucha a vida o muerte, en busca de la gloria.

Kang tomó un sorbo de cerveza mientras reflexionaba sobre las palabras de su ayudante.

—No, no lo creo —dijo al cabo—. Lo que pasa es que tengo la sensación de no estar llevando a cabo nada, de no tener un propósito. Ninguno de nosotros sabe cuántos años vamos a vivir, pero no será para siempre. ¿Qué quedará después de que nos hayamos ido? Nada. Somos los últimos de nuestra raza.

Slith se echó a reír.

—¡Señor, a veces podéis ser el bastardo más depresivo que me he echado a la cara! ¿Qué importa lo que ocurra después de que hayamos muerto? ¡Ya no estaremos aquí para notar la diferencia!

—Brindo por eso —repuso Kang sin entusiasmo, y echó un buen trago de su cerveza.

El lugarteniente esperó unos instantes para ver si a su comandante le mejoraba el humor, pero Kang siguió sumido en la melancolía. Se quedó mirando fijamente la cerveza y a las moscas que zumbaban alrededor del trapo con el que se había limpiado la cara manchada con el huevo podrido.

—Os veré en la cena, señor —dijo Slith, que dejó solo al comandante con su sombrío estado de ánimo.

Kang dejó a un lado la armadura y el correaje. Por la fuerza de la costumbre limpió la espada, aunque no estaba manchada, antes de envainarla, y colgó el talabarte en un gancho cerca de la puerta.

Se fue a la cama para descansar durante las bochornosas horas diurnas; hacía un calor inusitado para mediados de verano en las montañas. No durmió, pero permaneció tumbado con los ojos abiertos, contemplando el techo. Slith tenía razón.

—¿Qué importa lo que ocurra después de que hayamos muerto? —les preguntó Kang a las zumbantes moscas—. Sí, ¿qué puede importar?