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Al comprender las consecuencias de lo que acababa de decir, Barreno empezó a chillar.
—¡Luz, necesitamos luz! —ordenó Selquist mientras se levantaba del suelo.
Oyó ruidos de frenética agitación, de tantear en la oscuridad en busca de la antorcha, y después el sonido de unas manos nerviosas en un fallido intento de prender un chisquero. Luego brilló una chispa, y la única antorcha que tenían se encendió.
Los enanos se dirigieron hacia el arcón y vieron confirmados sus peores temores.
Todos los huevos mostraban una red de grietas sobre su superficie.
Los enanos contemplaron, paralizados por la impresión, cómo el primero de los huevos —uno dorado— se partía y se abría. Una cabeza pequeña, semejante a la de un lagarto, emergió a través de la cáscara rota, debatiéndose para salir. Abrió la boca y chilló; al hacerlo, relucieron hileras de dientes afilados como cuchillas. A su lado, asomaron más cabezas.
—¡Reorx bendito nos asista! —exclamó Mortero.
—Ni Reorx bendito ni nada —gritó Vellmer, que a pesar de estar vapuleado y lleno de moretones a causa del encontronazo contra la pared se había puesto de pie y en movimiento—. Tendremos que salvarnos nosotros mismos. Acabemos con esos asquerosos bichos, muchachos. ¡Matémoslos ya! ¡Deprisa! ¡Cuando salgan buscarán comida, y esa comida somos nosotros!
Los enanos agarraron las espadas y avanzaron hacia el arcón.
Los huevos eclosionaron. Los enanos no podían contarlos todos, pero debía de haber un centenar de minúsculos draconianos tratando de incorporarse sobre sus temblorosas patas, y con las minúsculas alas, todavía húmedas, pegadas a la espalda. Al ver a los enanos, las criaturas abrieron las fauces, pidiendo comida. El conjuro que las había protegido durante todos estos años se había roto, y estaban indefensas, tan vulnerables como cualquier recién nacido.
Los enanos enarbolaron las armas.
—¡Quietos! —tronó una voz profunda, chirriante, a sus espaldas—. No mováis un solo músculo. El primero que parpadee siquiera es enano muerto.
Los enanos se quedaron inmóviles, con las armas temblándoles en las manos. Echaron una mirada por encima del hombro.
Quince draconianos se encontraban en la entrada de la cámara, y cada uno de ellos blandía una espada.
—Apartaos del arcón —ordenó el corpulento draconiano que parecía ser el cabecilla.
Vellmer gruñó de rabia, dispuesto a desafiarlos. Volvió de nuevo la cabeza hacia el arcón, con la espada levantada sobre los huevos eclosionados.
—¡Haz lo que quieras, maldito draconiano! ¡Estamos atrapados aquí abajo, así que de todas formas podemos darnos por muertos! ¡Pero al menos me llevaré por delante a vuestras diabólicas crías!
—No estáis atrapados —fue la sorprendente respuesta—. Tirad las armas y alejaos del arcón. Dejad que nos ocupemos de las crías y nosotros os mostraremos la salida.
—¡Detente Vellmer, maldito idiota! —Selquist se abalanzó sobre el maestro destilador, le agarró el brazo con el que blandía la espada y se la arrebató tras un forcejeo—. ¿Es que no has oído lo que ha dicho? ¡Nos mostrarán la salida!
Poco a poco, los otros enanos bajaron sus armas y, de mala gana, se volvieron de cara a sus viejos enemigos.
—¿Cómo vamos a fiarnos de vosotros? —preguntó Vellmer al draconiano corpulento.
—¡Nos fiamos de ellos, nos fiamos de ellos! —le susurró Selquist al oído, pero el maestro destilador hizo caso omiso de él.
—Tiramos las armas y entonces nos matáis a todos para alimentar a vuestras diabólicas crías.
—Me llamo Kang —dijo el draconiano—. Estoy al mando de la Primera Brigada de Ingenieros. Estamos hartos de matanzas y lo único que queremos es coger a nuestras crías y vivir en paz. Os doy mi palabra.
Vellmer resopló con desprecio.
—Claro que viviréis en paz. Hasta que esas hembras draconianas crezcan y os apareéis con ellas, y entonces habrá más lagartos como vosotros e invadiréis todo el valle. ¿Qué pasará con nosotros entonces? ¿Qué será de nuestra gente?
Los otros enanos murmuraron en voz baja su conformidad con este razonamiento.
—Sería mejor para los nuestros que todos muriéramos aquí —siguió Vellmer en tono sombrío—. Del primero al último, antes que ver llegar ese terrible día. Y, maese Kang, si eres tan sincero como pretendes, entonces no puedes decirme que tal cosa no ocurrirá.
El gran draconiano se quedó pensativo, silencioso. También los enanos guardaron un silencio sombrío, dispuestos a llevar a cabo la promesa de su líder y morir. Los draconianos aguardaban expectantes, callados, listos para matar a los enanos si se lo ordenaban. Lo único que se oía eran los chillidos y gorjeos de las hambrientas crías.
—Tienes razón, enano —dijo Kang con tono grave—. No podría garantizar que lo que has dicho no llegue a ocurrir. Conozco a los míos. Por naturaleza somos crueles y agresivos. Querríamos extendernos y estaríais en nuestro camino. —Levantó la espada y adelantó un paso.
Los demás draconianos cerraron filas tras él.
Vellmer empezó a acercarse al arcón de las crías. Probablemente mataría a muchas antes de que los draconianos se le echaran encima.
Selquist vio que todas sus esperanzas, sus sueños, su castillo en Palanthas, se derrumbaban a su alrededor, e hizo un último y desesperando intento.
—¡Podríais trasladaros! —barbotó lo primero que se le vino a la cabeza.
Kang se paró y lo miró fijamente.
—¿Qué has dicho?
—Que podríais marcharos del valle —repitió Selquist. De repente, la idea le parecía buena. No era de extrañar, ya que se le había ocurrido a él—. ¡Sí, mudaros a otro sitio! ¡A cualquier parte! ¿Por qué no hacia el norte?
—No está mal pensado, señor —dijo otro draconiano que estaba justo detrás de Kang—. Con la guerra en pleno apogeo, en medio de tanta confusión, podríamos escabullirnos hacia el norte a través de las montañas sin que nadie nos descubriera.
—Hay disponibles montones de propiedades de primera categoría, sobre todo en los alrededores de Neraka —añadió Selquist—. Ciudades abandonadas esperando que alguien emprendedor, como tú, entre en ellas y las reclame como suyas. Y planes de remodelación urbana. ¡Quizá conseguiríais que os concedieran una subvención! ¡Así podríais extenderos cuanto quisierais! ¿Qué, trato hecho? —preguntó anhelante.
Kang lo pensó un momento.
—Sí, trato hecho —respondió después.
—¿Vellmer? —inquirió Selquist.
El maestro destilador luchó consigo mismo un momento.
—Si aceptan abandonar el valle, entonces, trato hecho —dijo luego a regañadientes.
Los enanos bajaron las armas y se apartaron del arcón. Los draconianos también depusieron su actitud amenazadora y se alejaron de los enanos.
Selquist, que había contenido la respiración hasta casi asfixiarse, soltó el aire con un gran suspiro de alivio.
Kang se acercó al arcón y se agachó para contemplar a las crías recién nacidas. Ahuecando las manos, cogió a una de ellas con todo cuidado. La pequeña criatura llevaba pegados trocitos de cáscara de huevo; se retorció entre sus manos y abrió la boca para que la alimentaran. Kang soltó a la hembra en el arcón, junto a sus hermanas.
—Los dragones de fuego han sido destruidos —anunció—. Nuestra soberana lo quería, eso significa que los héroes podrán derrotar a Caos, y el mundo estará a salvo. Por primera vez en nuestra historia hay esperanza para nuestra raza. Cuando muramos, habrá jóvenes que ocupen nuestro lugar. Ahora que tenemos un futuro, podemos empezar a disfrutar del presente.
Otros draconianos se agruparon detrás de su cabecilla y, con cuidado, cogieron a las pequeñas hembras. Las crías se acurrucaron contra los draconianos adultos que las sostenían, buscando su calor.
—Mirad, señor —dijo uno de ellos—. ¡Creo que ya le gusto!
El corpulento draconiano asintió con la cabeza, demasiado conmovido para hablar.
Al parecer, hasta los enanos estaban emocionados; rebulleron azorados y se miraron de reojo los unos a los otros, simulando indiferencia, como si aquello les importara un bledo, si bien no perdían detalle y sonreían, con cuidado de disimular el gesto bajo las barbas. Los draconianos no habían sido unos malos vecinos. En realidad, no. Y aún serían mejores cuando se encontraran a varios cientos de kilómetros de distancia.
Los draconianos, con toda clase de cuidados y gran cariño, volvieron a poner a las crías en su nido de paja.
Kang impartió órdenes para el traslado del arcón. Dos de los draconianos lo levantaron.
—Preparados para partir —anunció Kang—. Vosotros, enanos, podéis seguirnos.
Vellmer, que parecía en cierto modo avergonzado, se rascó la barba.
—Lamento lo de haber prendido fuego a vuestro pueblo —dijo luego de sopetón.
—¿De veras? —Kang estaba sorprendido.
—Sí —continuó el maestro destilador—. Y si, en el futuro, necesitáis aguardiente… bueno… me lo decís y os haré un buen precio.
—Gracias por tu oferta —respondió Kang con expresión seria—, pero ahora tenemos responsabilidades, y no creo que volvamos a necesitar aguardiente. No obstante, llegado el caso —se apresuró a añadir para no quedarse atrás en cortesía—, sabemos que el tuyo es el mejor, y os lo compraremos a vosotros.
Vellmer enrojeció de placer por el cumplido.
—El secreto son los hongos —le confió a Kang mientras salían juntos de la cámara del tesoro—. Hay que cogerlos a media noche, y entonces se…
Caminó túnel adelante al lado de Kang, ilustrando al draconiano sobre el exquisito arte de la destilación.
Los demás enanos recogieron las cosas y se prepararon para partir llevándose consigo todo cuanto podían cargar del tesoro, y aún más. Majador casi no podía moverse, y todo él tintineaba al andar. Barreno, cubierto de la cabeza a los pies con joyas, se esforzaba por decidir qué valioso collar regalar a cuál de sus muchas novias. Todos iban doblados por el peso de la carga, salvo Selquist.
—Barreno —empezó—, ¿me echas una mano…?
—No —respondió su amigo—. Esta vez tendrás que cargar con tu parte.
—Eh… Majador —lo intentó Selquist con su otro compañero—. Si no es mucha molestia…
—Olvídalo. Ya llevo todo cuanto puedo cargar.
—Oye, Mortero, ya sabes que tengo mal la espalda. Me la romperé si…
—¡Bah! —fue la respuesta de su amigo, que lo dejó con la palabra en la boca y echó a andar.
Selquist se sumió en hondas reflexiones un instante, y después se acercó a un draconiano.
—¿Cómo te llamas? ¿Gloth? Bien, pues, Gloth, eres un draconiano muy fornido, ¿verdad? Apuesto a que podrías levantar ese cofre lleno de monedas de acero sin ningún esfuerzo y probablemente serías capaz de llevarlo hasta Palanthas sin notar el peso. Eh… Da la casualidad de que sé dónde hay una ciudad abandonada que sería perfecta para ti y tus crías. Está al suroeste de Nordmaar. Podrías hacerme el favor de llevarme ese cofre y yo te diría cómo llegar allí. Verás —continuó Selquist—, tengo un mapa que…
FIN