12
Los cuatro viajaron hacia el norte por la calzada séptima. Nadie los paró ni les prestó mucha atención. Casi todos los holgars con los que se cruzaron parecieron no darse cuenta siquiera de su existencia, aunque algunas matronas enanas cruzaron la calle mientras se recogían las faldas para no rozarse con los sucios deshollinadores. De hecho, la comitiva de una boda se detuvo el tiempo suficiente para que la novia le diera la mano a Selquist, ya que era de todos conocido que estrechar la mano de un deshollinador traía suerte. Los amigos se alejaban, llevando casi a rastras a Barreno, que se comía con los ojos a la recién casada, cuando, al girar una esquina, cuatro enanos inusitadamente altos que vestían unos petos muy ornamentados y llevaban hachas de guerra en los cintos aparecieron caminando en su dirección, como si fueran a abordarlos.
Barreno llegó a la conclusión de que los habían descubierto y los iban a arrestar, así que, lanzando un gemido, empezó a ponerse de rodillas con intención de arrojarse a sus pies y rogar su clemencia.
—¿Qué hace ese idiota? —siseó Selquist—. ¡Mortero, haz que se levante! ¡Majador, tráelo aquí!
Entre los dos hermanos, uno por delante y otro por detrás, levantaron a la fuerza a Barreno, y Selquist condujo a su equipo hacia un portal.
Un carruaje de mano, hecho de madera y adornado con un escudo de armas, del que tiraban dos desharrapados enanos, apareció rodando por el otro lado de la calzada. Otros dos enanos, mucho más orondos que sus otros congéneres y mucho mejor ataviados, caminaban a cada lado del carruaje. Los enanos bien vestidos —que además lucían al cuello gruesas cadenas de oro— se atusaban las lustrosas barbas mientras charlaban con voces retumbantes.
Los guardias armados dedicaron una mirada desconfiada a los cuatro deshollinadores, pero pasaron ante ellos sin abordarlos.
—No es nada, probablemente son recaudadores de impuestos —dijo Selquist en un precipitado susurro—. No van tras nosotros.
El carruaje, muy cargado con bolsas llenas a reventar, pasó rodando.
—Apuesto a que están llenas de oro y acero —dijo Majador, melancólico.
Selquist husmeó el aire como un perro de presa, encogiendo la nariz.
—Oro, creo. Con algo de acero entre medias, y un par de lingotes de plata. No quieren nada de nosotros, de eso no cabe duda. Aun así, éste es un ejemplo de la opulencia que hay aquí. Nos dirigimos hacia un lugar donde habrá riquezas para todos nosotros. No os separéis de mí y algún día todos vosotros, también tú, Barreno, llevaréis una cadena de oro al cuello.
—Sí, o un nudo corredizo —susurró Majador con gesto sombrío a su hermano. Aquellas hachas de guerra le habían puesto los nervios de punta.
Los Enanos de las Colinas siguieron caminando, agradecidos de que Selquist supiera hacia dónde iban. (Al menos, esperaban que lo supiera). Dentro de la montaña, sin ver el sol, habían perdido todo sentido del paso del tiempo y de la orientación. Mortero suponía, por los retortijones de su estómago, que hacía bastante que había pasado la hora de comer.
—¿Dónde está la cerveza que nos prometiste? —le preguntó a Selquist con tono gruñón—. ¿Y qué hay de la comida?
—Pronto, pronto —repuso Selquist—. Seguid caminando; tenemos que estar allí antes de la noche.
—Aquí es siempre de noche —dijo Barreno, pero ninguno le hizo caso.
La calzada séptima terminaba en un edificio. Allí se cruzaron de nuevo con el carruaje de madera; el contenido se estaba cargando en otro carruaje más grande, tirado por lo que parecía un gusano gigante. Los enanos elegantes permanecían ligeramente apartados de los enanos trabajadores y seguían manteniendo una conversación intrascendente, aunque ninguno de los dos quitaba ojo del dinero de los impuestos.
—Ahora daremos un rodeo —anunció Selquist.
Los cuatro amigos se desviaron por una serie de túneles laterales que según Selquist pertenecían a los Suburbios Oeste; de allí salieron a la calzada tercera, por la que conectaron con la calzada segunda, una de las dos que partían de la Puerta Norte. Como era de imaginarse, esta calzada no estaba muy transitada salvo, quizá, por las ratas.
Los cuatro entraron en una parte de Thorbardin muy distinta de las otras que acababan de recorrer. El pasadizo estaba pobremente iluminado y alfombrado de escombros, además de oler muy mal. Unas grietas enormes se abrían a los pies de los amigos. Estas fisuras parecían deberse a terremotos, pero no habían sido reparadas, y quizá se habían dejado así adrede, para retrasar el avance de cualquier ejército invasor. Los precipicios se salvaban a través de unos burdos puentes, simples planchas de madera que podían retirarse rápidamente en una situación de amenaza.
Barreno se estremeció y tiritó mientras cruzaba sobre dichas planchas; por fin, y sólo muchas horas después de haber entrado en Thorbardin, llegaron a las afueras de la ciudad theiwar.
Los theiwars habitaban en varios niveles excavados a más y más profundidad en las entrañas de la tierra. Esta zona —a nivel del suelo para los otros holgars— era el nivel superior de la población theiwar.
Los theiwars no habían construido paredes; no había garitas ni barracones que marcaran la entrada a su territorio. Pero sí había guardias. Cuatro enanos, cada uno de ellos con un hacha de guerra en las manos, permanecían en la calzada, cortando el paso.
Llevaban ropas que parecían de desecho; las polainas y las túnicas eran disparejas y estaban ajadas. Tenían el cabello despeinado, y las barbas aparecían grasientas y con restos de comida. A uno de los enanos le faltaba un ojo; el párpado que cubría la cuenca vacía había sido cosido, y un pus amarillento rezumaba por debajo del costurón y escurría hasta la barbilla, dejando marcas en la barba. Las hachas que llevaban los theiwars eran de buena manufactura, con las hojas afiladas y relucientes a la luz de las numerosas antorchas.
Barreno, Majador y Mortero se apretaron unos contra otros y desearon no haber venido, pero Selquist saludó a los theiwars con un despreocupado:
—Buenas tardes, caballeros —y siguió caminando.
—Ni un paso más —dijo el theiwar que estaba más adelantado, aquel al que le faltaba un ojo—. ¿Qué os trae a la ciudad de Thorbardin, petimetres? ¿Dar una vuelta por los barrios bajos?
—Tranquilo, primo theiwar. No somos hylars. —Selquist adelantó otro paso y se restregó la cara para quitarse un poco de suciedad a fin de que el guardia lo viera bien.
Aunque tanto ellos como sus ropas llevaban encima el polvo del camino y el hollín de las tuberías, seguían ofreciendo un gran contraste con los theiwars, que a juzgar por su aspecto y olor parecían haberse bañado por última vez en la época de la Guerra de Dwarfgate.
—Somos daewars, y venimos para recibir las enseñanzas de Chronix. Soy su aprendiz, y me llamo Selquist.
Los cuatro theiwars armados discutieron el asunto en voz baja, y, cuando la conversación terminó, el enano tuerto se aproximó más a los compañeros y acercó su rostro al de Selquist.
—Eres daewar, desde luego, o es que nunca he olido uno, y sí que lo he hecho. Detesto el olor de los daewars. —Mientras hablaba pasó los dedos sobre el hacha.
—¡Nosotros no somos daewars! —protestó Barreno a pesar del intento de Selquist por advertirle con una mirada de alarma y una sacudida de la cabeza que se callara—. Somos neidars.
—Ah, ¿sí? —El theiwar dio un par de zancadas hacia él y ladeó la cabeza para mirarlo con el ojo sano—. Mal asunto, entonces, porque aunque los daewars no me gustan ni pizca siento un gran respeto por ellos. —El ojo reluciente se acercó más, así como la hoja del hacha—. Sin embargo, no siento el menor respeto por un neidar mierdero, y lo mismo le abriría la cabeza de un hachazo nada más echármelo a la cara.
Barreno retrocedió, buscando refugio entre sus compañeros, que a su vez intentaban meterse en la pared de piedra que tenían detrás.
Selquist soltó un suspiro, se adelantó y le palmeó la espalda al theiwar.
—Por Reorx, hombre, ¿es que no sabes entender una broma? Barreno es un guasón. ¡Neidars, ja, ja! ¡Ésa sí que es buena! Vaya, echa un vistazo a estos bribones. ¿Te parecen neidars?
—Más bien me parecen gullys —repuso el theiwar.
—Además, ¿qué iban a hacer unos neidars en Thorbardin? ¿Y cómo iban a entrar? Claro que, a lo mejor, crees que los hylars nos abrieron la gran puerta para que pasáramos.
Selquist soltó una carcajada, y sus compañeros, siguiendo su insinuación, se echaron a reír. Una risa algo forzada, pero risa al fin y al cabo.
—¡O puede que nos coláramos a través de una fisura de la montaña! —Selquist se carcajeó con más ganas.
Sus compañeros enmudecieron y le lanzaron un mirada funesta.
El theiwar se rascó la cabeza con la hoja del hacha.
—Supongo que tienes razón —dijo luego. Perdido todo interés por los otros tres, cosa que les causó un inmenso alivio, el guardia tuerto se volvió hacia Selquist—. Ya has estado antes aquí, ¿verdad?
—Como dije —asintió Selquist con la cabeza—, soy aprendiz de Chronix. Me ha instruido en el exquisito arte de la adquisición. Responderá por mí y por mi grupo. Bueno, si haces el favor de indicarme el camino a su casa…
—No vais a ninguna parte, primo daewar. —El theiwar dio un énfasis nada amistoso al término «primo»—. Os quedaréis aquí, y Chronix os hará llamar si quiere. No pienso dejar sueltos a cuatro daewars por Thorbardin. Esperad allí.
Señaló hacia un tugurio de aspecto infame que al principio los cuatro tomaron por un basurero, pero que resultó ser la taberna local. Selquist y sus amigos entraron arrastrando los pies, resbalando en cerveza derramada y tropezando en cacharros de loza rotos. El guardia theiwar envió a un mensajero en busca de Chronix, y después entró en el tugurio para no perder de vista a los visitantes.
Los cuatro amigos, conscientes de la vigilancia de que eran objeto, se sentaron a la única mesa que pudieron encontrar que todavía se sostenía en pie e intentaron simular una actitud despreocupada. En la chimenea chisporroteaba un fuego que desprendía más humo que calor. Varios barriles con espitas insertadas daban la impresión de estar sujetando la pared trasera.
Una camarera contrahecha se acercó con andares desgarbados a la mesa. Tenía el cabello negro, los ojos marrones, y las patillas más largas y rizadas que los amigos había visto en su vida. Barreno estaba prendado.
—¿Qué va a ser? —gruñó la enana.
—Cerveza —respondió Selquist con premura—. Cuatro jarras. —Los otros lo miraron horrorizados—. Te prometí cerveza, Mortero —dijo Selquist con expresión inocente—, y cerveza tendrás. Quiero que estés en buena forma, ya sabes.
Mortero gimió y cerró los ojos. Tuvo visiones de estar mucho más en forma de lo que era saludable para una persona.
Cosa sorprendente, la cerveza resultó ser bastante potable, como el propio Mortero, que era un experto, admitió. Era oscura y espumosa, con ese punto de sabor característico de los barriles de roble almacenados en cuevas frías y profundas. Una vez que los compañeros pescaron los bichitos negros con alas que flotaban muertos en la superficie, disfrutaron bastante bebiéndola.
Esperaron durante casi media hora, y por fin el mensajero regresó, acompañado de otro enano que trotaba a su lado. Este theiwar era bajo, incluso para uno de su raza; de hecho, a Selquist le llegaba sólo al hombro. Se acercó a la mesa —falto de resuello, al no tener más remedio que correr cuando los demás caminaban—, clavó en Selquist una mirada penetrante e inquisitiva, lo olisqueó, y después asintió con la cabeza.
—Sí, es él. A los otros tres no los he visto nunca, pero respondo por ellos.
—De acuerdo, ya podéis marcharos —gruñó el guardia, que les lanzó una última mirada funesta con el ojo bueno, y regresó a su puesto.
Chronix los estuvo observando a los tres en silencio, y aquella mirada intensa empezó a poner nerviosos a los amigos.
—Como me pediste, Chronix —dijo finalmente Selquist—, he traído a mis compañeros.
El theiwar esbozó una sonrisa que dejó a la vista muchos huecos en la dentadura.
—Bien —repuso, mientras se frotaba las sucias y regordetas manos—. Para este trabajo, eso está pero que muy bien.