26
Un baaz vertió cuidadosamente un potingue apestoso sobre un paño.
—Esto va a escoceros, señor —advirtió.
La última vez que había aplicado este remedio a su comandante sin hacer la advertencia, el baaz había pasado dos semanas en la enfermería con la mandíbula rota.
Kang asintió bruscamente con la cabeza, apretó los dientes, y se agarró a los bordes de la mesa.
El baaz colocó el paño con el ungüento sobre la herida del muslo del comandante.
Kang aulló. La mesa se sacudió. Las garras del comandante chirriaron al arañar la madera.
—¡Escocer, dice! —jadeó Kang.
Con gran destreza, el baaz colocó un vendaje limpio alrededor de la herida. Por último, sirvió a su dolorido y sudoroso comandante una taza de aguardiente de las mermadas provisiones, y se marchó presuroso. Kang se echó al coleto el fuerte líquido, y durante un breve instante la llamarada que pareció estallar en su cabeza aventajó al ardor que sentía en la pierna. Por fin, el dolor remitió.
Kang miró con anhelo su catre. Había estado en pie toda la noche y la mayor parte de la mañana. El viaje de regreso había sido infernal; cada paso que daba le producía unas agudas y lacerantes punzadas, de manera que Slith se vio obligado a ayudarlo a caminar, y les llevó seis horas cruzar el valle.
Dormir sería maravilloso, pero Kang no tenía tiempo para eso. Debía escuchar el informe de Slith sobre lo que los otros sivaks habían descubierto. Luego, basándose en dicho informe, decidiría qué hacer. Cabía la posibilidad de que los enanos se estuvieran preparando para llevar a cabo un asalto aquella misma noche, aunque, por lo que Kang había visto, no lo creía muy probable.
—Avisa al lugarteniente Slith —gritó al asistente.
Kang desvió la mirada del catre con determinación. Lo que debería hacer era salir y caminar, aunque fuera renqueando, por la calcinada plaza del pueblo, para evitar que la pierna se le quedara rígida e inútil. Casi se había animado a poner en práctica su idea cuando Slith entró en la tienda de mando.
—¿Os sentís mejor, señor? —El lugarteniente acercó una silla y tomó asiento.
—No —respondió bruscamente Kang—. ¡Esos condenados enanos! Si no los abro en canal a todos no será por falta de ganas. Y tú ¿cómo estás?
—Tengo la sensación de que mi cabeza es tan grande como el ego de un minotauro; pero, aparte de eso, estoy bien.
—Estupendo —gruñó Kang—. ¿Qué hay del informe? Confío en que los otros tuvieran mejor suerte que nosotros.
—Viss, no. Acababa de sentarse a tomarse un trago en la taberna cuando estalló el griterío y empezó mi persecución. No tuvo más opción que salir corriendo con los demás, aunque se las arregló para perderse entre la multitud, y entonces alguien gritó que había encontrado los cadáveres, y otro lo reconoció como uno de los que supuestamente habían muerto. Llegados a ese punto, Viss supuso que no iba a sacar nada en limpio, y se batió en retirada.
—¿Y qué pasó con Glish y Roxl?
—A ellos les fue mejor, señor. —Slith sonrió—. Se unieron a un grupo de enanos que estaba de vigilancia al otro extremo del pueblo. No esperaban que hubiera ningún ataque por ese lado, así que se habían llevado un jarro de aguardiente para que les hiciera compañía. Para cuando Glish y Roxl aparecieron, los enanos habrían sido incapaces de discernir si eran draconianos o doncellas elfas. Glish y Roxl se sentaron con los enanos y estuvieron rajando con ellos hasta casi el amanecer.
—¿Y qué descubrieron?
—Bueno, al parecer, señor, el que ordenó prender fuego al pueblo fue el jefe de combate, un tal Milano. El gran thane no sabía nada de ello, y se puso furioso cuando se enteró. Algunos de los enanos pensaron que quemar el asentamiento era una buena idea, pero la mayoría no. Consideraban que era un terrible despilfarro de buena madera. Ahora, por supuesto, todos están muy asustados pensando que vamos a vengarnos prendiendo fuego a sus casas.
—Quizá deberíamos hacerlo —dijo Kang mientras se frotaba la pierna dolorida—. ¿Algún plan para atacarnos?
—El jefe de combate está presionando en ese sentido, pero el gran thane se opone. Dice que perderían demasiados hombres, y, hasta el momento, se hace lo que dice el gran thane.
—Bien, ésa es una buena noticia. Cada día que pase cuenta a nuestro favor. Pronto tendremos reparada la muralla y habremos limpiado los escombros. Podremos empezar a reconstruir. —Kang asintió con satisfacción—. Me alegro de que a algunos de nosotros les fuera bien anoche, por lo menos. Recuérdame que en la próxima inspección felicite públicamente a esos tres.
—Sí, señor.
En lugar de marcharse, el lugarteniente tamborileó los dedos contra su silla al tiempo que miraba al comandante de reojo.
—¿Qué pasa, Slith? Es obvio que tienes algo más en mente.
—Sé que estáis cansado, pero ¿os sentís con ánimo para charlar un rato más, señor? No os molestaría si no lo considerara importante.
—Desde luego —repuso Kang—. Así me ahorras el paseo por la plaza que tenía pensado dar. ¿De qué se trata?
Slith buscó debajo de su cinturón, sacó un trozo de papel doblado y lo desplegó sobre la mesa con gran cuidado.
—Echad un vistazo a esto, señor. Estaba dentro de la cubierta del libro que cogimos a los enanos.
—Es un mapa.
—Sí, señor. Supongo que no podéis leer lo que hay escrito, ¿verdad?
Kang sacudió la cabeza.
—Parece algún tipo de lenguaje enano, pero no lo entiendo.
—Mala suerte. —Slith miró el mapa con expresión amorosa—. Mirad este dibujo de aquí, señor. ¿Qué os parece que es?
Kang estrechó los ojos y se inclinó sobre el pergamino.
—Huevos. Huevos grandes, supongo, ya que se aprecian en el dibujo.
—Es lo mismo que pensé yo, señor —asintió Slith, satisfecho—. Estos otros dibujos podrían ser draconianos, señor. ¿Guardias, quizá? Y estos otros de aquí, ¿qué diríais que son?
—Son arcones de almacenamiento —respondió Kang mientras señalaba con una garra—. Y éstas parecen urnas. Esto tal vez sean estuches de pergaminos o de mapas. Y éstos, libros, probablemente mágicos, ya que cada uno está marcado con el símbolo de una de las tres lunas.
—Exactamente lo que yo pensaba, señor. —Slith sonrió.
Kang se recostó en la silla y apoyó la pierna herida en un escabel que tenía delante.
—Entonces, ¿qué conclusión sacas del mapa, Slith? Porque estoy seguro de que has llegado a alguna. Pareces un dragón que acaba de zamparse a un kender.
—Sí, señor. —Slith hizo una breve pausa, y luego añadió en voz baja—: Creo que anoche no tuvimos tan mala suerte como pensamos. ¡Estoy convencido de que es el mapa de un tesoro! Éstos —señaló los arcones y las urnas— probablemente estén llenos de dinero y joyas. Y, como vos habéis dicho, los libros y los pergaminos tienen que ser mágicos. Creo que este mapa podría conducirnos hasta un valioso tesoro, señor.
—¿Y los huevos? —preguntó Kang—. ¿Qué tienen que ver los huevos con un tesoro? A menos, claro está, que se ande corto de provisiones.
Los propios draconianos andaban escasos de alimentos. Lo único que les quedaba era lo que se habían traído del campamento de los caballeros negros, y eso no duraría mucho tiempo con doscientas bocas que alimentar.
—No lo sé. A menos que no sean huevos. Quizá son…
El baaz que estaba de guardia llamó al poste de la entrada de la tienda.
—¿Sí? —Kang se movió un poco para poner la pierna en una posición más cómoda—. ¿Qué pasa?
—Algo que creo que deberíais ver, señor.
—De acuerdo. —Kang hizo una seña a Slith, que cogió el mapa, lo dobló y lo guardó de nuevo bajo el cinturón.
El baaz entró. En la mano sostenía en vilo una persona de baja estatura, de aspecto desaliñado, que se retorcía y pateaba y que al comandante le resultó familiar.
—¿Qué es esto? —preguntó Kang sin salir de su asombro.
—Un enano, señor —respondió el baaz.
—Eso ya lo veo —replicó el comandante, irritado—. Lo que quiero decir es qué demonios está haciendo aquí. —Miró duramente al enano. Había visto esa cara cubierta con un remedo de barba en alguna parte. Miró a Slith, que observaba al enano con los ojos entrecerrados y una expresión de gran interés.
—Se acercó a las líneas de piquetes con todo descaro, frío como el aliento de un Dragón Blanco, señor —explicó el baaz—. Los chicos lo cogieron y estaban a punto de abrirlo en canal, suponiendo que era un espía, cuando sacó un medallón y dijo que tenía que hablar con el comandante enseguida.
—¿Qué medallón? —inquirió Kang, desconfiado. Estaba convencido de que el enano era un espía.
El baaz soltó al enano en el suelo y le dio un cachete en la parte posterior de la cabeza.
—Enseña ese medallón al comandante —ordenó.
El enano abrió su mano con la palma hacia arriba y extendió el brazo. Al hacerlo, Kang lo reconoció.
—¡Tú! —bramó—. ¡Eres el bastardo que me acuchilló!
El baaz desenvainó su daga, cogió al enano por el pelo y le echó la cabeza hacia atrás, dispuesto a degollarlo en el momento en que el comandante le diera la orden. Kang lo habría hecho, pero Slith se lo impidió. El sivak se había inclinado sobre la mano del enano y contemplaba el objeto que sostenía en la palma.
—Creo que deberíais echar un vistazo a esto, señor —dijo.
De mala gana, Kang bajó la pierna herida del escabel, se puso de pie trabajosamente, y se acercó cojeando para ver lo que sostenía el enano. Durante todo este tiempo, el enano no había dicho una sola palabra.
—¡Que me vuelva un goblin! —exclamó Kang, estupefacto—. ¡Es mi símbolo sagrado! ¡El que… el que me robaron! —Lanzó una mirada furibunda al enano, y empezó a hablar en Común—. ¡Me lo robaste! ¡Ladrón! ¿A qué has vuelto con él?
El enano se puso de rodillas y levantó las manos en una actitud suplicante.
—Oh, sabio y glorioso líder. Admito que robé esto, pero no sabía que era tuyo. —El enano inclinó la cabeza—. Admito que actué mal, aunque lo mismo puede decirse de otros que roban cosas, en especial libros que no les pertenecen.
Kang gruñó enseñando los dientes. El enano tragó saliva con esfuerzo y continuó:
—Me hace feliz devolverte esto, honorable señor. ¡Muy feliz! —El enano se enjugó el sudor de la cara con la manga de la túnica—. Sólo pido un cosa a cambio. —Juntó las manos, suplicante—. ¡Anula la maldición de vuestra soberana que pesa sobre mí! ¡Por favor!
—¿Y no vas a suplicarme que te perdone tu miserable vida? —demandó Kang con voz ronca.
El enano pensó un momento sobre esto, y finalmente sacudió la cabeza.
—No, señor. Si no me quitas la maldición, mi vida no valdrá nada de todas formas. Si me la quitas, te estaré agradecido. Muy agradecido. Y lamento de verdad haberte acuchillado, señor. Fue la pasión del momento, el ímpetu de la batalla. Estoy seguro de que lo entenderás.
Kang le arrebató el sagrado símbolo bruscamente. Su mano se cerró sobre él, y una sensación de bienestar lo inundó, una grata calidez que alivió el dolor de su herida.
El comandante alargó la mano y cogió la daga del baaz.
—Gracias, soldado, pero yo me ocuparé personalmente de destripar a este…
—Eh… señor, ¿puedo hablar con vos un momento? —Slith tosió de una manera significativa al tiempo que señalaba con la cabeza la parte posterior de la tienda.
—De acuerdo —masculló Kang, sin quitar ojo del enano.
Slith y él se dirigieron a las sombras de un rincón de la tienda.
—Señor, ése es el enano de anoche, al que le cogimos el libro.
—Y también el que me clavó el cuchillo y me robó el símbolo sagrado —gruñó Kang. Hizo una pausa y después preguntó—: ¿Qué libro? —Los acontecimientos de la noche anterior estaban algo confusos en su mente.
—El libro que os pasé, señor. El de la cubierta de cuero, que utilizamos para vuestro vendaje. ¡Ahí era donde estaba el mapa! ¡Dentro del libro! Y éste es el enano que estaba en la casa, y fue a causa del libro por lo que os acuchilló.
—¡Ah, el libro! —exclamó Kang, recordando el incidente—. ¡Por nuestra soberana, tienes razón! ¿Y qué pasa con él? No es más que un libro.
—Señor, deseaba tanto recuperarlo que os persiguió, pese a ser vos un draconiano tres veces más grande que él, y os acuchilló por detrás.
—Sí, es cierto —admitió el comandante.
—Y fijaos en la manera en que sus ojillos lanzan ojeadas en derredor. Está buscando algo, señor. ¿Qué otra cosa podría ser sino el mapa? Debe de suponer que lo tenemos. ¿Sabéis lo que pienso, señor?
—Lo imagino —repuso Kang.
—El libro cuenta lo que hay en ese cuarto del tesoro. ¡Ese pequeñajo lo sabe!
Kang contempló al enano con gesto pensativo.
—Es un pequeño bastardo muy listo. Y una buena pieza. Ningún enano con la conciencia limpia habría tocado jamás el medallón de la Reina Oscura, y él lo llevaba encima como si fuera una maldita reliquia familiar. Sin embargo, a juzgar por las apariencias, apostaría a que prefiere morir antes que contarnos nada sobre el tesoro.
—Ahí está el quid, señor —dijo Slith, cada vez más excitado—. ¡La maldición! ¡Decidle que si nos cuenta lo que sabe del tesoro, lo libraréis de la maldición!
—¿Qué maldición? —Kang estaba desconcertado—. Nadie le ha echado una maldición, aunque ojalá se me hubiera ocurrido hacerlo.
—Eso no importa, señor. Él lo cree.
—Ah. Quizá tengas razón.
Slith y él volvieron a la parte delantera de la tienda. El enano los observaba de soslayo.
—Puedes irte —le indicó Kang al baaz, que saludó y salió de la tienda.
»Bien, bien. —El comandante clavó sus ojos de reptil en el enano—. ¿Qué es eso de la maldición?
—Ya lo sabes —repuso el enano con acritud—. Fuiste tú quien me la echaste. —De repente, estalló—: Primero es la guerra; luego, los kenders en Pax Tharkas; después, los caballeros negros apresando gente en la calzada; a continuación, draconianos en mi sala de estar. Y por último, aunque no por ello menos desastroso, Milano espiando por la ventana. Líbrame de ella —dijo el enano con los dientes apretados—, o mátame ahora, aquí mismo.
Durante toda la parrafada, sus ojos no dejaron de registrar cada parte de la tienda y todo lo que había en ella.
—¿Es esto lo que buscas? —Slith sacó el trozo de papel doblado y lo puso sobre la mesa.
El enano apenas dedicó un desinteresado vistazo al pergamino. Se encogió de hombros.
—No, no estoy buscando nada.
—Es bueno, el pequeñajo —masculló para sí Kang. Había advertido, en el fondo de los oscuros ojos del enano, un brillo ardiente cuando Slith sacó el mapa.
—Haré un trato contigo —dijo el comandante, que volvió a la silla, se sentó pesadamente en ella, y apoyó la pierna herida en el escabel—. Te quitaré la maldición si haces algo a cambio. Sucede que encontramos este mapa, y nos parece una especie de mapa de un tesoro, pero está escrito en enano, y no sabemos leerlo.
—Dámelo —pidió el enano, en cuyos ojos ardía de nuevo aquel brillo interno—. Te lo traduciré.
—Sí, seguro que lo harías. Y así te refrescarías la memoria al mismo tiempo. —Kang puso la garra sobre el pergamino—. Tiene que haber algo en este mapa que valga el precio de levantar la maldición. ¿Qué contestas?
El enano frunció los labios, un gesto que metió sus mejillas hacia dentro y estiró el resto de su cara hacia un punto. Para empezar, no era un enano atractivo, y ese gesto no favorecía sus rasgos precisamente. Se mordió el labio superior.
Kang levantó el símbolo sagrado, alargó la mano, y abrió el bolsillo de la túnica del enano.
—Quizá quieres que te devuelva esto…
—¡Vale, de acuerdo! —cedió el enano, sacudido por un escalofrío—. ¡Apártalo de mí! ¡Os diré… una cosa! —Parecía como si le estuvieran arrancando las palabras a la fuerza—. ¿Habéis mirado el mapa?
—Sí.
—Entonces, sabréis que es un mapa de Thorbardin.
—Oh, sí —contestaron Kang y Slith. Los dos draconianos intercambiaron una mirada. Ninguno de los dos se lo había imaginado ni por lo más remoto.
—Bien. —El enano inhaló profundamente. Su mirada fue de nuevo hacia el símbolo sagrado, y sus hombros se hundieron en un gesto de derrota. Las siguiente palabras fueron un impetuoso borbotón—: ¿Visteis esos dibujos que parecen huevos? Bueno, pues lo son. Huevos de dragón. Traídos de Neraka durante la Guerra de la Lanza. ¿He dicho de dragón? Pues rectifico: son huevos draconianos. Como vosotros, caballeros, sólo que no son caballeros, si entendéis a lo que me refiero.
No lo entendían. Kang y Slith estaban perplejos.
—Vamos a ver —continuó el enano, exasperado—. ¿Es que voy a tener que deletrearlo, chicos? ¿Qué es lo opuesto a caballeros? ¡Pues damas! ¿Verdad? Ahora lo habéis cogido. Hay damas en esos huevos, amigos míos. Chico, chica. Chico, chica. El taconeo de delicados pies con garras. Hembras draconianas.
El enano retrocedió un paso, hizo una reverencia, y se cruzó de brazos como un ilusionista de poca monta que acabara de sacar una moneda de su nariz.
Kang y Slith siguieron sentados, completamente inmóviles, mirando de hito en hito al enano. La noticia los había dejado sin respiración con tanta efectividad como si los hubieran golpeado en el plexo solar con la rama de un vallenwood.
—Hembras —musitó Kang—. Hembras draconianas. No es posible.
—Sí que lo es. Está todo escrito en el libro. Los clérigos oscuros y los Túnicas Negras crearon hembras para que vuestra raza pudiera perpetuarse. Pero entonces los cerdos de las altas esferas decidieron que no estaban muy seguros de que quisieran que vuestra raza se perpetuara, así que el conjuro final no fue ejecutado.
—Pero nosotros estuvimos en Neraka —arguyo Slith con voz ronca—. ¡Los habríamos encontrado!
—De eso nada —replicó el enano astutamente—, porque para entonces los daewars los habían robado y se los habían llevado a Thorbardin. Iban a venderlos, pero, antes de que tuvieran ocasión de hacerlo, entre esos ladrones hubo sus más y sus menos sobre cómo repartir el tesoro, con el resultado de que fueron sus cabezas las que se partieron, no el botín.
—¿Estás diciendo… que los huevos… siguen allí? —A Kang le falló la voz antes de que hubiera acabado la frase, pero el enano le entendió.
—Es muy probable. —Se encogió de hombros—. Os advierto que no puedo garantizar nada. En fin, ¿qué me dices? ¿La información te parece suficientemente valiosa?
—Sí, claro. —Kang estaba aturdido. Agitó la mano sobre la cabeza del enano tres veces al tiempo que entonaba algunas frases en draconiano. No tenía ni idea de lo que había dicho, pero al enano pareció satisfacerlo, y cuadró los hombros al tiempo que se sacudía el pelo para quitárselo de la cara.
—¡Bien! Me siento como un hombre nuevo. —Echó una mirada anhelante al mapa doblado—. Supongo que… no podría echar una ojeadita.
Slith gruñó y enseñó los dientes. El enano asintió con la cabeza.
—Vale, vale, cojo la indirecta. Hasta la vista. —Guiñó un ojo y, sin más, se marchó de la tienda.
—¡Señor! —El baaz asomó la cabeza por la solapa de la entrada—. ¿Queréis que…?
—Déjalo marchar —ordenó Kang, que seguía aturdido—. Escóltalo a través de las líneas de piquetes, y asegúrate de que no le pasa nada.
—Sí, señor. —El baaz estaba desconcertado, pero sabía que no era recomendable discutir las órdenes del comandante.
Kang oyó las fuertes pisadas del enano perderse en la distancia.
—¿Qué te parece todo esto? —preguntó Kang a su segundo.
El sivak pareció volver en sí con un sobresalto. Enseguida, con las manos temblándole, desdobló el pergamino. Los dos draconianos se inclinaron sobre él y lo examinaron atentamente.
—Podría ser cierto, señor —manifestó Slith, muy excitado—. Desde luego que sí. Esos dibujos, miradlos, señor. Son distintos de nosotros. Las alas son más cortas y embotadas. Y las caderas son más anchas…
—Quizá los dibujó un mal artista —argumentó Kang. Suspiró—. Ves lo que quieres ver, amigo mío.
—Es posible, señor, pero de todas formas creo que merece la pena comprobarlo —insistió Slith, testarudo—. ¿Qué decís?
Kang consideró el futuro; un futuro que de repente ya no le parecía negro y vacío. Un futuro que ya no se limitaba a esperar la muerte. Un futuro que tenía sentido.
—Sí —dijo, haciendo una honda y estremecida inhalación—. ¡Sí, creo que merece la pena comprobarlo!
Selquist encontró un sitio en la floresta del valle en el que esconderse y descansar durante el calor del día. Resultaría muy penoso caminar durante esas horas, y además no le apetecía regresar a Celebundin cuando todavía hubiera luz. Se puso cómodo en un trozo sombreado bajo un gran pino, se tumbó boca arriba, con la cabeza apoyada en los brazos, y contempló, sonriente, las ramas del árbol.
No había recuperado el mapa, pero tampoco había albergado muchas esperanzas de conseguirlo. En cualquier caso, tener el mapa no era ya importante. Enanos, draconianos y mapa… todos irían al mismo sitio…
Un objetivo alcanzado.
El segundo, librarse del maldito símbolo sagrado de Takhisis, también estaba conseguido. Selquist no era supersticioso ni muy religioso tampoco, pero cuando a alguien le van mal las cosas, y siguen yendo mal, y tiene en su poder un colgante que podría haber llevado la Reina Oscura y del que podría estar encaprichada, y si el colgante ha llegado a su poder por unos medios no muy honrados… en fin, que mejor era devolverlo, y en paz.
Y, por último, el tercer objetivo: librarse de Milano de una vez por todas.
Éste no lo había alcanzado todavía, pero al menos Selquist había dado los primeros pasos para llevarlo a buen fin.