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Los enanos estaban tan impresionados que no reaccionaban. Miraban, estupefactos, el tesoro, que era más maravilloso, brillante, bello y valioso de lo que cualquiera de ellos —incluso Selquist— se había atrevido a soñar.
Era el botín de todo un imperio. De un imperio rapaz, codicioso.
Las monedas de acero se salían de los cofres medio abiertos. Rubíes, esmeraldas, zafiros, diamantes y muchas clases más de piedras preciosas que resplandecían en engarces que eran fantásticos estaban esparcidos por el suelo, como si una torpe dama de honor hubiera volcado el joyero de su señora.
Muchas armaduras —todavía brillantes, pulidas y obviamente mágicas— se apilaban en un rincón o se alineaban como silenciosos centinelas en estantes pegados contra la pared. Armas que brillaban con una luz ultraterrena estaban apiladas al azar junto a un muro.
Hileras de libros de magia de innumerables colores ocupaban otra pared. Mezclados entre ellos había rollos de pergamino mágicos, atados con cintas negras, blancas o rojas. Arcones y toneles, cerrados, se encontraban distribuidos por toda la cámara, tentando a los enanos con la posibilidad de que hubiera más tesoro escondido en ellos.
Los ojos de Selquist se llenaron de lágrimas. El enano tuvo que agarrarse a Barreno para sostenerse.
—¡Por Reorx, esto es maravilloso! —sollozó.
Sus palabras sacaron a los otros del trance en que los había sumido la contemplación del tesoro.
Se adentraron en la cámara y empezaron a deambular de un lado para otro abriendo tapas, mirando dentro, lanzando exclamaciones maravilladas, chillando de alegría. Se llenaron los bolsillos de joyas, se metieron puñados de monedas entre la ropa interior, y lamentaron la pérdida de sus botas, que podrían haber llenado con más botín.
Fue en esta coyuntura, en el punto culminante del regocijo general, cuando Mortero hizo un descubrimiento catastrófico.
—¡Selquist! —gritó.
No resultó fácil llamar la atención de su amigo, que había hundido las manos en un cofre lleno de monedas de acero y las levantaba dejando que el dinero cayera, tintineante, entre sus dedos mientras soñaba con una casa palaciega que planeaba construir en la ciudad de Palanthas.
—¡Selquist! —Mortero le dio un cachete en la cabeza, y por fin consiguió que su amigo se volviera a mirarlo.
—¿Qué? —preguntó con una voz en la que había un timbre de avaricia.
—Selquist, la vía termina aquí —dijo Mortero.
—¿Y qué? —Selquist no entendía el problema.
—¡Que los raíles llegan a un punto muerto! —repitió Mortero levantando la voz por el pánico—. ¡Esto es un callejón sin salida!
Las últimas palabras fueron un chillido que levantó ecos en la cámara. Los otros enanos dejaron de relamerse y contar monedas; sus rostros, que habían palidecido, se volvieron hacia Mortero. Selquist se encogió de hombros y estaba a punto de decir que volverían por donde habían venido cuando recordó que ese camino estaba obstruido por un par de toneladas de roca. Tragó saliva.
Una idea espeluznante le rozó con sus fríos dedos en la nuca y lo hizo estremecerse. Podían estar atrapados aquí abajo; atrapados sin salida; atrapados sin alimentos ni agua; atrapados para toda la eternidad. No era preciso tener mucha fantasía para imaginar sus restos esqueléticos tirados sobre este cofre de monedas de acero.
Sacó el mapa con premura mientras los otros enanos se agrupaban a su alrededor, el tesoro olvidado por completo. Las joyas no se comían, y el oro no se bebía.
Selquist buscó y buscó otra salida, le dio la vuelta al mapa, lo puso de lado, e incluso lo miró por detrás, aunque sabía de sobra que no había nada en esa cara de la hoja.
—¿Y bien? —demandó Vellmer, la voz ronca por la ansiedad.
Selquist volvió a tragar saliva.
—Esto… eh… no parece que haya… bueno… ninguna otra ruta… en el mapa, claro. Eso no significa que no exista —concluyó, tratando de poner una nota final de esperanza.
Los enanos lo miraron furibundos. Varios, entre ellos Vellmer, enseñaron los dientes y apretaron los puños.
—¡No es culpa mía! —protestó Selquist—. Si no hubiera sido por esos estúpidos draconianos que provocaron el derrumbe, seguro que habríamos… —Enmudeció de pronto. Mencionar a los draconianos acababa de darle una idea.
—Oye —intervino Barreno, que había estado explorando otra parte de la cámara y no se había enterado de la terrible noticia—. Acabo de encontrar un arcón lleno de huevos. ¿Crees que serán los huevos de dragón?
—Genial —rezongó Majador—. Por lo menos podremos alimentarnos durante un tiempo. Con eso nos mantendríamos con vida una o dos semanas.
—No están muy frescos —argüyó Barreno.
—¡Desde luego que no, pedazo de idiota! —le chilló Majador—. ¡Por eso es por lo que todos moriremos aquí abajo!
—¿Qué? ¿Morir? —Barreno no entendía nada—. ¿Qué me he perdido?
—Poca cosa. Sólo que Selquist nos ha conducido a un callejón sin salida —dijo Vellmer.
—Y Selquist os sacará de él —manifestó el aludido con desdeñoso orgullo.
—Ah, ¿sí? ¿Cómo? —Los enanos lo miraban incrédulos.
Selquist sacó la varita de la manga.
—Con la misma varita mágica que los draconianos utilizaron para derrumbar el techo. La utilizaré para abrir un túnel a través de la roca.
Los enanos parecían esperanzados ahora, y miraban a la varita y a Selquist con respeto.
—Muy bien —dijo el enano rápidamente para evitar que le preguntaran cómo iba a hacerla funcionar—. Pongámonos a trabajar. Tenemos que catalogar todo lo que hay aquí dentro. Puesto que no podemos usar las vagonetas, no nos será posible sacar todo el tesoro, así que tendremos que coger los objetos más valiosos y dejaremos el resto hasta que podamos volver con más gente para ayudarnos a cargarlo.
»Mientras yo me ocupo de encontrar el mejor punto para abrir el túnel, el resto de vosotros decidid qué nos llevamos y qué dejamos.
Eso los mantendría ocupados durante un buen rato, pensó Selquist. Lo bastante para que él pudiera descifrar cómo funcionaba la varita.
De hecho, los enanos estaban ya a punto de llegar a las manos discutiendo si unos brazales de acero mágicos eran tan valiosos como otros brazales normales adornados con diamantes, o si debían llevarse los libros de hechizos ahora o era mejor cargar con las arcanas armas.
—Enséñame esos huevos de dragón —pidió Selquist a Barreno, y los dos amigos se encaminaron hacia una zona oscura y apartada de la antecámara. La intención de Selquist era practicar un poco con ellos.
Ufano de mostrar su descubrimiento, Barreno condujo a su amigo hacia un arcón grande. El cerrojo había sido roto hacía mucho tiempo, probablemente por los daewars, que no se habían molestado en reemplazarlo. Barreno levantó la tapa y enseñó su hallazgo con orgullo. Selquist, interesado a despecho de sí mismo, miró dentro.
Protegidos entre paja había diez huevos de dragón, cada uno de ellos del tamaño de un melón. Los había plateados, dorados, de cobre, de bronce y de latón. Eran suaves y perfectamente formados, y habrían resultado exquisitamente bellos de no ser por la mortecina y enfermiza luz verdosa que empezó a emanar de ellos en el mismo momento en que Selquist se aproximó.
—¿Qué los hace brillar así? —preguntó Barreno, alarmado.
—Probablemente el conjuro que los Túnicas Negras y los clérigos oscuros lanzaron sobre ellos —respondió Selquist, que estaba tan alarmado como su amigo aunque intentaba disimularlo—. Creo que deberías bajar la tapa.
—Sí, también pienso lo mismo —manifestó Barreno mientras alargaba una mano, vacilante.
Sin embargo, parecía que su brazo tenía dificultades para extenderse, ya que los dedos no se acercaron a la tapa.
—No puedo, Selquist —gritó con una voz rara—. ¡Socorro! ¡No puedo mover el brazo!
Selquist agarró el brazo de su amigo, lo obligó a bajarlo, y tiró de Barreno hacia un rincón oscuro, apartándolo del arcón.
—Olvídate de eso —dijo—. Deja que Vellmer se ocupe de ello, ya que es él el que quiere romper los huevos. Tú y yo tenemos que descubrir cómo funciona esta varita.
—Me pareció oírte decir que sería fácil —comentó Barreno—. Hasta los draconianos, que tienen menos cerebro que un lagarto, la utilizaron, según tus propias palabras.
—Quizá debería dejarlo en tus manos entonces, cerebro de mosquito —replicó Selquist, que empezaba a ponerse de muy mal humor—. Estoy seguro de que sé cómo utilizarla. Sólo tengo que practicar un poco, nada más.
Selquist recordó el pozo del dragón de fuego, al draconiano usando la varita, ejecutando el hechizo. Intentó recordar hasta el último gesto, movimiento, palabra, pero, por desgracia, las palabras habían sido pronunciadas en draconiano, y él no las había oído con demasiada claridad con todo el griterío, los chillidos y el estrépito. De lo único que estaba seguro era de que estaban relacionadas con la diosa Takhisis.
El enano apuntó con la varita hacia un punto del muro rocoso.
—Por la gracia de su Oscura Majestad —entonó.
—Creo que no deberías decir cosas malas como ésas —protestó Barreno al tiempo que se apartaba de la varita—. ¡Podría pasarte algo espantoso!
—Ya me ha pasado algo espantoso. Me he quedado atrapado en una cueva con más riquezas de las que podría gastar en toda mi vida, y no hay salida —rezongó Selquist, pero lo hizo en tono bajo para que su amigo no lo oyera.
Miró la varita, expectante.
No ocurrió nada. Los cinco dragones con las cinco colas entrelazadas en la punta inferior y con las cinco fauces abiertas de par en par permanecieron inmóviles, callados, sin emitir ningún resplandor azul. Irritado, Selquist pensó que parecían increíblemente estúpidos.
—¡Oh, vamos, Reina de la Oscuridad! ¡Escúchame! —ordenó mientras sacudía bruscamente la varita.
Barreno dio un respingo y se tapó los ojos porque no quería ver a su amigo abrasado instantáneamente, desollado, destripado, descuartizado y convertido en un espectro.
Pero nada de eso ocurrió. Y la varita tampoco funcionó.
—¿Y bien? —sonó una voz chirriante.
Selquist se volvió y vio a Vellmer y a los demás enanos agrupados detrás de él, y no le pasó por alto que ahora todos iban armados hasta los dientes con las armas mágicas.
—Dame un poco de tiempo, ¿vale? —replicó Selquist fríamente—. Estoy acostumbrándome a su tacto.
—¿De veras? —Vellmer lo miró furioso—. Bien, pues mientras tú vas acostumbrándote a esa varita, yo empezaré a hacer tortillas con estos huevos. —Sacudió el índice frente a la nariz de Selquist—. Más te vale estar preparado para sacarnos de aquí cuando yo haya acabado.
—Lo estaré.
El maestro destilador se encaminó hacia el arcón con la espada en la mano. Sin embargo se paró bruscamente; parecía bastante desconcertado por la extraña luminosidad verde que se iba haciendo más intensa, arrojando un escalofriante resplandor sobre todos los que se acercaban. Los soldados que acompañaban a Vellmer echaron un rápido vistazo y se retiraron precipitadamente al otro lado de la cámara. El maestro destilador aguantó el tipo e incluso intentó acercar la espada a los huevos. El brazo le tembló de manera incontrolada, y la frente se le perló de sudor.
—No… puedo… —masculló entre los dientes apretados.
En cualquier otro momento, Selquist se habría divertido con este espectáculo, pero ahora su mente estaba ocupada en asuntos más importantes, como por ejemplo continuar vivo.
Selquist apartó la mirada de Vellmer, de Barreno, de la luz y, dirigiendo los ojos hacia la parte más oscura de la cámara, apuntó hacia allí con la varita mientras concentraba todos sus pensamientos e invocaba a la Reina Oscura, prometiéndole su alma y cualquier otra cosa que quisiera de él, incluido un décimo de su parte del tesoro.
—¡En nombre de Takhisis, Reina de la Oscuridad, te ordeno que hagas añicos esa pared rocosa!
El enano concentró hasta la última brizna de su voluntad, energía, esperanza y deseo en la varita. Su mano tembló por el tremendo esfuerzo. También tembló el objeto mágico, pero sólo debido al movimiento convulso de sus dedos. No hubo respuesta.
La ira se apoderó de Selquist. Había hecho el descubrimiento más importante de su vida —de muchas vidas—, poseía más riquezas de las que podría obtener aunque viviera una eternidad, tenía dinero suficiente para construir un castillo en Palanthas si así lo deseaba, y vivir como un rey, con enanos gullys esclavos y sirvientas enanas abanicándolo y humanos inclinándose ante él y llamándolo «lord Selquist», e iba a morir aquí, en esta estúpida cámara, porque la condenada varita no funcionaba.
—¿Cómo va eso? —demandó Vellmer en tono desagradable. Al parecer había abandonado (al menos de momento) la idea de romper los huevos, y de nuevo volvía a hostigar a Selquist—. ¿Aún no has hecho funcionar esa varita tuya?
—¡No! —gritó, furioso—. ¿Por qué no lo intentas tú?
Girando sobre sí mismo bruscamente, Selquist lanzó la varita directamente a la cabeza del maestro destilador que, en un gesto instintivo, se agachó para esquivarla. El objeto mágico le pasó volando por encima y se estrelló contra el arcón que contenía los huevos de dragón.
Hubo un destello azulado, y una luz verde estalló con una fuerza horrible.
Una explosión sacudió la cámara.
Vellmer salió lanzado por el aire y se estrelló contra la pared, en tanto que Barreno era despedido contra Selquist, que cayó al suelo.
La luz verde se hizo más y más brillante, tanto que los enanos no podían mirarla; apretaron los párpados y se cubrieron los ojos con las manos, pero aun así podían ver el terrible resplandor. Las lágrimas les corrían por las mejillas y las barbas. Bramaron de dolor.
Y entonces la luz se apagó, reemplazada por una oscuridad que fue una bendición al principio, pero que después no pareció serlo tanto cuando los enanos descubrieron que estaban rodeados de tinieblas ya que la antorcha se había apagado. De la oscuridad surgió un extraño sonido.
—¿Qué es ese ruido? —jadeó Mortero sin resuello.
—Parece como si se estuvieran partiendo huevos —respondió Barreno.