16
La marcha de regreso al monte Dashinak fue larga para los draconianos; larga y silenciosa, a excepción del golpeteo y los crujidos de sus pies garrudos y el suave aleteo de sus alas para aliviar el intenso calor. Kang no recordaba un verano tan seco y caluroso; había olvidado cuándo había llovido por última vez. Incluso los enanos, mejores agricultores que los draconianos, veían cómo sus cosechas se marchitaban por la falta de agua. La supervivencia el próximo invierno podría ser desesperada para las dos razas que habitaban en el valle.
«Claro que —se dijo Kang para sus adentros— para entonces ya no viviremos aquí. Tal vez estemos destacados en una bonita y regalada ciudad, como Palanthas. O puede que incluso en la Torre del Sumo Sacerdote. Entonces tendremos comida y bebida de sobra».
Su placentero ensueño lo hizo caminar a buen paso casi diez kilómetros antes de que una persistente duda hiciera que sus pies bajaran el ritmo de la marcha.
«Estoy renunciando a veinticinco años de esfuerzos, de trabajo duro. En cierto sentido, renunciando a veinticinco años de lucha; la lucha que hemos librado para sobrevivir. Y, ahora, quizás estoy ordenando a todos mis hombres que marchen hacia la muerte. Pero, como le dije al general —argumentó consigo mismo—, es para la guerra para lo que nacimos. Somos soldados. Somos guerreros innatos. La gloria será nuestra en la batalla. Este ejército de caballeros no puede perder. ¡Esta vez, estaremos en el bando vencedor!»
«Y alguno de nosotros morirá —admitió—. Tal vez todos muramos y nuestra raza desaparezca. Claro que —añadió, recordando las palabras de Slith— ya no estaremos aquí para verlo, por tanto ¿qué mas da?».
Sin embargo, no pudo evitar sentirse triste y deprimido al pensarlo. Su paso se hizo aún más lento.
Uno de los oficiales se acercó a él por detrás y le rozó la punta del ala para llamar su atención.
Kang alzó los ojos y se encontró con que casi toda la tropa se había ido parando hasta casi detenerse del todo y lo miraba con preocupación. Todavía no les había dicho la decisión que había tomado, y a los baazs que lo habían acompañado les había ordenado que mantuvieran la boca cerrada. No tenía intención de participar nada a nadie hasta que estuviera completamente decidido.
—Disculpad, señor —dijo el oficial—, pero si estáis cansado podemos hacer un alto un poco más adelante. Hay un sitio que…
—¡Cansado! —bramó Kang, intimidando al infortunado draconiano con un golpe seco de sus mandíbulas—. ¿Qué quieres decir con eso? ¡Tenemos una guerra que combatir! ¡Marcha a paso ligero, ya!
El oficial retrocedió presuroso junto a sus compañeros, y Kang inició un trote rápido. ¡Les iba a enseñar quién estaba cansado! Empezó a cantar una animosa marcha y, cuando se terminó, entonó un canto de guerra draconiano. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que su decisión estaba tomada.
Kang se aseguró de que la tropa fuera corriendo todo el camino de vuelta a casa. Y él fue siempre a la cabeza.
El regimiento al completo estaba asomado a la muralla, esperando el regreso del comandante. Todos llevaban puesto el equipo completo de batalla. Kang condujo a la tropa al interior del pueblo amurallado y la hizo parar en el centro de la plaza.
—¡Corneta, toque de asamblea! —ordenó.
Las notas se alzaron en el aire, resonando en las montañas.
Habiendo previsto la orden, casi todos los hombres del regimiento se encontraban ya en la plaza, formando por escuadrones. En cuestión de segundos, las tropas estaban listas para inspección. Kang nunca los había visto moverse más rápido. Sonrió. Estaban tan excitados como él.
Y allí se encontraba Slith, en su puesto, firme.
Con todo el jaleo de la fiesta, el informe sobre los dragones, y el descubrimiento del ejército de lord Ariakan, Kang había olvidado por completo que su lugarteniente estaba en una misión de reconocimiento.
—¡Regimiento, aten… ción! —gritó el segundo oficial de la tropa.
Los pies golpearon contra el suelo de tierra prensada. Kang se acercó a Slith y le devolvió el saludo.
—Me alegro de volver a verte —dijo en voz baja—. Después de que acabemos aquí quiero que me cuentes dónde infiernos has estado.
—Muy bien, señor —fue todo cuando Slith dijo, pero guiñó un ojo.
Kang ordenó descansar al regimiento. No tenía sentido exigirles que se mantuvieran en posición de firmes con este calor. Por fortuna, el anochecer se aproximaba, aunque no parecía que por ello bajara mucho la temperatura. Al menos, aquí se estaba algo más fresco que en las colinas que había junto a las Praderas de Arena.
—¡Draconianos de la Brigada de Ingenieros del primer ejército de los Dragones! La batalla nos llama. ¡Volveremos a ser soldados! ¡El caballero oficial, lord Sykes, del quinto ejército de la Conquista, nos ha pedido que nos unamos a él en la toma de Ansalon!
Se produjo un gran silencio de estupefacción. Los draconianos que habían acompañado a Kang habían visto el ejército, pero no tenían ni idea de que hubieran sido invitados a unirse a él. Los que se habían quedado en el pueblo, esperaban ser atacados por dragones, y ahora se enteraban de que eran requeridos de nuevo para entrar en guerra contra las gentes de Ansalon.
Slith lanzó un vítor, que fue coreado por los demás, y a no tardar todas sus voces se combinaban en un grito que retumbó en las montañas como un trueno. Los enanos debieron de escucharlo con claridad al otro lado del valle.
—Hemos llevado una buena vida aquí, en la ladera del monte Dashinak, pero no era la vida de un soldado —continuó Kang cuando por fin cesaron las aclamaciones—. Nacimos con un propósito, y sólo con ése: cumplir la voluntad de la Reina Oscura y ayudarla en la conquista de este mundo. Para eso es para lo que se nos requiere ahora, y debemos hacer caso a esa llamada.
En esta ocasión no hubo vítores. Era un momento solemne, casi reverente.
—Capitanes de escuadrón, que vuestras tropas estén listas para partir dentro de dos días. Habrá reunión de oficiales a las cero siete horas. Slith, que el regimiento rompa filas.
El lugarteniente se puso firme, dio la orden de atención al regimiento, saludó a Kang, y gritó:
—¡Regimiento, rompan filas!
Los draconianos no abandonaron la plaza donde habían estado formados, y de inmediato empezaron a abrazarse, a agitar las alas, a chasquear los dientes, a hablar a voces. Alguien sacó rodando a la plaza un barril de aguardiente. Aclamaron a Kang mientras el comandante pasaba ante ellos, y lo llamaron invitándolo a que se uniera a la celebración. Kang sacudió la cabeza y se encaminó hacia sus aposentos. De repente se sentía muy cansado.
Los acontecimientos habían tomado un rumbo totalmente imprevisto, y no sabía muy bien qué opinar de todo el asunto.
Kang soltó el equipo de combate en el suelo y lo dejó tirado allí mismo. Se tumbó en la cama y miró el techo fijamente.
«¿He hecho lo correcto? —se volvió a preguntar—. ¿Es esto lo que quieren mis soldados? Soy su comandante y he de velar por su seguridad; tengo que pensar y decidir por ellos. Sin embargo, durante los últimos veinticinco años, no hemos sido soldados, sino colonos en una tierra implacable y estéril. Y hemos sobrevivido. No sólo eso, sino que hemos hecho de esta tierra nuestro hogar…».
Una llamada a la puerta interrumpió sus cavilaciones.
—Soy Slith, señor.
—Adelante.
Slith entró, saludó, y cerró la puerta tras él. Había tenido la buena idea de traer un jarro con aguardiente.
—Pensé que debía felicitaros, señor. Debéis de haber causado una excelente impresión a ese comandante. ¿Qué título se da? ¿Un caballero oficial? ¿Qué es, un solámnico renegado, expulsado de la orden? ¿Estáis seguro de que queréis tomar parte en esto, señor?
Kang se levantó y fue hacia la mesa.
—Sírvete una copa y ponme otra a mí, ya que estás en ello.
Echó un buen trago de aguardiente, esperó un momento a que pasara el impacto en su cerebro y el fuego en su estómago, y después continuó:
—Tú y yo somos soldados, Slith; sabemos cómo luchar y cómo dirigir tropas en un batalla. Tú mismo lo dijiste. El ansia, la añoranza de combatir, de hacerlo por nuestra soberana: para eso vinimos a este mundo.
Slith tomó asiento y se reclinó en la silla, con la cola enroscada hacia delante, cubriéndole los pies.
—Lo sé —dijo—. Con todo, ya recordáis lo que pasó la otra vez. Dudo que nuestra soberana tuviera mucho que ver en la última guerra. Aunque no lo puedo asegurar, claro. Jamás habló conmigo.
Kang se quedó mirando fijamente el oscuro y fuerte aguardiente.
—Pero sí lo hizo conmigo —musitó. Cada vez que invocaba su magia, había escuchado su voz. De repente, dio un puñetazo en la mesa—. ¡Esta vez no fracasaremos! Estoy convencido, Slith. ¡Tendrías que ver ese ejército! Disciplinado, bien entrenado, dedicado por completo a su causa y los unos a los otros. Hablan de honor, Slith. ¡De honor! ¿Puedes creerlo? La impresión que da este ejército es completamente diferente. Están ahí para vencer, no sólo para matar por matar, como la última vez.
—Hablando de matar, señor. Todos seguimos vivos aquí después de veinticinco años, y eso también cuenta.
—¿Pero qué clase de vida es ésta? Si te paras a pensarlo, nos limitamos a esperar la muerte. Al menos ahora se nos presenta la oportunidad de que nuestras muertes tengan un significado.
—Estáis muy animado esta noche, señor. Tomad otro trago. —Slith siguió su propio consejo.
Kang se echó a reír, pero sólo dio un sorbo al aguardiente. No podía permitirse el lujo de emborracharse. Esta noche no. Tenía trabajo que hacer. Apartó el recipiente al otro extremo de la mesa, fuera de su alcance.
—Dime, viejo amigo. ¿Dónde te metiste durante la incursión al pueblo de los enanos? El cabo que mandaste de vuelta dijo algo sobre que seguías la pista a unos ladrones.
—Vi un grupo de cuatro enanos salir a hurtadillas de Celebundin la noche de la incursión. Aprovecharon la confusión del ataque para ocultar sus movimientos. Podría decirse que los ayudamos a escapar.
Kang trató de mostrarse interesado, pero le costaba un gran esfuerzo. Una semana antes, esta información le habría parecido fascinante, pero ahora los enanos le importaban muy poco.
—Los seguí durante dos días —continuó Slith—. Se dirigieron hacia el norte a través del paso, cruzaron otras dos montañas, y después subieron por la loma Helefundis. Tuve que pararme allí por miedo a que me vieran, pero descubrí hacia dónde se encaminaban.
—¿Adonde? —preguntó Kang, porque era lo que su lugarteniente esperaba que hiciera, no porque le interesara.
—A Thorbardin.
De repente Kang sintió un gran interés. Estaba seguro de que el reino enano subterráneo era el objetivo de los caballeros.
—¿A Thorbardin? ¿Unos Enanos de las Colinas? No encontrarían un buen recibimiento allí.
—Ni lo iban buscando. Por lo que pude entender de lo que decían y saqué en conclusión, esos cuatro tienen las manos tan ligeras como los kenders. No iban a Thorbardin a una reunión familiar. A menos que me equivocara en mis suposiciones, se disponían a aligerar a sus ricos parientes de unas cuantas joyas y monedas de acero. Creo que los enanos nos han tomado por bobos. Hemos estado asaltando su destilería cuando deberíamos haber entrado a saco en su tesorería.
—Ojalá lo hubiéramos sabido antes —dijo Kang mientras se encogía de hombros—. Pero ahora ya no importa.
»Nos vamos a la guerra, y dejaremos atrás a los enanos. Con todo, es bueno saber que existe una puerta trasera para entrar en Thorbardin. Esa información podría interesarle mucho al caballero oficial.
—Un brindis por la gloria, señor.
—¡Por la gloria, Slith!
Los dos draconianos levantaron sus jarras y bebieron.
—Que los hombres estén preparados para dentro de dos días, Slith.
El lugarteniente echó un último trago.
—Sí, señor. Cuesta creer que abandonaremos este lugar después de tantos años. El regimiento estará preparado en cuarenta y ocho horas.
Los dos días transcurrieron en medio de un revuelo de actividad. Kang dio órdenes, supervisó la carga en las carretas, se aseguró de que las provisiones estuvieran preparadas. Tuvo que resolver innumerables crisis, algunas de poca importancia, y una muy grave. Ésta ocurrió cuando los tres draconianos impedidos —al enterarse de que sus compañeros partían para la guerra y dando por hecho que los abandonarían para que murieran de hambre— intentaron matarse mezclando con su cerveza unos pétalos de lirio de la muerte machacados. Los descubrieron a tiempo y se evitó que llevaran a cabo el suicidio.
Kang les habló, les mostró sus nombres en la lista, y les prometió que no sólo acompañarían al regimiento, sino que tendrían ciertas funciones que realizar. Los puso a cargo de hacer inventario de provisiones y armamento, así como de tomar la decisión de qué deberían llevarse y qué no. Esto dejaba libres a otros tres draconianos sanos para que realizaran otras tareas, de manera que la medida tomada por Kang resultó ser provechosa. Aun así, hubo otra interrupción.
«Quizá sea mejor que no disponga de tiempo para pensar demasiado en todo esto», estaba diciéndose para sus adentros mientras se tomaba la comida con retraso, cuando sonó una llamada en la puerta.
Por lo menos era la centésima vez que llamaban en el transcurso de una hora. Kang suspiró.
—Sí, ¿qué pasa? ¡Estoy comiendo! O intentándolo.
—Disculpad, señor, pero ha llegado uno de los exploradores con cierta información, y creo que deberíais oírlo, señor.
—Por supuesto que debería oírlo —rezongó Kang, que apartó el plato a un lado—. Hazlo pasar.
El explorador, un baaz, entró arrastrando los pies, inclinando la cabeza repetidamente y lanzando fugaces miradas a uno y otro lado. Era la primera vez que pasaba a los aposentos del comandante.
—¿De qué se trata? Y date prisa —gruñó Kang.
El baaz inclinó la cabeza otra vez.
—Sí, señor. Algunos enanos nos han estado vigilando, señor. Los descubrimos ayer. Están subidos a un árbol del bosquecillo que hay a menos de dos kilómetros. No informamos antes porque no hacían nada aparte de estar sentados en el árbol. Pero hoy volvieron, y nuestro oficial desea saber qué tenemos que hacer. ¿Los bajamos a rastras, señor, o los dejamos en paz?
—Dejadlos —respondió Kang con una sonrisa—. Sólo tratan de descubrir qué nos traemos entre manos. Probablemente están que no les llega la camisa al cuerpo pensando que nos disponemos a lanzar un ataque en toda regla contra su pueblo.
—¿Es que no lo vamos a hacer, señor? Bueno, quiero decir que no sería una mala idea. Supongamos que le dicen a alguien que nos marchamos.
Kang ya había pensado lo mismo. Un pueblo enano arrasado y una carreta cargada con las cabezas de sus habitantes sería un buen regalo para su nuevo comandante, además de asegurar el silencio de sus viejos adversarios.
Pero Kang había rechazado la idea, aunque sólo fuera por el hecho de haber tenido abastecimiento de aguardiente a la puerta de casa. Se lo debía a los enanos; ellos les habían proporcionado comida, bebida, y, hasta cierto punto, compañía durante los últimos veintitantos años. Si los Caballeros de Takhisis podían presumir de honor y hablar con respeto de sus enemigos, entonces, por su Oscura Majestad, que Kang también podía.
—¿A quién se lo van a decir? —El comandante draconiano sacudió la cabeza—. El Caballero de Solamnia más próximo debe de estar a doscientos kilómetros, y los enanos no tienen mucho trato con ellos, de todas formas. Para cuando quieran darse cuenta de que nos hemos marchado para siempre, no les importará adónde hemos ido.
Se echó a reír.
—Nosotros conseguimos la gloria, y ellos se apoderan de este pueblo. Que les aproveche. ¡Así recuperarán gran parte de sus pertenencias!
Los draconianos partieron al segundo día, tal como Slith había prometido. Llevaban seis horas de retraso con el programa, pero estaban preparados para emprender la marcha. El regimiento se reunió en la plaza del pueblo por última vez, y Kang se dirigió a sus tropas:
—Hemos llevado una buena vida durante estos últimos años —dijo simplemente—. Pero ahora va a ser mejor. ¡Hoy, de nuevo, marchamos a la batalla por la gloria de nuestra soberana!
Dicho esto, dio media vuelta, echó a andar al frente de la columna, y la condujo a través de los portones, fuera de la muralla que sus hombres habían construido, tal vez la única cosa construida por ellos que perduraría tras su muerte.
La única cosa.
No volvió la vista atrás.