3
Los cuatro enanos corrían por la trocha de caza que zigzagueaba a través de la pradera de hierba tan seca como yesca. Aunque todavía era por la mañana temprano, el sol caía sobre sus yelmos de hierro con la fuerza del mazo de Reorx. Tres llevaban coseletes de cuero y pesadas botas, y sudaban profusamente. El cuarto iba vestido con una túnica sujeta con cinturón, polainas y flexibles zapatillas de paño, que entre los enanos se conocían con el despectivo término «zapatos kenders», porque, supuestamente, permitían a quien los llevaba moverse tan furtivamente como un kender. Este cuarto enano iba relativamente fresco y bastante cómodo.
A los cuatro les había ido bien en la incursión de esa madrugada. Uno llevaba un pequeño cordero cargado sobre los hombros y sujeto por las patas. Entre otros dos cargaban con un cajón grande. El cuarto no llevaba nada, circunstancia que también influía en el hecho de que estuviera disfrutando de la caminata.
Uno de los enanos que transportaban el pesado cajón se dio cuenta de este detalle. Resoplando y jadeando por el esfuerzo, protestó:
—Eh, Selquist, ¿por quién nos tomas? ¿Por tus burros de carga? Ven aquí y échanos una mano.
—Caray, Barreno, sabes que tengo mal la espalda —replicó el aludido, que dirigió una mirada severa a su compañero.
—Lo que sé es que puedes colarte a través de las ventanas sin ningún problema —rezongó Barreno—. Y que te mueves con gran rapidez cuando tienes que hacerlo, como cuando aquel draconiano se nos echó encima blandiendo el garrote. No vi que en ningún momento cojearas o renquearas.
—Eso es porque me cuido —repuso Selquist.
—De eso no cabe duda, desde luego —refunfuñó otro de los enanos.
Cualquier viajero habitual de Ansalon habría deducido al primer vistazo que eran Enanos de las Colinas, tan diferentes de sus parientes, los Enanos de las Montañas; al menos, habría dicho que tres de ellos lo eran. Tenían el cabello de un color pardo, la piel tostada y las mejillas rubicundas, consecuencia de haber sido criados desde la infancia con las saludables propiedades de la cerveza de nueces.
El cuarto enano, el que se llamaba Selquist (su madre, que tenía cierta vena romántica, le había puesto el nombre del héroe elfo de un popular relato de bardo; nadie sabía con certeza el porqué) podría haber hecho pensar un rato a esa persona viajera. No parecía encajar en ninguna categoría específica. Sus ropas eran similares a las de sus compañeros, aunque quizás un poco menos aseadas.
Llevaba puesto un anillo, bastante deteriorado, de un metal que él afirmaba que era plata. Este enano —de aspecto juvenil y que, en opinión de sus fornidos compañeros, estaba flaco— también decía que el anillo era mágico. Nadie había visto nunca alguna evidencia de esto, aunque todos habrían admitido que Selquist era muy bueno por lo menos en un truco: hacer que las posesiones de otros desaparecieran.
—Además, Mortero, amigo mío —añadió Selquist—, yo también llevo algo que es un tesoro realmente valioso. Si no tengo las manos libres ¿cómo iba a defenderlo en caso de que nos atacaran?
—Ah, ¿sí? —replicó Mortero—. ¿Y qué es?
Selquist mostró con orgullo el amuleto que llevaba colgado del cuello.
—Menudo tesoro —intervino Majador, hermano de Mortero—. Un céntimo colgado de una cadena. Puede que ni siquiera valga un céntimo. Te apuesto que es de pirita de cobre, el oro de los tontos, como el que aquellos gullys intentaban encajarnos en Pax Tharkas.
—¡No lo es! —replicó Selquist indignado.
Sólo para asegurarse, y cuando los otros no lo miraban, bajó un poco la velocidad de la carrera para echarle un buen vistazo.
El amuleto era de metal, pero no se trataba de una moneda; al menos Selquist no había visto nunca una moneda así, y eran muchas las que había visto a lo largo de su vida. Tenía la forma de una estrella de cinco puntas, en cada una de las cuales había una cabeza de dragón. Dicho dragón de cinco cabezas identificaba el amuleto como una reliquia de la Reina Oscura, lo cual le confería un valor considerable para aquellos que comerciaban con recuerdos de la Guerra de la Lanza. Lo había encontrado mientras revolvía en la taquilla de un draconiano.
—De hecho —se dijo a sí mismo—, tendría mucho más valor si resulta ser mágico.
Esto hizo que se le ocurriera una idea muy desagradable. Con premura, se arrancó el amuleto del cuello y lo metió en el monedero que llevaba colgado del cinturón.
—Sólo me faltaría que la maldición de la Reina Oscura cayera sobre mí por apropiarme de sus joyas —masculló. Aumentó la velocidad de la carrera para alcanzar a sus compañeros—. Lo incluiré como un beneficio extra para el comprador.
Los cuatro remontaron la cresta de una pequeña elevación y por fin pudieron ir más despacio. No parecía probable que los draconianos los persiguieran con ese calor, pero los enanos preferían no correr riesgos. Ahora alcanzaban a ver el humo de las cocinas del pueblo, y oían los vítores de la gente que daba la bienvenida a los guerreros.
El contingente principal de los atacantes había regresado ya, vapuleado y magullado, pero con buen ánimo. Toda la población de la aldea de Celebundin estaba presente en la sala de reuniones para recibir a los héroes que regresaban.
Estos cuatro, que se habían rezagado, se estaban perdiendo la celebración, pero eso no les importaba. En cualquier caso, no se los habría incluido. De hecho, había en el pueblo quienes habrían festejado el que no hubieran regresado.
Selquist y su grupo esquivaron deliberadamente a la multitud, y se dirigieron hacia la casa de Selquist, que estaba ubicada en las afueras de la aldea. Selquist abrió las tres cerraduras de la puerta —era desconfiado por naturaleza— y entró. Sus tres ayudantes lo hicieron a continuación caminando pesada y torpemente, y soltaron el cajón en el suelo. Selquist cerró la puerta y prendió una cerilla para encender una lámpara de aceite.
Barreno soltó el cordero y se quedó mirándolo con expresión hambrienta. El animal baló lastimeramente y se orinó en el suelo.
—¡Oh, gracias, Barreno! ¡Muchas gracias! —Selquist echó una mirada furibunda a su alrededor—. Es justo lo que necesitábamos para mejorar la decoración interior: el fuerte hedor a pis de cordero. En nombre de Reorx, ¿por qué has tenido que meter al animal en la casa? Sácalo y déjalo en el redil, y después busca algo para limpiar esa porquería. Vosotros dos, abrid el cajón y veamos lo que hay dentro.
—Monedas de acero —dijo Majador, esperanzado.
—Joyas —abundó su hermano Mortero mientras hurgaba la cerradura, que cedió con un chasquido.
—Palas —dijo Selquist tras asomarse—. Y también picos y una sierra. Oh, vamos —añadió al ver que los hermanos fruncían el ceño en un gesto de desencanto—. No esperaríais encontrar el rescate de un rey escondido en una choza draconiana, ¿verdad? Esos brutos escamosos no estarían perdiendo el tiempo en este valle olvidado de los dioses si tuvieran dinero. No, demonios. Le estarían dando aire en Sanction y pasándolo en grande.
—Ya que lo dices, ¿qué están haciendo aquí? —demandó Majador, que estaba de mal humor.
—Yo lo sé —intervino Mortero con expresión muy solemne—. Han venido aquí a morir.
—¡Menuda tontería! —Selquist miró a su alrededor para asegurarse de que estaban solos, y bajó la voz—. Yo os diré lo que hacen aquí. Están en una misión de la Reina de la Oscuridad.
—¿En serio? —preguntó Majador, sobrecogido.
—Desde luego. —Selquist se irguió en tanto se rascaba con gesto pensativo la descuidada barba que en tiempos hasta su propia madre había comparado con un puñado de hongos crecidos sobre una piedra—. ¿Qué otro motivo podían tener?
—El que he dicho yo —insistió Mortero, obstinado.
Pero los otros dos se rieron de él con desdén, y empezaron a sacar herramientas del cajón. Las herramientas no eran de fabricación draconiana, lo cual significaba que originalmente habían sido robadas del pueblo enano. Selquist y sus amigos se habían limitado a robarlas de nuevo, un procedimiento que no era inusitado. Después de veinticinco años de asaltos, la mayoría de los objetos pertenecientes a los enanos o a los draconianos habían cambiado de manos con más frecuencia que los regalos en una boda kender.
—No está mal —le dijo Majador a su hermano—. Podemos venderlas por diez monedas de acero. Están fabricadas en Thorbardin, y son de buena calidad.
Poco era lo que se fabricaba en Celebundin. El pueblo tenía una forja y contaba con un herrero muy competente, pero se dedicaba a hacer herramientas para la construcción, no para cavar ni para luchar. La mayoría de las armas de los enanos o eran compradas o cambiadas en trueques o robadas a sus parientes más ricos, más protegidos y centro del más amargo resentimiento: los enanos de la poderosa fortaleza subterránea de Thorbardin.
—Podemos vendérselas al consejo de la comunidad o a los viajeros de la calzada del norte. ¿Qué os parece? —preguntó Selquist.
Mortero consideró seriamente el asunto.
—¿Quién va a comprar palas, picos y una sierra cuando va camino de Solace? ¿Una cuadrilla ambulante de peones camineros goblins? No, tendrá que ser al consejo de la comunidad.
Mortero siempre tenía olfato para los negocios, y Selquist le dio la razón, pero Majador hizo una objeción:
—Alguien acabará reconociendo las herramientas y las reclamará. Entonces el consejo de la comunidad nos obligará a restituirlas.
El mero sonido de la palabra «restituir» hizo que los enanos se estremecieran. Los hermanos miraron a Selquist, que era el cerebro del grupo.
—¡Ya lo tengo! —exclamó éste, tras pensarlo un momento—. Cogeremos a ese corderito meón y se lo regalaremos a la hija del gran thane. ¡Quedaremos como unos héroes! Después, si surge alguna disputa, el gran thane se verá obligado a ponerse de nuestra parte.
Majador y Mortero consideraron esta opción y manifestaron que era factible. Barreno, que acababa de entrar, los miró de hito en hito, con los ojos entrecerrados.
—¿Qué decís que vais a hacer con el cordero? —inquirió.
Selquist le contó el plan, y añadió modestamente:
—Fue idea mía.
Barreno masculló algo en voz baja.
—¿Qué dices? —preguntó Selquist—. Me pareció oír algo así como «chuletas de cordero».
—¡Sí, chuletas de cordero! ¡Estás regalando nuestra cena a la pequeña mocosa del gran thane!
—Deberías pensar menos en tu estómago —dijo Selquist con actitud moralista— y más en la Causa. Necesitamos todo el dinero que podamos reunir para nuestra pequeña expedición.
Dicho esto, apagó la lámpara y salió majestuosamente por la puerta, acompañado por Majador y Mortero. Barreno iba detrás, cargado con el cordero.
Barreno sabía cuanto había que saber sobre la Causa.
La única «Causa» que Selquist patrocinaba era la del propio Selquist.