27

Kang y Slith pasaron el resto del día haciendo planes. Mantuvieron en secreto lo del mapa y la información facilitada por el enano, no porque no confiaran en sus hombres, sino porque sabían que, una vez que los hicieran partícipes de esta inusitada esperanza, les resultaría difícil evitar que salieran disparados y acabaran matándose en el proceso.

El comandante necesitaba plantearles el asunto junto con un plan. Y, cuando Kang salió de su eufórica ensoñación, se dio cuenta de que esto no iba a ser nada fácil. De hecho, no se le ocurría nada más difícil.

—Thorbardin —musitó—. ¿Cómo infiernos vamos a entrar a Thorbardin? Supongo que vosotros, los sivaks, sí podríais, acabando con un par de enanos y asumiendo su forma. Aunque ese truco no funcionó demasiado bien en Celebundin.

—Necesitaremos una fuerza muy numerosa, señor —dijo Slith—. No sólo cuatro sivaks. Para empezar, tendremos que transportar esos huevos nosotros mismos. Los huevos de dragón son grandes, y pesan bastante. Por no mencionar que a lo mejor tendríamos que luchar. No me fío de ese enano delgaducho ni pizca. Tengo la sensación de que nos ha dado gato por liebre. Estaba demasiado dispuesto a facilitar esta información.

—Podría ser una trampa —sugirió Kang.

—Probablemente lo es, señor —se mostró de acuerdo su segundo, que guardó silencio un momento—. Podemos olvidarnos de todo esto si es eso lo que queréis. Jamás diré una palabra a nadie.

«Sí, —se dijo Kang para sus adentros—. Eso es lo que deberíamos hacer. Ésta es una empresa peligrosa, imposible y seguramente en vano. Nos quedaremos aquí, reconstruyendo el pueblo. Cada pocas semanas atacaremos a los enanos, y cada pocas semanas, ellos nos atacarán a nosotros. Finalmente (¿quién sabe hasta cuándo?) empezaremos a morir. Uno o dos al principio. Después, más y más. Cavaremos las tumbas detrás del pueblo, muy hondas, para que las alimañas no desentierren los cadáveres. El que quede el último, no tendrá tumba, ya que no habrá nadie para sepultarlo».

«Quizá sea yo. Quizá sea el último draconiano que quede vivo. Habré visto morir a todos los demás, a todos mis amigos, a mis compañeros, a todos los que tuve a mi mando. Los enterraré a todos, y sólo quedaré yo. Y nuestro único legado será una hilera de tumbas».

—De acuerdo. —Kang miró a Slith—. ¿Cómo demonios entramos en Thorbardin?

—Creo que sé cómo hacerlo, señor. —Slith sonrió.

La pequeña tropa de veinticinco draconianos, compuesta por sivaks y bozaks, avanzó sigilosa a través del bosque que había al norte de Celebundin. El grupo se había desplazado bastante al norte de la población, y después volvió sobre sus pasos para dirigirse al bosque con la esperanza de que esta táctica evitara un encuentro con cualquier patrulla enana que recorriera el valle.

Kang miró a su espalda. Apenas distinguía a los draconianos ocultos entre los árboles, y eso que sabía dónde buscarlos. Llevaban puestas armaduras de cuero y, con el color de sus escamas, se camuflaban entre los ocres y verdes apagados del bosque agostado por el sol. Cada cual eligió su posición, se agazapó, y no se movió. Podrían haber sido rocas esparcidas entre los árboles.

Satisfecho, Kang puso de nuevo su atención en la casa sobre la que mantenían una estrecha vigilancia.

—Todavía están ahí, señor —dijo Gloth, jefe de la tropa seleccionada—. Los veo moverse de un lado para otro.

—Espero que no se nos hayan adelantado y estén ya en marcha —dijo Kang.

—No lo creo, señor —intervino Slith, que era el que tenía la vista más aguda de toda la tropa—. Hay cuatro dentro, los mismos que estaban cuando lo del libro. Distingo a ese enano delgaducho de barba rala, y con él está otro enano rechoncho, además de los dos que les escamoteamos a los caballeros negros.

—¿Y crees que irán todos?

—Seguro, señor. Son los mismos cuatro que seguí la última vez. Todos están metidos en este asunto.

El sol abrasador se estaba poniendo y proyectaba sombras en el interior del bosque. Era una hora peligrosa, ya que las sombras se alargaban minuto a minuto y podían engañar a la vista haciendo creer a un soldado que había percibido un movimiento. Sólo se necesitaba que un draconiano saltara dando un grito, listo para atacar algo que no estaba allí, para echar a rodar esta misión y hacer que acabara en desastre. Los enanos se lanzarían en su persecución tan deprisa que seguro que se dejarían tras de sí hasta las barbas.

Los últimos rayos del sol acariciaron la cumbre del monte Celebund. La oscuridad reinaba ahora en el valle, y Kang estaba pensando que los enanos no tardarían en ponerse en camino cuando Slith le dio un codazo en las costillas.

—¡Maldición! ¡Mirad eso, señor!

Kang estaba mirando. Con su visión nocturna, era más fácil ver en plena oscuridad que con la penumbra del crepúsculo.

Veinte enanos, vestidos de uniforme y al mando de un oficial, marchaban calle adelante.

—¡Nos han descubierto! —dijo Gloth al tiempo que llevaba la mano hacia su espada.

—¡No, espera! —ordenó Kang—. Esos enanos no van a la batalla. O al menos, no van contra nosotros.

Los otros dos draconianos advirtieron entonces lo que el comandante había visto primero. Además de las armas, los enanos llevaban mochilas a la espalda y odres de agua. Varios manejaban sólidos bastones para caminar.

—¿Qué se traen entre manos? —Slith miró a Kang.

—No lo sé —respondió el comandante, sacudiendo la cabeza—. Imagino que ése es su jefe de combate, el bastardo que ordenó prender fuego a nuestro pueblo. Lo he visto en otras ocasiones, dando órdenes.

El cabecilla —un enano corpulento y canoso al que Kang recordaba de incursiones anteriores— entró en la casa. La reducida tropa de enanos se quedó en el patio, vigilante, aunque no porque esperaran ver aparecer a los draconianos. No miraban en aquella dirección, sino hacia su propio pueblo.

Unos minutos más tarde, los cuatro ocupantes de la casa salieron seguidos por el jefe de combate. También ellos llevaban mochilas, odres de agua y armas. Slith y Kang localizaron al delgaducho, que hablaba con el jefe de combate.

—Hablasteis de una trampa, señor —susurró Slith—. ¿Creéis que es ésta?

Kang reflexionó un momento; todo este giro en los acontecimientos era completamente inesperado.

—No, no lo creo —dijo por fin—. Lo lógico es que en una trampa para nosotros hubieran tomado parte doscientos enanos, no veinte. No, me parece que estamos ante un problema logístico, el mismo al que nos enfrentamos nosotros: ¿cómo transportar todo el botín entre cuatro enanos? Por no mencionar el hecho de que estos neidars serían tan mal recibidos en Thorbardin como nosotros si nos descubrieran.

Los enanos se pusieron en marcha.

—Es una expedición en toda regla, ¿verdad, señor? —susurró Slith.

—Sí —se mostró de acuerdo Kang—. Aunque, no sé por qué, me parece que esto no es lo que nuestro flaco amigo tenía pensado.

Los enanos pasaron ante ellos; el jefe de combate marchaba a la cabeza, con actitud engreída y triunfante. El enano delgaducho y sus tres amigos caminaban detrás de él con expresión sombría.

Kang miró por encima del hombro.

—Es el momento. Gloth, preparaos para emprender la marcha.

El oficial regresó, agazapado, hasta la maleza. Los draconianos también iban bien equipados con pesadas mochilas llenas de comida y, además, herramientas y equipamiento que podrían ser útiles para abrir túneles, escalar y construir. Alrededor de la cintura llevaban una cuerda de quince metros, enrollada como una faja. Todos portaban espada, y Kang disponía de un completo repertorio de hechizos.

Podría haber sido imaginación suya, pero desde que había recuperado el símbolo sagrado, su Oscura Majestad parecía más propicia con él.

Gloth regresó agachado.

—Estamos listos para cuando digáis, señor —anunció.

No tuvieron que esperar mucho. Los enanos salieron del pueblo y se encaminaron hacia el norte. Nadie salió a aclamarlos ni a despedirlos. El gran thane no hizo un discurso exhortando a sus hombres a alcanzar la gloria. Estos veinte enanos se marchaban a escondidas, al amparo de la oscuridad. Kang suponía cuál era la razón. El pueblo seguía esperando ser atacado por los draconianos, y aquí se encontraban veinte hombres bien capacitados, que deberían estar preparándose para defender sus hogares, abandonando la villa.

Los enanos se dirigieron directamente hacia el paso del Celebund. La noche era muy oscura; tendría que pasar un buen rato hasta que Lunitari saliera, y cuando lo hiciera sólo sería una fina rodaja colorada, como una cicatriz. La luna negra estaba llena, sin embargo. Kang dejó que los enanos tomaran una ventaja de diez minutos.

—Adelante. —Kang mandó a Gloth que se pasara la orden, cosa que se haría de draconiano en draconiano, en un susurro—. Quiero que haya un absoluto silencio —reiteró el comandante—. Cualquiera que haga el menor ruido, una sola tos, se quedará sin aguardiente los próximos dos meses.

Ésta era una terrible amenaza, y completamente innecesaria, como Kang sabía. Sus soldados eran muy disciplinados y estaban bien entrenados, y éstos eran de lo mejor del regimiento. Los draconianos salieron del bosque por el lado norte, siguiendo el mismo camino que los enanos.

Kang condujo a su tropa por la rocosa ladera arriba, hacia un sendero bien transitado que zigzagueaba sobre la cumbre y bajaba por la ladera del monte Celebund. Cada vez que llegaban a una cresta, Kang podía ver las rojas siluetas de los enanos descendiendo en fila monte abajo, por delante de ellos.

Llevaban seis horas caminando y acababan de cruzar el paso cuando los enanos hicieron un alto. Se sentaron en un calvero, sacaron los odres de agua y descansaron.

Kang hizo que su tropa se detuviera, y Slith se adelantó.

—¿Qué ocurre, señor? —preguntó.

—Más abajo el terreno se abre. Tenemos que cruzar una pradera. Deberíamos aumentar la distancia entre los dos grupos. A esta marcha, llegaremos al monte Bletheron al amanecer. ¿Siguen la misma ruta que tomaron la otra vez?

—Exactamente igual, señor. —Slith se pasó la lengua por los dientes—. Yo tenía razón: nos conducen directamente a su entrada secreta.

La tropa de Kang esperó a que los enanos reanudaran la marcha, y media hora después los enanos recogían las cosas y se ponían de nuevo en camino.

Los draconianos llegaron a las inmediaciones del monte Bletheron cuando el cielo empezaba a clarear.

—Será mejor que paremos y nos pongamos aquí a cubierto —manifestó Kang—. Cuando se haya hecho de día, cualquier enano al que se le ocurra volver la cabeza podría vernos.

Los draconianos se agacharon detrás de los peñascos o se tumbaron debajo de los arbustos. La mayoría se durmió. Kang y Slith se turnaron para hacer guardia.

La mañana transcurrió sin incidentes, y cuando el sol llegó a su cénit, cayendo inclemente sobre ellos como si quisiera asarlos vivos, Kang decidió que los enanos ya llevaban suficiente delantera y despertó a todos. Tras tomar una comida fría, se pusieron en marcha de nuevo. Cruzaron el paso del monte Bletheron justo cuando el sol empezaba a ponerse.

Kang empezaba a estar preocupado. Había enviado a sus mejores rastreadores tras la pista de los enanos y volvieron informando que no había señales de ellos. Por supuesto, era difícil rastrear nada entre rocas y peñascos. Un millar de enanos podría haber pasado por allí sin dejar huella; Kang estaba alarmado y echaba pestes. ¿Y si Slith se equivocaba? ¿Y si los enanos habían tomado otra ruta?

El comandante llamó a su segundo y a Gloth con una seña para que se adelantaran junto a él a la cabeza del grupo.

—He dejado que se alejen demasiado. Tendremos que recuperar tiempo, ya que los enanos nos sacan medio día de adelanto. No se detuvieron anoche, así que calculo que tendrán que pararse y descansar esta noche. ¿Sabes dónde pueden hacerlo, Slith?

—Probablemente acamparán delante de la loma Helefundis, al otro lado del monte Prenechial, igual que hicieron cuando los seguí la vez anterior.

—Van a vernos en cuanto empecemos a cruzar la loma. No podemos ocultarnos allí arriba —intervino Gloth—. Y tampoco podemos dejar que se adelanten demasiado o se colarán en Thorbardin y jamás encontraremos la entrada.

—No te preocupes por eso —dijo Kang—. Tengo un hechizo que resolverá ese problema. Nuestro primer objetivo es asegurarnos de que vamos por el camino correcto.

La tropa siguió adelante. A media noche habían cruzado el monte Prenechial y empezaron a subir las estribaciones de la loma Helefundis. Kang elegía el camino a través de un agrupamiento de peñascos, creyendo que sería un buen sitio para acampar durante la noche, cuando estuvo a punto de tropezar con un enano que dormitaba.

El comandante se paró tan bruscamente que faltó poco para que cayera de hocicos montaña abajo.

«Por fin los hemos encontrado», fue su primer pensamiento.

Y su segundo: «Los enanos nos han encontrado».