28
Moviéndose lenta y precavidamente, plantando con cuidado los pies a cada paso, Kang retrocedió. Si movía aunque sólo fuera una piedrecilla, ésta caería rodando por la ladera y descubriría la presencia de su grupo. Cuando se encontró fuera de la vista del enano dormido y al alcance de la de sus hombres, el comandante hizo señas frenéticamente con la mano, ordenando un alto inmediato.
Los draconianos se quedaron inmóviles de golpe, en tensión y alertas.
Mientras Kang prestaba atención a cualquier sonido de alarma en el campamento enano, buscó desesperadamente un sitio donde su tropa se pudiera poner a cubierto. Al otro lado del camino había un parche de arbustos agostados que se aferraban al terreno rocoso. Se deslizó sigilosamente hacia allí, valiéndose de sus alas para aligerar su peso sobre los pies y disminuir tanto el ruido como las posibilidades de resbalar y caer. La tropa lo seguía de cerca, moviéndose en fila india.
Los draconianos rodearon los arbustos, se agacharon y se tumbaron detrás de ellos.
Slith iba el último. Kang no pronunció una sola palabra, pero todos los soldados adivinaron lo que había ocurrido.
—Creo que no nos han oído —susurró Slith.
Kang asintió en silencio. Al principio había temido que los enanos les hubieran puesto una emboscada, pero ése no parecía ser el caso, y volvió a respirar tranquilo.
Slith sacó la espada y se tendió en el suelo para ocultarse; Kang hizo otro tanto. Los draconianos esperaron y, esta vez, ninguno se quedó dormido.
Hacía meses que no aparecía una sola nube en el cielo, pero Kang pensó que la Reina Oscura podría favorecer su causa y enviar una tormenta al día siguiente. A los enanos les resultaría difícil descubrir que los seguían en medio de un aguacero, y los draconianos podrían acercarse lo suficiente para ver por dónde entraban a la montaña.
Pero si su Oscura Majestad sentía algún interés en su empresa no se tomó la molestia de ayudarlos. Amaneció un nuevo día despejado y soleado, y Kang maldijo para sus adentros. Hasta un enano ciego podría verlos con un tiempo así.
Se oyeron ruidos procedentes del campamento enano, y Kang se arriesgó a incorporarse un poco; vio a dos enanos haciendo sus abluciones matinales detrás de un peñasco. Luego se escucharon ruidos de golpeteo de ollas y joviales juramentos. Los enanos estaban preparando el desayuno. Al cabo de un rato, recogieron el campamento y se marcharon.
Kang hizo que sus hombres siguieran escondidos, y transcurrieron dos horas antes de que les permitiera moverse. Entonces ordenó que comieran y envió una patrulla para explorar.
La patrulla regresó con buenas noticias.
—Los vimos a lo lejos, avanzando en fila a lo largo de la loma. Deberían llegar a la otra punta antes de que caiga la noche, señor.
—Slith, Gloth, venid aquí. —Kang expuso su plan—: Nosotros cruzaremos la loma esta noche, al abrigo de la oscuridad. No creo que tengamos que preocuparnos de que nos descubran. Estamos cerca de Thorbardin, y su entrada secreta debe de encontrarse próxima, así que los enanos ya estarán debajo de la superficie antes de que alcancemos la loma. Una vez que lleguemos allí, esperaremos hasta que amanezca para buscar el acceso secreto. Rezaré a nuestra soberana para que me conceda mis hechizos.
Todo fue según lo planeado. La tropa llegó a la loma sin haber visto a un solo enano y con la seguridad de que ningún enano los había visto a ellos.
Kang se aseguró de que sus hombres se acomodaran para pasar la noche y se ocupó de montar turnos de vigilancia. Buscó dentro de su mochila y sacó el recuperado símbolo sagrado; con el medallón bien sujeto en la mano, empezó a trepar por el cauce de una torrentera que la implacable canícula del verano había secado hacía mucho tiempo. Allí había atisbado lo que parecía ser una cueva obra de la erosión, el sitio perfecto para entrar en comunión con su Oscura Majestad.
El cauce seco serpenteaba alrededor de una cornisa grande y plana que sobresalía por encima del lugar donde sus hombres estaban descansando. La marcha resultó algo complicada por este punto, y Kang no tuvo más remedio que usar manos, pies, cola y alas para salvar este último tramo. Por fin lo consiguió y acababa de ponerse derecho y se limpiaba las manos, cuando de repente se dio cuenta de que no estaba solo. Había alguien aquí arriba, alguien escondido en la oquedad.
Era humano, a juzgar por el olor. Un olor que le resultaba familiar.
Kang ofrecía un fácil blanco, de pie en la cornisa, a plena luz del sol. Bien, ya no podía hacer nada para evitarlo.
Reprochándose su descuido, escudriñó en la oscuridad de la cueva.
—Puedes salir, Huzzud —dijo con tono tranquilo—. Sé que estás ahí.
Al principio, no oyó ruido de movimiento y se puso tenso, esperando que una flecha saliera volando de la oscuridad para acabar con su vida.
También podía gritar pidiendo ayuda. Slith y sus sivaks volarían ladera arriba en lugar de tener que trepar como lo había tenido que hacer él. No llegarían a tiempo de salvarlo, pero al menos sí se vengarían de sus asesinos.
Sin embargo, Kang decidió no hacerlo. No tenía sentido. Si había una tropa de arqueros tras su pista, podrían haberlo matado mucho antes. A él y a todos los demás. Además, ahora que estaba más cerca, sólo olía un humano. Huzzud estaba sola. Tal vez esperaba intimidar a los draconianos con su autoridad, su rango y su condición de Dama de Takhisis, o incluso por el hecho de ser mujer. Tal vez imaginaba que estarían tan impresionados que se rendirían sumisamente.
El comandante levantó las manos.
—No voy armado. Mis hombres están más abajo, durmiendo. Sólo estamos nosotros dos, Huzzud; así que, si has venido a saldar cuentas, hagámoslo entre tú y yo.
La mujer salió de la cueva.
Llevaba puesto un coselete de cuero en lugar de la loriga, y también eran de cuero los pantalones. Tenía los brazos al aire, pues no se había puesto camisa debido al calor. Iba vestida para moverse a hurtadillas, para rastrear, no armada para la batalla. Su cabello rojo le colgaba a la espalda en dos pesadas trenzas. Llevaba espada, pero no la tenía desenvainada, bien que su mano descansaba sobre la empuñadura. De pie en la sombría cueva, contempló a Kang con fría especulación. Luego hizo una seña.
—Entra y quítate del sol. Estoy sola —añadió.
—Yo no —repuso secamente Kang—. Tengo veinte hombres un poco más abajo. Veinte soldados a los que nada les gustaría más que ver esas trenzas pelirrojas tuyas colgando de sus cinturones. No vamos a regresar, jefe de garra. No hay nada que puedas decir o hacer que nos haga cambiar de opinión. Somos guerreros, no cavadores de letrinas. Y ten por seguro que no pensamos volver para que nos ejecuten por desertores.
Huzzud ladeó la cabeza y lo miró con los ojos entrecerrados. Caía un sol de justicia sobre el terreno rocoso.
—Pero eso es lo que sois, draconianos: desertores.
—No, señora —repuso enérgicamente Kang—. Acordamos unirnos al ejército con la condición de actuar como ingenieros. Vuestro comandante aceptó nuestros términos, y después incumplió lo acordado. En cierto sentido, podría decirse que el caballero oficial fue quien nos traicionó a nosotros.
Las comisuras de la boca de Huzzud se crisparon, y después, para asombro del draconiano, la mujer estalló en carcajadas. Rió hasta que se le saltaron las lágrimas, y se limpió los ojos con la mano que antes tenía apoyada en la empuñadura de la espada.
—De verdad que me encantaría ver la cara de mi señor si oyera ese argumento, Kang. —Suspiró y sacudió la cabeza—. ¿Quién sabe? Quizá mi señor ya no esté vivo. No he venido para castigaros a ti y a tus hombres, comandante. Es cierto que me enviaron para encontraros, y hace días que os sigo. Si hubiera querido matarte, habría podido hacerlo en varias ocasiones. ¿Lo admites?
Kang asintió con un breve cabeceo, sin apartar los ojos de ella.
A Huzzud parecía resultarle difícil lo que quiera que tenía que decir a continuación. Se pasó la mano por el cabello empapado de sudor y volvió la vista al horizonte.
—Se me ha ordenado que te diga que vuestro papel en el ejército de Takhisis se ha reconsiderado, comandante.
—Oh —gruñó Kang—, así que ahora tenéis un trabajo para nosotros. Apuesto que alguno sucio. ¿Necesitaremos palas?
La mujer enrojeció de rabia, pero enseguida se controló y su mirada volvió hacia Kang.
—Unos acontecimientos extraños y terribles están teniendo lugar en el mundo. Unos acontecimientos de los que, podría asegurar, no sabes nada. Por favor entra, comandante. Tenemos que hablar.
Kang se encogió de hombros y pasó al interior de la cueva. Era poco profunda, más bien una depresión en la roca que una verdadera cueva. Una rápida ojeada confirmó al draconiano que la mujer decía la verdad: estaba sola. Kang se sentó en el suelo, y Huzzud lo hizo en una piedra que estaba cerca de él.
Enlazó las manos, y apoyó los codos en las rodillas. Kang advirtió que tenía los nudillos blancos. A resguardo de cegador sol, también reparó en las arrugas de tensión y angustia que se marcaban en su semblante.
Le había hecho entrar para sostener una conversación y, sin embargo, se mantenía callada, con gesto pensativo.
—Dijiste algo sobre que tu señor podría haber muerto. Por lo visto los elfos han resultado ser más duros de lo que suponíais —comentó Kang.
—¡Elfos! —Huzzud resopló—. ¡Duros! Qualinesti había caído en poder de las tropas de lord Ariakan antes incluso de que nuestra división llegara allí. Por primera vez en la historia de Krynn, las fuerzas de su Oscura Majestad controlan todo Ansalon. Oh, sí, es cierto que todavía quedan algunas zonas que se resisten, por ejemplo Thorbardin. Pero los enanos se han encerrado en la montaña y no son una amenaza para nosotros, así que de momento los hemos dejado en paz. La Torre del Sumo Sacerdote es nuestra, como también lo es Palanthas y todo el resto de Solamnia. Los malditos dragones de Paladine se han visto obligados a batirse en retirada.
»Ergoth del Sur y Ergoth del Norte están en nuestro poder; controlamos mares y océanos. Pax Tharkas ha caído, así como Solace e incluso Kendermore. —Se encogió un poco—. Compadezco a los pobres caballeros que han sido destinados allí. La victoria es nuestra, Kang. La Reina Oscura ha vencido.
El draconiano hizo una profunda inhalación. Desde el primer momento había sabido que los caballeros eran buenos, pero no había esperado nada parecido a esto. Por fin la victoria. Los caballeros habían conquistado Ansalon.
Takhisis reinaría.
Entonces, ¿por qué tenía Huzzud los nudillos blancos? ¿Por qué la había enviado su comandante en busca de los draconianos? ¿Por qué no estaba segura de que su superior siguiera con vida? La guerra se había ganado de una manera categórica. Kang tuvo una idea alarmante.
—Tu señor no tendrá intención de destinarnos a Kendermore, ¿verdad?
—No. —Huzzud sonrió brevemente. Volvió a guardar silencio un momento—. ¿Mi señor te habló de la Visión? —preguntó de repente, a lo que Kang asintió con la cabeza.
»La Visión da a cada caballero una clara comprensión de las metas de la caballería —explicó Huzzud. Su mirada fue hacia la brillante luz en el exterior de la cueva—. La Visión revela la parte que nos toca cumplir a cada uno de nosotros en el plan de su Oscura Majestad. Nos llega durante la investidura por primera vez, y muchas más veces después de ésa, cambiando y fluyendo con el río del tiempo. —Sus ojos volvieron hacia Kang. Una arruga le fruncía el ceño, y en sus manos crispadas los nudillos se tornaron aún más blancos, como si le hubieran arrancado la piel y hubieran dejado los huesos al aire.
»Durante las dos últimas semanas, mi señor ha experimentado una nueva y horrorosa Visión, Kang. Y no es él el único. Lo mismo nos ha ocurrido a muchos integrantes de la caballería.
«Ah, por fin estamos llegando a alguna parte», pensó Kang.
—¿Y qué contemplas ahora mediante la Visión? —preguntó.
—La Torre del Sumo Sacerdote es atacada…
—Por los Caballeros de Solamnia —dijo Kang con una maldición.
—No, por ellos no. De hecho… —Huzzud hizo una pausa, y una expresión de asombro asomó a su semblante—. ¡De hecho, los solámnicos combaten a nuestro lado! Luchamos contra criaturas horrendas, demonios que no son de este mundo. O quizá sí lo son, pero han estado cautivos hasta el momento en la insondable oscuridad que hay debajo del Abismo. Ahora pasan sobre las murallas de la Torre del Sumo Sacerdote como un enjambre. Todos aquellos a los que tocan se convierten en nada. No queda el menor recuerdo de su existencia. Se dice que incluso los muertos temen a estos demonios.
»Lord Ariakan cae, mortalmente herido. Los dioses combaten en el cielo, y están perdiendo. —La voz de Huzzud se redujo a un susurro a medida que hablaba. La mujer estaba pálida, y sus ojos miraban fijamente al vacío, ensimismados. De nuevo, estaba contemplando mentalmente la Visión—. Un grupo de héroes cabalga hacia la batalla contra el Padre de los demonios, el Padre de Todo y Nada, el Padre de los dioses: Caos. Él ha sido quien ha enviado a estos diablos para que nos destruyan, para hacer desaparecer el sol del cielo, para que volvamos al vacío y la nada de la que fuimos creados. No quedará recuerdo alguno de ninguno de nosotros.
Un escalofrío hizo chirriar las escamas de Kang. Los draconianos podrían desaparecer como raza si su misión de rescatar los huevos fracasaba, pero al menos habría quienes los recordarían. Sus hazañas durante la Guerra de la Lanza seguían siendo relatadas por los bardos por todo Ansalon. Los cantos no eran particularmente halagüeños, y la mayoría se refería a cómo un héroe u otro había vencido a los perversos secuaces de su Oscura Majestad. Pero al menos quedaría alguien para recordarlos. Al menos habría alguien para entonar los cantos.
Kang intentó imaginar la nada. Todo dolor, sufrimiento, amor, odio, risa, valentía, héroes, gente corriente, todo reducido a nada.
—¿Qué ocurre? —preguntó el draconiano, que sentía la boca muy seca.
—Los héroes han sido derrotados —respondió Huzzud en un susurro—. El mundo cae en manos de Caos, y lo aplasta y se limpia el polvo de los dedos.
—¿Así que es el fin para todos nosotros? —Kang parpadeó—. ¿Qué vamos a hacer? ¿Quedarnos aquí sentados, esperando morir?
—Nosotros no —respondió ásperamente Huzzud. Sacudió la cabeza para alejar la Visión y volver a su obligación—. La Visión cambia como cambia el tiempo. El futuro que he visto puede llegar a pasar. También es posible que pase sólo en parte o que nunca pase. Somos instrumentos que van dando forma a la Visión. En cierto sentido, somos muy afortunados pues se nos da la oportunidad de combatir al lado de los dioses. Vosotros os dirigís a Thorbardin, ¿no es así, comandante?
Su pregunta fue planteada de una manera tan repentina que cogió a Kang por sorpresa. El draconiano se recobró, se encogió de hombros y dijo:
—¿Nosotros? Es la primera noticia que tengo.
Huzzud sonrió, alargó la mano y la puso sobre la garra de Kang. El draconiano la miró, asombrado por la fuerza de los finos y encallecidos dedos que apretaban su piel escamosa. Era la primera vez que una piel humana había tocado voluntariamente la suya. La mano de la mujer era cálida, y su apretón, firme.
—Tú estás en mi Visión, Kang. Por eso milord me envió a buscarte. Tengo que transmitirte un mensaje. Un mensaje de su Oscura Majestad.
»Se siente muy complacida contigo, comandante Kang. Has sobrevivido en un mundo hostil durante muchos años y, en todo ese tiempo, has permanecido leal a Ella. Has demostrado poseer inteligencia y perspicacia. En tu lugar, otros habrían matado a los enanos del valle. Pero tú, al permitir que tus enemigos vivieran, has sobrevivido gracias a ellos. Tu buen hacer ha sido recompensado. Los enanos han topado con un valioso tesoro, desde luego. Y no me refiero a monedas de acero o joyas.
Kang miraba a Huzzud de hito en hito. Su mano tembló. La mujer no podía saber nada sobre los enanos. Él nunca le había hablado de ellos. Y, por supuesto, no podía saber nada sobre el mapa del tesoro. Este mensaje era, indudablemente, de la Reina Oscura. Kang inclinó la cabeza con humildad, profundamente agradecido.
El apretón de la mano de Huzzud se acentuó.
—Dentro de un cofre decorado con sus símbolos hay diez huevos de dragón: dos de oro, dos de plata, dos de bronce, dos de latón y dos de cobre. Contienen hembras draconianas. Están vivas o, más bien, lo estarán cuando se ejecute el último conjuro.
A Kang se le cayó el alma a los pies, sus esperanzas hechas añicos.
—¿Y cómo puede ejecutarse ese conjuro? —inquirió amargamente—. Entre nosotros no hay clérigos oscuros ni Túnicas Negras.
—No los necesitáis —manifestó Huzzud con voz tranquila—. Su trabajo está hecho. Sólo hace falta una varita, una varita muy especial.
—¿Y cómo sabré cuál es?
—Está hecha de obsidiana, y es tan larga como tu antebrazo. Los cuerpos de cinco dragones se enroscan a su alrededor, cada uno de ellos hecho con piedras preciosas. Las cabezas de los dragones se juntan en la parte superior, y las colas están entrelazadas en el extremo inferior. El conocimiento de cómo utilizar esta varita te llegará cuando sea el momento apropiado. Sólo tienes que pronunciar su nombre, eso es todo. La varita hará el resto.
—Gracias, señora. Dile a su majestad… —La emoción contrajo la garganta de Kang, impidiéndole hablar. Cuando se recuperó, dijo—: Dile a nuestra soberana que no sé cómo pagárselo.
—Ella sí lo sabe —contestó Huzzud, y en su voz había un tono sombrío—. En las entrañas de Thorbardin viven aquellos que, si no se los detiene, serán la perdición de Krynn.
—¡Los destruiremos! —juró Kang al tiempo que apretaba el puño—. ¡Si quiere que acabemos con todos los enanos de Thorbardin, con todos los enanos de Ansalon, lo haremos!
—No me refiero a los enanos, Kang —dijo Huzzud—. ¿Es que no has escuchado lo que te he contado? El enemigo al que habréis de enfrentaros es mucho más terrible que cualquier adversario vivo que pisa la faz de Krynn. Son las criaturas de Caos.
—¿Y qué son? —preguntó el draconiano.
Huzzud miró fijamente la oscuridad, sumergiéndose de nuevo en la Visión. Al cabo, sacudió la cabeza.
—No lo sé con seguridad. Todo cuanto alcanzo a ver es fuego, los héroes retorciéndose y muriendo en medio de llamas. Veo al propio mundo consumiéndose y pereciendo. Lo lamento, Kang, no puedo ayudarte más. Mi Visión termina aquí, y también mi mensaje.
—Entonces, ¿cómo sabremos a lo que debemos enfrentarnos? —inquirió Kang, frustrado—. ¿Cómo sabremos cuándo nos encontramos ante esos demonios…, los enemigos de su Oscura Majestad?
—Cuando veas su señal. Esta. —Huzzud soltó la mano de Kang y con un dedo siguió la silueta del dragón de cinco cabezas que adornaba el peto del draconiano—. Entonces sabrás que lo que estás haciendo es en nombre de su Oscura Majestad, por su voluntad y con su beneplácito.
La mujer se puso de pie.
—Este era mi mensaje, Kang. Lamento que no sea demasiado claro. Espero que encontréis los huevos y que tu raza sobreviva.
—Y yo confío en que todos sobrevivamos —respondió Kang al tiempo que se incorporaba—. Gracias por venir, señora. Me has traído una gran esperanza.
Los dos se dirigieron hacia la boca de la cueva y allí se detuvieron, reacios a salir bajo el sol abrasador.
—Estamos cerca de Thorbardin, y los enanos suelen patrullar por los alrededores. ¿Necesitas escolta? —preguntó Kang—. Podría destacar a dos de mis hombres y…
—No, gracias, Kang. —Huzzud buscó debajo del coselete de cuero y sacó un amuleto de un Dragón Rojo con una cadena de plata—. Mi montura está cerca y aguarda mi llamada.
—Entonces, adiós, Dama de Takhisis —se despidió Kang, que añadió—: ¿Adónde vas ahora?
—A la Torre del Sumo Sacerdote —contestó Huzzud—. ¿Quién sabe? Quizás esté entre el grupo de héroes que hará ese último y predestinado vuelo, comandante.
—Adiós, señora. Que la gloria y la Reina Oscura cabalguen contigo.
Huzzud salió de la caverna y echó a andar por una senda que ascendía hacia la cumbre de la montaña. Kang la estuvo mirando hasta que se perdió de vista. Aun entonces, el draconiano permaneció en la boca de la cueva durante unos minutos, reflexionando sobre lo que se había hablado, repasando mentalmente las palabras de la mujer.
Sacó el símbolo sagrado y lo sostuvo en la palma de la mano. Luego lo expuso al sol, y tuvo la impresión de que el símbolo, bañado en una luz rojiza, estaba teñido de sangre.
Fervoroso, se puso de rodillas y dio las gracias a su Oscura Majestad por el favor otorgado. El enano había dicho la verdad. Los huevos eran de draconianos, ¡de hembras! Por fin sus hombres y él tenían ante sí un futuro.
A pesar de su regocijo, a Kang no le pasó por alto la cruel ironía. Ahora que por fin tenían una razón para vivir, él acababa de empeñar sus vidas en la lucha contra las criaturas de Caos, fueran cuales fueran.
Con todo, aunque sólo unos pocos draconianos sobrevivieran a la batalla —esta idea hizo que se sintiera orgulloso— las jóvenes hembras draconianas podrían ser rescatadas de su prisión dentro de los huevos, y su futuro estaría asegurado.