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A fuerza de agitar mucho los brazos, dar gritos, amenazar y tirar de las barbas, Selquist consiguió finalmente detener la desbandada de los aterrados enanos.

—¡Basta! ¡Deteneos! ¿Es que os habéis vuelto todos locos? —chilló.

Los enanos acabaron parándose, faltos de resuello, y echaron miradas nerviosas hacia atrás. Casi habían desandado todo el camino hasta el puente reconstruido.

—Estoy muy disgustado con todos vosotros —reprochó Selquist—. ¡Jamás había visto una actitud tan cobarde!

Los enanos militares se mostraron hoscos, a la defensiva.

—Tú no viste nada —dijo uno—, porque estabas al final de la fila, donde era seguro.

—Vigilaba la retaguardia —repuso Selquist con dignidad—. Y nunca me cogerás huyendo del peligro. Después de todo, ataqué al grell. ¡Y vosotros os llamáis Enanos de las Colinas! Enanos gullys sería más ajustado a la realidad.

El rapapolvo hizo efecto; de todos era sabido que los gullys eran los seres más cobardes que pisaban la faz de Krynn. El insulto encolerizó a los enanos, aunque pareció que algunos admitían que lo tenían merecido. Agacharon la cabeza, avergonzados.

—Tú no estabas allí, daergar —se alzó una voz desafiante—. Los draconianos, sí. Y se apoderaron de la varita que achicharró a Milano. Yo no pienso ir tras ellos.

Varios enanos se mostraron de acuerdo mascullando en voz baja.

Selquist se puso de puntillas y atisbó por encima de las cabezas.

—¿Quién ha dicho eso? ¿Fuiste tú, Vellmer?

—Sí, fui yo. —El maestro destilador de negra y espesa barba y mejillas siempre coloradas debido a la necesidad de catar todos sus productos se adelantó. Tenía una perpetua expresión feroz a causa de las erizadas y negras cejas que se unían sobre el puente de la nariz.

—Tú eras el lugarteniente del jefe de combate, ¿verdad, Vellmer? Imagino que eso significa que te has encargado del mando de la tropa tras la desgraciada defunción del pobre Cernícalo —dijo Selquist.

Vellmer le dio un empellón que lo desplazó hacia atrás.

—Habla con más respeto de los muertos —gruñó.

—Eso es algo que nunca he comprendido —comentó Selquist—. Puedes hablar mal de una persona cuanto quieras mientras está viva; pero, en el momento en que está muerta y ya no puede hacerte daño, no se puede decir nada contra ella. Oh, qué más da. No quiero pelear. —Selquist se adelantó y puso las manos sobre los hombros del maestro destilador con gesto amistoso.

»Mira, Vellmer, tú no te alistaste para esto. Fue Cerní…, quiero decir, Milano, quien estaba empeñado en ir a romper huevos de dragón. Bien; pues, si quieres coger a tus chicos y regresar a casa, ya conoces el camino de vuelta, supongo.

El maestro destilador se puso tenso y miró a Selquist con recelo.

—Claro que lo conozco —gruñó—. Y es lo que estoy pensando hacer. Vinimos a machacar huevos de dragón, pero no sabíamos que fuéramos a tener que luchar contra grelles ni draconianos con varitas mágicas.

—Para ser precisos, era un grell —dijo Selquist—. Y tampoco fue para tanto. Pero podéis iros si queréis.

—Nos vamos —decidió Vellmer, que echó a andar de vuelta por el túnel, acompañado por sus hombres.

—Bien, así nos tocará más a la hora de repartir el tesoro —contestó Selquist—. Os habría correspondido la participación de Cernícalo. Un medio de una centésima parte.

Los enanos se pararon en seco.

—¿Qué hacéis? —demandó Vellmer al sentir que cesaba el sonido de pisadas tras él. Dio media vuelta al tiempo que rezongaba—: ¿De qué nos serviría un tesoro si no estamos vivos para gastarlo?

—Ese grell era un blandengue —manifestó un enano.

—Y seguramente no habrá más —añadió otro.

—¿Y los draconianos? —inquirió Vellmer.

—A lo mejor se despeñan por una sima —argumentó otro enano.

Selquist palmeó a Vellmer en la espalda.

—Qué pena que tengáis que iros tan pronto —comentó—. Nosotros cuatro nos ocuparemos a partir de aquí. Nos costará un poco de trabajo sacar todo ese tesoro, pero nos las arreglaremos.

—¿Y dices que es mucho? —Vellmer miró a Selquist fijamente—. ¿Acero y oro y plata y joyas y cosas así?

—Más de lo que puedas imaginar.

El maestro destilador lo pensó un momento.

—Respecto a esos huevos de dragón —dijo luego, con el entrecejo fruncido en un gesto severo—, nuestro deber es machacarlos. Ahora lo veo claro. Y, una vez hecho eso, os ayudaremos a cargar con el tesoro.

—Eres todo un neidar, Vellmer —manifestó Selquist mientras estrechaba su mano—. Un caballero y un gran destilador, como siempre he dicho.

—¿Pero cómo pasamos a los draconianos? —se preguntó Barreno.

Selquist sacó el mapa.

—Traed esas antorchas aquí. Mirad, no tenemos que ir por el mismo camino que han tomado los draconianos. Hay una galería lateral que se bifurca del túnel principal, lo rodea, y después… —Se quedó callado y miró el mapa de hito en hito.

—Y después ¿qué? —Vellmer se asomó por encima de su hombro—. ¿Salimos a un borrón de tinta?

Selquist lanzó una mirada asesina a Barreno.

—Lo siento —se disculpó su amigo—. La pluma goteó.

—No importa —dijo Selquist, enojado—. Pero, como podéis ver, una vez que hayamos pasado el borrón de tinta el camino va directo al tesoro. Será mejor que nos demos prisa. Los draconianos nos sacan una gran ventaja.

Los enanos formaron en dos filas, una encabezada por Vellmer, y la otra por Selquist. Los dos cabecillas iniciaron un paso ligero que marcó el ritmo a los demás. Aunque los enanos habían nacido y crecido en las montañas, no bajo ellas, tenían polvo de roca en la sangre, como rezaba el dicho. Avanzaron deprisa, recuperando el tiempo perdido, y pronto llegaron a la bifurcación.

—¡Escuchad! —dijo Vellmer, haciendo una pausa—. ¿Oís eso?

Todos lo oyeron; eran ruidos de pies con garras contra la roca del suelo.

—¡Los draconianos! —gritó Mortero—. ¡Vienen hacia aquí!

—¿Por qué tienen que hacerme esto? —se preguntó Selquist, irritado—. Han resultado ser una molestia. De verdad estoy empezando a lamentar el haberlos conducido aquí abajo.

—¡Deprisa! —urgió Vellmer—. ¡Que todo el mundo corra hacia el túnel antes de que nos vean!

Los enanos salieron disparados hacia la entrada de la bifurcación, pasaron delante de unas vagonetas abandonadas, y siguieron corriendo hasta que consideraron que estaban bastante lejos para que los draconianos los vieran o los oyeran. Se pararon y escucharon, pero no oyeron nada.

—Deben de haber pasado de largo. Quizás se han dado por vencidos y han vuelto a casa —sugirió Majador, esperanzado.

—No estoy seguro —comentó Mortero en voz baja—. Tengo la extraña sensación de que alguien nos está vigilando.

—¡Pues yo lo único que noto es el calor! —protestó Barreno mientras se enjugaba el sudor de la cara—. Se supone que aquí abajo no tendría que hacer calor, ¿verdad?

—No —respondió Vellmer—. No debería hacerlo. Pero lo hace, y algo nos está observando. Puedo sentirlo. Algo va mal.

—Algo va bien —lo contradijo Selquist, que estudiaba el mapa—. Esa galería lateral nos llevará de vuelta al túnel principal, y la cámara del tesoro está justo un poco más adelante.

Selquist aceleró el paso. Su entusiasmo era contagioso, y los otros enanos se apresuraron en pos de él, los rostros encendidos por el calor y el entusiasmo. Giraron en un recodo del túnel y vieron una vasta cámara al fondo.

—¡Ahí tiene que ser! —gritó Selquist.

—Si lo es, ¿por qué sale esa luz roja del tesoro? —preguntó Barreno.

—¡El resplandor del oro! —contestó su amigo. Hizo una pausa para limpiarse los ojos de sudor—. ¡El brillo de los rubíes! ¡La aureola mágica de los libros de hechizos!

—¿Y se supone que tiene que oler tan mal? —preguntó Mortero, que se tapaba la nariz.

—Probablemente sea por los huevos de dragón —sugirió Selquist—. Seguramente estarán podridos, después de tanto tiempo. ¡Ya estamos!

El túnel desembocaba en una enorme cámara. Los enanos se apelotonaron en la entrada y miraron dentro.

Una luz roja irradiaba de un pozo que había en el centro de la caverna. El calor era tan intenso que los enanos tuvieron que levantar los brazos para protegerse la cara.

—No tenemos por qué preocuparnos de los huevos de dragón —dijo Vellmer con tono sombrío—. Si están ahí dentro, ya se habrán cocido.

—Selquist, ésta no es la cámara del tesoro. La forma no coincide con la del mapa. De hecho, esta cámara ni siquiera aparece en él —señaló Mortero—. ¡Debemos de haber tomado el camino equivocado!

—¡Oh, fíjate en eso! —exclamó Majador, pasmado—. ¡La piedra de las paredes está derretida, como si fuera mantequilla o algo así!

También el entusiasmo de los enanos se estaba disipando. Se encontraban fuera de la cámara, sudando copiosamente y manoseando las armas con nerviosismo.

—Este lugar irradia maldad —susurró Vellmer.

—Y se supone que no debería estar aquí —reiteró Mortero.

—O tal vez seamos nosotros los que no deberíamos estar aquí —dijo Majador, que tragó saliva con esfuerzo.

—¡Bah! —Selquist demostraba mucho más valor del que sentía realmente. Su estómago se retorcía de una forma que parecía estar buscando el modo de salir de su cuerpo—. Nos hemos topado con un pozo de lava, eso es todo. Probablemente el suelo se hundió en algún momento después de que el tesoro fuera escondido, y por eso la cámara no aparece en el mapa. Es un fenómeno natural, causado por… por…

—Temblores sísmicos —sugirió Mortero.

—Gracias. —Selquist se acercó poco a poco a la entrada, miró dentro con los ojos entrecerrados para resguardarlos del intenso resplandor—. Veo una salida allí… al otro lado.

Los demás se amontonaron de nuevo junto a la entrada.

—Tienes razón. —Vellmer dio su aprobación oficial al informe de Selquist—. Ésa es la salida. Por desgracia, para salir primero tenemos que entrar.

Nadie parecía dispuesto a hacer tal cosa.

—Bien, estupendo —dijo Selquist, tratando de avivar el entusiasmo de sus compañeros—. Entramos, como Vellmer dice, rodeamos el pozo de lava, y salimos. Eso es todo.

—No sé, Selquist. Hay algo ahí que no nos quiere dentro —adujo Majador con voz temblorosa al tiempo que se enjugaba el sudor de la cara con la punta de la barba.

Los enanos se miraron los unos a los otros y después a la cámara con incertidumbre.

—Pues yo voy a entrar —anunció Selquist finalmente, y echó a andar hacia la abertura.

Vellmer lo agarró por el correaje y tiró de él hacia atrás.

—Y te llenarás los bolsillos con el tesoro aprovechando que no te vemos, ¿verdad? —El maestro destilador resopló—. O entramos todos o no entra nadie.

—Entonces entramos todos —repuso Selquist con alivio. No lamentaba tener compañía. Sólo había dado un paso dentro de la cámara y, a pesar del agobiante calor, había experimentado un extraño escalofrío que le recorrió la espina dorsal.

Apelotonados, con las armas prestas, los semblantes tensos y sudorosos bajo el rojizo resplandor, los enanos entraron en la cámara arrastrando los pies.