23
—Harold, ¿qué has estado haciendo? Hueles como un sapo…
Sus ojos se desorbitaron y miraron a Slith con horror. Para que el conjuro de polimorfismo funcionara era necesario que la víctima estuviera convencida de que la persona que estaba mirando era un enano. Una vez que en ese convencimiento surgía una duda por cualquier motivo…
La mujer gritó.
Slith se dio media vuelta y echó a correr. Cruzó como una exhalación frente a la taberna, donde los enanos —y un sivak entre ellos— se asomaban para ver quién gritaba y por qué. Vieron a Slith pasar a toda carrera. La enana estaba histérica, y sólo era capaz de chillar y señalar. Los otros enanos, suponiendo que le había robado, salieron en su persecución. Slith siguió corriendo, giró en una esquina, y se encaminó hacia el extremo norte del pueblo.
—No te preocupes, Slith —dijo la voz de Kang detrás de él—. Te tengo cubierta la espalda.
Slith había olvidado que el comandante estaba con él; no miró atrás, sino que continuó corriendo.
—Nos están dando alcance —dijo Kang.
—¡Qué mala suerte la mía! —rezongó el lugarteniente. Tenía piernas de enano, no sus propias y poderosas piernas de draconiano, y se estaba quedando retrasado—. ¡Nuestra soberana podría cuidar mejor de nosotros!
—Quizá lo esté haciendo —comentó Kang—. Mira, allí hay una casa vacía. Métete dentro. Nos quedaremos escondidos hasta que hayan pasado.
Slith cambió el rumbo y corrió hacia la casa, con Kang pisándole los talones. Era la típica vivienda de diseño enano, hecha con piedra y la puerta y los postigos de madera. No se veía ninguna luz a través de las ventanas, y, como había dicho Kang, parecía desierta.
Slith tiró del picaporte y, cuando éste no cedió, apoyó el hombro en la puerta y empujó, olvidando al hacerlo que también era el hombro de un enano, no el grande y musculoso de un draconiano. La puerta aguantó el empujón.
—¡Deprisa, Slith! —instó Kang.
Ya se oían las voces y los gritos que se iban acercando.
—¡La maldita puerta tiene tres cerraduras! —dijo Slith al mirar la hoja de madera—. Será mejor que lo intentéis vos, señor.
El lugarteniente no veía a su superior, pero sintió que algo grande pasaba corriendo junto a él. La puerta de abrió violentamente, como si hubiera recibido un tremendo puntapié.
—¡Entra! Yo no quepo por ese hueco. Estaré a salvo aquí fuera.
Slith se metió a todo correr y se apresuró a cerrar la puerta, con las tres cerraduras ahora rotas. Al girar sobre sí mismo se encontró con que había cometido un error.
La casa no estaba desierta.
Había cuatro enanos sentados a una mesa sobre la que ardía una única vela. Todos estaban absortos mirando algo y discutiendo entre ellos.
Al ver que un enano entraba en su casa, uno de ellos cogió de encima de la mesa lo que quiera que estuvieran mirando e intentó esconderlo. Los otros tres pusieron un gran empeño en asumir una expresión inocente.
—Oh, hola, eh, Ladrillero —saludó uno de los enanos, un tipo delgaducho con una barba que parecía musgo—. Así que de parranda sin tu mujercita, ¿eh? Qué amable al pasar a visitarnos. La próxima vez, sin embargo, llama antes, por favor. Me has roto la puerta.
«Condenada suerte la mía», repitió Slith para sus adentros. ¡Tenía que ser precisamente ese enano!
Kang, en el exterior de la casa, oyó las voces dentro.
«¡Maldita sea cien veces!», renegó para sí mismo. La casa vacía parecía la respuesta a sus plegarias, pero ahora pensaba que Takhisis los había abandonado a su suerte. Tendría que encontrar otro medallón consagrado.
Si Slith pudiera engañarlos durante un ratito más…
Los enanos que los perseguían aparecieron corriendo por el otro extremo de la calle. Kang se agazapó debajo de una ventana que tenía una gruesa cortina, confiando en poder oír algo de lo que pasaba dentro de la casa, pero manteniéndose oculto en las sombras. Su hechizo de invisibilidad no duraría mucho más tiempo.
El grupo de persecución se frenó en seco.
—¿Dónde se ha metido?
—Que me condene si lo sé.
Los enanos se quedaron parados en mitad de la calle, mirando en derredor.
—Esa es la casa de Selquist. A lo mejor ha visto algo. Podríamos preguntarle.
—No, no está en casa. Mira, no hay luz. De todas formas, ¿qué había hecho el tipo al que perseguíamos?
—No lo sé. La mujer de Ladrillero estaba gritando como una loca. Supongo que le robó. ¿Viste quién era?
—No, ¿y tú?
—Tampoco.
—Debe de haber salido del pueblo. ¿Quieres que vayamos tras él? —El enano lo preguntó sin el menor entusiasmo.
—De eso nada. Ya oíste lo que dijo el jefe de combate: que esos condenados draconianos deben de estar rondando por aquí cerca, esperando atraparnos de uno en uno. Pero a mí no me van a pillar, porque no pienso ir más lejos. Regresemos a la taberna. Tanto correr me ha dado mucha sed.
Tras intercambiar unas cuantas frases más, los enanos dieron media vuelta y se dirigieron al centro de la villa.
Estupendo. Kang notaba que el efecto del conjuro de invisibilidad empezaba a remitir, y sólo duraría unos pocos minutos más. Por lo menos estaba en las afueras del pueblo, y podría escabullirse en la noche. Sin embargo, no pensaba marcharse sin Slith, y se preguntó por qué se estaba entreteniendo tanto. No había oído gritos ni chillidos, así que supuso que su segundo no había sido descubierto.
Pero, entonces, ¿qué estaba haciendo? ¿Tomando el té?
—¡Maldita sea, Slith! —masculló en voz baja—. ¡Date prisa!
Dentro de la casa, Slith había sentido que se despertaba su curiosidad. Reconocía a estos enanos; eran los cuatro a los que había seguido durante dos días, los mismos que habían hablado de colarse dentro de Thorbardin. El delgaducho de barba rala era inconfundible.
Estos enanos habían entrado a escondidas en la fortaleza subterránea y, evidentemente, habían encontrado algo valioso a juzgar por su forma encubierta de actuar.
Y lo que era valioso para un enano también podía serlo para un draconiano.
—Bueno, Ladrillero —dijo el delgaducho—. ¿Vas a quedarte de pie ahí toda la noche mirándonos con ojos desorbitados? ¿Qué demonios quieres? Si es por ese pequeño asunto de la tetera de loza que echaste en falta, ya te expliqué que…
—¡Ni siquiera nos hemos acercado a Thorbardin! —intervino otro de los enanos con voz temblorosa—. ¡Ay! —exclamó un instante después, y se frotó un brazo—. ¿Por qué me has pellizcado, Selquist?
Slith inhaló aire y apagó la vela de un soplido.
Los enanos podían ver en la oscuridad tan bien como los draconianos, pero éstos habían estado alumbrados por la luz de la vela y pasarían unos segundos antes de que los ojos se acostumbraran al cambio. Slith aprovechó esos instantes, recuperó su forma original, y saltó hacia la mesa. Apartó a uno de los enanos que estaba en su camino de un manotazo y se abalanzó sobre el delgaducho.
Selquist ya veía bastante bien, y lo que vio lo dejó aterrado. Se quedó paralizado por el miedo, sujetando algo contra el pecho con todas sus fuerzas.
Slith alargó las garrudas manos y asió lo que el enano estaba intentando ocultar.
El intento de robarle su tesoro fue impulso suficiente para hacer reaccionar al enano. Se aferró al objeto con una tenacidad propia de una raza de perros de presa que los solámnicos criaban para perseguir y dar caza a los goblins. Slith agarró no sólo el objeto, sino también al enano.
—¡Suelta! ¡Maldita sea tu pellejo peludo! —gruñó el draconiano, que intentó deshacerse del enano sacudiendo las manos.
—¡Es m… m… mío! —dijo el enano, cuyos dientes castañeteaban a causa de las fuertes sacudidas.
Slith dio un tremendo tirón que lanzó al enano volando por el aire. A juzgar por el ruido, Selquist fue a parar contra un armario lleno de cacharros de loza.
Con el objeto sujeto bajo el brazo, Slith corrió hacia la puerta principal. Por desgracia, en su precipitación olvidó que esta casa estaba construida para enanos y que él se marchaba habiendo recuperado su cuerpo draconiano con sus dos metros diez de estatura.
Se dio un trompazo en la cabeza con el marco de la puerta.
Kang, que esperaba fuera, escuchó el griterío, la pelea y el ruido de la vajilla al romperse. Su deducción fue que Slith había sido descubierto.
No tenía sentido seguir escondiéndose, de manera que el comandante metió la cabeza por la ventana abierta a tiempo de ver a su segundo golpearse contra el marco de la puerta y caer al suelo inconsciente.
—Oh, por amor de… —Kang corrió hacia la parte delantera. Para entonces, el hechizo de invisibilidad se había gastado, pero ya daba lo mismo. Uno de los enanos chillaba dentro de la casa como si fuera un diabólico invento gnomo expulsando vapor. Pronto tendrían encima a todos los enanos que hubiera en varios kilómetros a la redonda.
Slith estaba tendido de espaldas, con los pies asomando por la puerta, y entre sus brazos sostenía lo que parecía un libro.
—¡Recuperad el libro! —gritó otro enano desde las profundidades de un armario hecho astillas.
—¡Slith! ¡Despierta! —gritó Kang.
Agarró al sivak por los pies, tiró de él y lo sacó fuera justo en el momento en que dos de los enanos, armados con garrotes, se disponían a rematar el trabajo que el marco de la puerta había empezado.
—¡Vamos, Slith! ¡Despiértate! —Kang propinó un par de bofetadas a su segundo.
Aturdido, el sivak sacudió la cabeza.
—¿Qué me golpeó?
El comandante recogió el libro, se lo metió debajo del brazo sin darse cuenta de lo que hacía, y ayudó a su segundo a levantarse. Hizo una breve pausa para enseñar los dientes y gruñir a los tres enanos que corrían hacia la puerta.
Al ver a dos draconianos, uno de ellos extraordinariamente grande y musculoso, los tres enanos se frenaron en seco con el resultado de quedarse atascados en el marco de la puerta.
—¡Dejadme salir! ¡Dejad que pase! —gritó una voz detrás de ellos—. ¡Tiene el libro!
—¡Ay! —se quejó Slith mientras se llevaba la mano a la frente y se tambaleaba.
—Lo siento, viejo amigo, hay que salir pitando —dijo Kang—. Dentro de poco tendremos compañía. Ya vienen hacia aquí.
—Sí, señor —respondió el sivak, apretando los dientes.
Los dos echaron a correr calle adelante. Desde aquí divisaban el bosque, donde podrían escabullirse en el follaje. La concentración de Kang estaba dividida entre su propia carrera y la preocupación por Slith, que se tambaleaba como un goblin borracho. En consecuencia, el comandante no escuchó los pasos que sonaban a su espalda. Un agudo dolor le recorrió los músculos del muslo; fue un dolor tan repentino y tan fuerte, tan inesperado, que Kang soltó un aullido y dejó caer el libro. Se dio media vuelta, encolerizado, y se encontró frente a un enano que sostenía un cuchillo ensangrentado en la mano.
El enano hizo caso omiso de él y se lanzó de cabeza por el libro.
—¡Cogedlo, señor! —gritó Slith—. ¡No lo perdáis!
Kang no tenía ni idea de por qué era tan valioso el dichoso libro, pero si tanto Slith como el enano lo querían, dedujo que debía de haber un motivo. Asió el libro al mismo tiempo que lo hacía el enano.
Hubo un breve forcejeo; el delgaducho enano era más fuerte de lo que aparentaba. Un brillo extraño, espeluznante, demente, ardía en sus oscuros ojos.
Kang intentó aferrar el libro hincando las garras en la cubierta de piel. Tiró hacia sí y el enano hizo otro tanto. La encuadernación se desgarró y salieron trastabillando hacia atrás. El tira y afloja terminó con el enano sujetando el libro y el draconiano sosteniendo la cubierta desgarrada.
El enano se incorporó con presteza y salió corriendo como si hubiera salido disparado desde una catapulta, aferrando triunfalmente el libro bajo el brazo.
—No importa, señor —dijo Slith, suspirando—. Lo intentasteis.
La luz de unas antorchas iluminó la noche en tanto que las campanas empezaban a repicar. El pueblo entero se había despertado. Kang se preguntó si los otros dos sivaks habrían escapado, si habrían tenido éxito con la misión.
—Salgamos pitando de aquí —dijo el comandante.
Iba cojeando y Slith daba traspiés, con la mano apretada contra la frente. Las cosas no habían salido precisamente como lo habían planeado.
Los dos draconianos llegaron al refugio de los árboles a salvo, y se tomaron unos minutos para recuperar el aliento y examinar sus heridas. Los enanos que los perseguían se habían parado en las afueras del pueblo, sin ganas ni intención de ir más allá. Que ellos supieran, el bosque podía estar abarrotado de draconianos.
Slith tenía un tremendo chichón en la frente del tamaño de un huevo de chotacabras gigante. La cuchillada del muslo de Kang era profunda y dolorosa, y sangraba profusamente. El comandante no llevaba camisa puesta, y necesitaba urgentemente hacerse un vendaje. Slith le ofreció la tira de tela roja que había llevado atada en el brazo, pero no la encontró. Probablemente se le había caído durante la transformación de enano a draconiano.
—¿Qué es eso que tenéis en la mano, señor? —preguntó el lugarteniente.
—No lo sé. Parte de ese condenado libro, supongo. —Kang bajó los ojos y se encontró con un trozo alargado de cuero rasgado que colgaba de sus garras.
—Siempre es mejor que nada. Dejad que os ayude, señor —ofreció Slith.
Kang, debilitado y mareado por la pérdida de sangre, le tendió el trozo de cuero.
Slith se disponía a aplicar la cubierta del libro sobre la herida cuando reparó en un trozo de pergamino doblado que había pegado al cuero.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—¿Qué mas da? —replicó Kang, ahogando un gemido—. ¡Me estoy desangrando!
Con toda clase de cuidados, Slith despegó el pergamino de la encuadernación de cuero y se lo guardó debajo del cinturón.
—Si estaba escondido en la cubierta, tiene que ser valioso —le explicó a Kang, que se limitó a lanzarle una mirada fulminante.
»Sí, señor, ya os vendo —dijo el lugarteniente.
Cogió el pedazo de cuero, lo apretó contra la herida del comandante y lo ató con una correa que se quitó de su armadura.
Los dos draconianos emprendieron el camino de regreso hacia lo que quedaba de su hogar.
Iba a ser una larga caminata.