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Kang despertó al dolor, al silencio y a la oscuridad. No recordaba bien qué había ocurrido pero sabía que debería estar muerto, y tuvo una vaga sensación de sorpresa por no estarlo. Continuó tumbado, muy quieto, temeroso de moverse, de descubrir qué tenía roto. Le dolía la cabeza, y también un hombro, y era consciente de un peso aplastante sobre una pierna. El dolor de las costillas era espantoso cada vez que respiraba.
Se le vino a la cabeza la imagen de los soldados draconianos que tenían rota la espalda, y cómo se pasaban el día sentados, arreglando objetos de cuero. Kang apretó los dientes e intentó mover las piernas; una roca se movió y rodó por el suelo. Un dolor agudo le recorrió la pierna izquierda, pero la movió, así como la derecha.
Kang se tomó un instante de descanso, sintiéndose aliviado. Entonces se preguntó qué motivo tenía para sentirse así. Iba a morir, así que ¿qué más daba si moría lisiado o no? Allí tumbado, solo y herido en la oscuridad, Kang se enfrentó al hecho de que su misión había fracasado. No tenía ni idea del tiempo que había estado inconsciente, pero a estas alturas los enanos habrían encontrado ya la cámara del tesoro. Habrían llegado hasta los huevos de dragón y los habrían destruido.
Y no había nada que los draconianos pudieran hacer para impedírselo. No después de que Kang decidiera derrumbar parte de la montaña encima de los dragones de fuego. Había obedecido las órdenes de su majestad, había destruido a los dragones de fuego, pero, al hacerlo, había condenado a su raza a la extinción.
Sin embargo, tenía que obedecer órdenes; era la primera obligación de un soldado.
No veía nada en la oscuridad; no distinguía paredes ni techo.
Poco a poco, con mucho cuidado, moviendo el peso de su cuerpo de manera gradual, Kang salió arrastrándose de debajo del montón de piedras que lo aprisionaba. Cada movimiento era un suplicio, pero se obligó a continuar. Al tantear con las manos descubrió que, aunque había sobrevivido al derrumbe de la caverna, ahora estaba atrapado en la galería, y no parecía haber salida. Ni siquiera recordaba en qué dirección estaba el acceso.
Lo rodeaban rocas desprendidas y cascotes. Enterrado vivo, sin otra cosa que hacer que esperar la muerte, ya fuera de sed o de hambre o…
Kang sacudió la cabeza para alejar el pesimismo. Cierto, la situación parecía desesperada; era muy posible que muriera, pero eso sólo ocurriría después de que lo hubiera intentado todo para salvarse. Volvió a sentarse para pensar las cosas de manera lógica, y lo hizo con su mentalidad de ingeniero.
El techo alto y abovedado de la caverna se había desplomado sobre el pozo de lava, lo que significaba que gran parte de la roca habría caído en el mismo pozo. El resto habría formado un montículo sobre el agujero de magma, muy semejante al de un gigantesco hormiguero. El área donde se encontraba él —la salida original— estaba al borde de la destrucción, así que la capa de rocas y pedruscos no sería tan profunda aquí. Tendría que ser capaz de encontrar una salida.
Kang tanteó con las manos a su alrededor para hacerse una vaga idea del tamaño de la zona en la que estaba atrapado y el alcance del derrumbamiento. Empezó a apartar piedras pequeñas, y después husmeó con la esperanza de oler aire fresco, lo que significaría que había encontrado un túnel o un pozo de mina contiguo.
Plantó las manos sobre un enorme pedrusco, lo empujó y notó que se bamboleaba. Sintió la tentación de apartarlo de en medio de un empellón, pero se obligó a tantear primero alrededor del peñasco e intentar descubrir por qué estaba inestable, y así sacar provecho de esa inestabilidad. El pedrusco se encontraba encima de otro en un precario equilibrio. Kang lo apalancó con el peso de su cuerpo y lo inclinó hacia adelante. El peñasco se desplazó hacia un lado, dejando una abertura a otra área más amplia. Kang empujó el pedrusco y lo apartó, haciéndolo rodar.
Un soplo de aire fresco le rozó la cara, haciendo que su hocico se encogiera de gusto. Y no era sólo aire, sino también luz, una luz polvorienta, mortecina, pero con ella Kang pudo ver dónde estaba y lo que había a su alrededor.
El draconiano pasó los brazos y los hombros con esfuerzo a través de la abertura creada al retirar el trozo de roca. Arrastrándose y gateando, desplazando piedras, jadeando por el dolor de las costillas rotas, logró salir por el agujero. Las afiladas aristas de la piedra se le clavaban en las palmas de las manos y en las rodillas, y la pierna izquierda le ardía con cada movimiento. O se había roto algo o tenía una fuerte contusión. Con todo, la luz y el aire surtieron en él el mismo efecto que el aguardiente, embriagándolo y haciendo que desapareciera el dolor.
Kang salió gateando a la cámara del dragón de fuego, cuyo aspecto era ahora muy distinto.
Se había formado un cerro de cascotes y peñascos, una montaña dentro de una montaña. La luz se filtraba a través de una grieta en alguna parte, lejos, muy lejos por encima de Kang. Tan distante estaba que el draconiano no supo discernir su fuente. Kang se encontraba de pie en lo que podría llamarse las estribaciones de la montaña de peñascos.
Hizo una pausa, intentando orientarse, pero la cámara había sufrido unos cambios tan violentos que Kang no tenía la menor idea de dónde se encontraba ni dónde habían estado la entrada y la salida. Podría pasarse días y días excavando sin descubrir la boca del túnel, y no disponía de mucho tiempo antes de que la sed acabara con él.
Podía intentar trepar a lo alto del nuevo cerro y llegar a la fuente de luz. Contempló el inmenso revoltijo de peñascos y estalactitas desplomadas que se amontonaban de forma precaria unos sobre otros, y desechó la idea. Todavía lo estaba mirando cuando una de las piedras cayó rodando y rebotando por el costado de cerro, de manera que provocó una pequeña avalancha. El montículo era demasiado inestable, y con sus actuales condiciones físicas —herido, sin comida ni agua— Kang nunca lo conseguiría. En resumen, su situación era más o menos como antes, salvo que, al menos, ahora no moriría atrapado en una absoluta oscuridad.
Aunque consciente de la futilidad de sus esfuerzos, Kang empezó a excavar. Se encontraba empujando y apartando piedras cuando cayó en la cuenta de que todos los ruidos de escarbar que oía no podían achacarse a los que estaba haciendo él.
Se quedó muy quieto, con una piedra en la mano. Los ruidos continuaron un momento y después cesaron. Al cabo de unos instantes, volvieron a empezar y luego se pararon otra vez.
El comandante cogió otra piedra y golpeó la una contra la otra. Tac, tac, tac, pausa. Tac, tac, pausa. Tac.
Esperó, conteniendo la respiración, el corazón latiéndole de manera alocada, a oír una respuesta.
Nada.
Repitió la secuencia: tac, tac, tac, pausa. Tac, tac, pausa. Tac.
Nada otra vez. Su esperanza se desvaneció.
Agachó la cabeza, a punto de darse por vencido. ¿Para qué luchar? ¿Por qué no se limitaba a quedarse tumbado esperando la muerte? El desaliento ocupó rápidamente el vacío dejado por la esperanza.
Entonces, oyó el resonante ruido de metal golpeando contra piedra en alguna parte por debajo de él.
Tres golpes vibrantes, pausa. Dos golpes, pausa. Golpe.
Kang respondió entrechocando las dos piedras con salvaje entusiasmo.
Llegó la respuesta. ¡Eran sus draconianos! Tenían que ser ellos.
Dejó de sentir dolor, y Kang se puso a excavar rápidamente, con frenesí, escarbando y levantando piedras y cascotes. Perdió el sentido del paso del tiempo, y sólo advirtió vagamente que el haz de luz en la cámara polvorienta se había movido y se estaba alargando. Habían pasado una o dos horas.
Kang apartó una roca grande. Estaba cansado, más de lo que recordaba haberse sentido en toda su vida. El dolor volvió con la debilidad, agudo, lacerante. Se sentía como si tuviera desgarrados todos los músculos; se había desollado las manos y le sangraban, y las garras se le habían roto. Tenía una sed espantosa, y estaba lo bastante hambriento como para empezar a comer piedras.
Siguió excavando, y los ruidos sonaron más cercanos. Y entonces, oyó voces. Sus manos abrieron un agujero.
Apareció la cara de Slith, mirando hacia arriba.
—¡Señor! ¡Me alegro de veros! ¿Estáis bien? Por la reina, tenéis muy mal aspecto. Descansad, señor. Os habremos sacado de ahí en media hora. —Después desapareció, pero regresó casi de inmediato—. ¡Es estupendo que estéis vivo, señor!
Kang se quedó desmadejado, y estuvo a punto de sollozar de fatiga y dolor.
—Ya no puedo excavar más, Slith. Me es imposible.
El lugarteniente miró tras de sí e impartió algunas órdenes a gritos; luego volvió los ojos hacia su comandante y lo contempló con preocupación.
—Relajaos, señor. Os sacaremos en un abrir y cerrar de ojos.
Kang yacía despatarrado sobre las piedras, conmocionado, rozando la inconsciencia. Sabía que debería estar haciendo planes, decidiendo qué hacer a continuación. No estaban fuera de peligro, ni mucho menos; seguían enterrados vivos debajo de la montaña. Tenía que pensar, pero su otro yo voluntarioso, severo, responsable, rehusaba cooperar.
«Por una vez en tu vida, deja que otros se hagan cargo de la situación», le dijo.
Kang obedeció sumisamente, y se dejó vencer por el agotamiento y el sueño.
Un grito lo despertó. Los draconianos habían conseguido abrirse paso hasta él. Slith fue el primero en llegar a su lado. Con toda clase de cuidados, los draconianos cogieron a su comandante y lo bajaron despacio por el hueco practicado.
Kang intentó ponerse de pie, pero las rodillas se le doblaron, y Slith lo ayudó a sentarse en una piedra. Doce draconianos lo rodeaban; estaban cubiertos de polvo y sangre, con las escamas chamuscadas y quemadas, pero todos ellos sonreían de oreja a oreja.
—¡Agua! —graznó Kang.
Slith le tendió el odre, el comandante bebió, descansó, y bebió otro poco antes de devolver el odre a su segundo.
—¿Alguna orden, señor? —preguntó el lugarteniente mientras alargaba una mano y prendía algo en el correaje de Kang: la insignia de comandante.
Kang la miró y sacudió la cabeza. No se le ocurría nada que pudieran hacer.
—No, Slith, ninguna orden.
—Entonces, señor —respondió su segundo con respeto—, ¿puedo sugeriros que continuemos avanzando túnel adelante? Creemos que la cámara del tesoro se encuentra al otro extremo.
Kang lo miró con expresión aturdida, desconcertada.
—¿Quieres decir que… el túnel que lleva al tesoro es…?
—Exacto, señor. Os encontráis sentado en él. Está indicado en el mapa, pero al parecer lo cegaron. El desprendimiento debe de haberlo abierto.
Kang hizo un esfuerzo para que su confuso cerebro se pusiera a trabajar. Sacudió la cabeza con gesto pesimista.
—Aunque así sea, y logremos encontrar el tesoro, el único camino de salida está obstruido.
—No lo está, señor. La galería lateral sigue en pie y abierta. Es allí donde nos encontrábamos cuando el techo se desplomó. Nos abrimos paso excavando entre los cascotes en la dirección donde imaginábamos que podríamos encontraros. La ruta está despejada. No resultará fácil, pero podemos hacerlo.
—¿Estás seguro que conduce a… donde se supone que tiene que conducir? —Kang no acababa de creerlo.
—Envié a un par de exploradores galería abajo, señor. Informaron que hay piedras y rocas caídas, pero oyeron a los enanos metiendo mucho ruido, dando golpes y martillazos. Y eso fue hace muy poco tiempo, señor.
—Martillazos. Eso significa que todavía no han encontrado la antecámara —dedujo Kang.
—O es eso o la han encontrado y están intentando abrirse paso para salir de ella.
Slith extendió el mapa. La luz que pasaba por la grieta en la parte de arriba estaba debilitándose, así que pidió la linterna.
—Mirad, señor. El tesoro está localizado en esta parte de la antecámara. Por los dibujos, los huevos de dragón se encuentran en este lado. Aunque los enanos consigan entrar, se distraerán con el tesoro el tiempo suficiente para…
Kang se había puesto de pie; la esperanza había prestado fuerza a sus doloridos músculos.
—En marcha —ordenó.