4
La sala de los thanes estaba situada en el centro de Celebundin, y por su nombre parecía más grandiosa de lo que era en realidad. Las calles principales de la población partían de la sala de reuniones hacia las afueras como los radios de una rueda, y se conectaban entre sí por otras vías circulares; las viviendas estaban construidas en medio. La villa no tenía muralla, pero todos los edificios estaban hechos de piedra y construidos como pequeños fuertes independientes.
A los Enanos de las Colinas de Celebundin no les gustaba estar encerrados dentro de una muralla, pues les recordaba a sus parientes de Thorbardin y los terribles días posteriores al Cataclismo, cuando los Enanos de las Montañas cerraron las puertas de la fortaleza de Thorbardin en las narices de sus queridos parientes, dejándolos en el exterior para que se murieran de hambre.
Hoy, la sala de los thanes —que en realidad era un edificio cuadrado del tamaño aproximado de cuatro casas juntas— se encontraba abarrotada de enanos y no quedaban asientos. Selquist, sus amigos y el cordero se abrieron paso por la puerta trasera y siguieron empujando para avanzar entre el gentío.
—Disculpe, perdone, ¡cuidado con mi pie! —Selquist daba empellones y codazos a los enanos que le obstruían el paso. Cuando veían quién era, sus congéneres ponían el gesto agrio, como si por equivocación hubieran echado un gran trago de cerveza rancia.
—¿Qué pasa ahí? ¿Quién es? —preguntó el gran thane suavemente. Era un enano afable, panadero de profesión, que tenía una visión optimista del futuro y, en consecuencia, siempre parecía sentirse un tanto defraudado.
—¡Es Selquist, el Expendedor! —dijo alguien con sorna. El rostro del gran thane asumió una expresión dolida. Hubo un tiempo en que había puesto sus esperanzas en Selquist, pero esas esperanzas se habían visto defraudadas hacía cien años.
—Selquist —dijo—, sea lo que sea lo que vendes, no nos interesa. Las cosas nos fueron bien esta noche.
El gran thane señaló un montón que había ante él: seis sacos de harina, uno de pan, un arado de buey y catorce barriletes de aguardiente vacíos. A un lado, cerca de la salida, había dos ovejas que miraban a la muchedumbre con inquietud.
—Felicidades —dijo Selquist. Se volvió y tiró de Barreno, que se había quedado atrapado entre el gentío—. Como veo tanta abundancia de cosas supongo que no estarás interesado en el pequeño regalo que traía. Oí comentar —añadió en un arranque de inspiración— que era el día del regalo de la vida de tu querida hija Dulce.
Los enanos que estaban a su alrededor se quedaron consternados, todos ellos pensando que se les había olvidado el cumpleaños de la hija del gran thane, y preguntándose cómo podrían arreglar el descuido.
Selquist hizo que Barreno se adelantara, y éste ofreció el cordero.
El gran thane parpadeó. Detrás de él, una muchachita regordeta, que se había criado con los productos horneados de su padre y que tenía un gran parecido con un pastel inflado, salió de su inmovilidad y se abalanzó hacia delante, con las manos extendidas.
—Bee-bee. ¡Yo quiero!
—Pero, querida —la reprendió el gran thane mientras miraba a Selquist con una desconfianza nacida de conocerlo desde hacía mucho tiempo—, no es tu día del regalo de la vida. Lo fue hace dos meses.
Los enanos que estaban alrededor de Selquist empezaron a respirar a gusto otra vez.
Dulce se enfurruñó y pateó el suelo con su pequeño pie.
—Es mi cumpleaños. ¡Yo quiero bee-bee!
Su rostro se arrugó, y dos lágrimas —conseguidas a base de un gran esfuerzo— se deslizaron por sus mejillas. La chiquilla se tiró al suelo, y los enanos que estaban cerca retrocedieron un paso o dos. Las rabietas de Dulce eran conocidas y respetadas más que de sobra.
—No desilusiones a la pequeña —dijo Selquist amablemente. Se agachó y le dio una palmadita en la cabeza al tiempo que la animaba en voz baja—: Llora más, querida. Llora más.
De pie al lado del gran thane, su esposa —una mujer formidable con unas patillas impresionantes— sacudió la cabeza en un gesto desaprobador hacia su marido, que se acobardó.
—Gracias, Selquist. Aceptamos… eh… el cordero.
El gran thane cogió el animal y se lo pasó a su hija, que lo rodeó entre sus brazos con tal fuerza que casi lo ahogó.
Barreno, observando la escena, se lamió los labios y pensó con pesadumbre en una salsa de menta.
Cumplida su misión, Selquist se inclinó ante el gran thane y después se retiró abriéndose paso entre la multitud, camino del barril de cerveza de nueces, que ocupaba un lugar prominente en un rincón de la sala. Antes de llegar, sin embargo, una mano lo agarró por el cuello de la túnica y le hizo dar media vuelta con un diestro giro de muñeca. De repente, Selquist se encontró cara a cara con el canoso y fiero jefe de combate de la aldea.
—¡En contra de lo que puedas pensar, maese Selquist, no llevamos a cabo las incursiones al campamento draconiano para tu beneficio y el de tus compinches de saqueos! —El jefe de combate estaba congestionado por la rabia—. ¡Somos nosotros los que corremos el riesgo y, por Reorx, que me estoy hartando de ver tu escurrido trasero desapareciendo a través de una grieta en la muralla cuando a mis valerosos muchachos les están partiendo la cabeza a golpes!
—Tampoco es una gran pérdida —masculló Selquist.
—¿Qué has dicho? —El jefe de combate lo acercó más hacia sí.
—Que es una verdadera pena, Cernícalo. —Selquist se retorció, intentando soltarse.
—¡Milano! —bramó el jefe de combate—. ¡Me llamo Milano! —Sacudió a Selquist con fuerza—. Lo que quiera que hayas cogido, tráeselo al gran thane para que lo distribuya entre los más necesitados.
—Vale, Cernícalo —repuso Selquist con amabilidad—. Ve a esa querida y dulce niña y dile que le vas a quitar el cordero.
El jefe de combate palideció. Los draconianos, con sus casi dos metros de estatura, sus dientes como sierras y sus espadas emponzoñadas, no eran nada comparados con Dulce.
—Te lo advierto, cachorro de daergar —gruñó Milano, que puso énfasis a sus palabras retorciendo un poco más el cuello de la túnica, con lo que dejó a Selquist sin respiración—. No quiero volver a verte en una incursión. Si te pillo, presentaré una moción para que se te declare proscrito.
Era una amenaza terrible. Un enano declarado proscrito era expulsado para siempre de su tierra y de su clan, y se convertía en un exiliado, un vagabundo sin hogar. A un proscrito se lo admitía a veces en otro clan, en algún otro punto de Ansalon, pero no tenía derecho a voto en esa comunidad, y se lo consideraba esencialmente como un desheredado que vivía gracias a su generosidad.
Milano soltó a Selquist, que cayó al suelo. El jefe de combate giró sobre sus talones y se alejó.
Selquist sonrió a los enanos que estaban cerca y que habían presenciado la escena con sombría aprobación. Se puso erguido y estiró la arrugada túnica.
—Qué buen tiempo hace —dijo—. Un poco caluroso, y supongo que algo de lluvia no nos vendría mal, pero, por lo demás, es fantástico para las actividades al aire libre.
Los otros enanos fruncieron el ceño y le dieron la espalda. Selquist les oyó mascullar entre ellos la palabra «daergar» varias veces, pero esto venía de antiguo y había dejado de importarle hacía tiempo. La novedad era la amenaza de declararlo proscrito. Lo cierto es que en el ultimátum de Cernícalo había mucho de fanfarronada. Una moción para expulsarlo del clan requeriría el voto unánime de todos los enanos cabezas de familia, una circunstancia poco probable, aunque no podía decir que entre ellos tuviera amigos y ni siquiera si alguno se detendría al menos para darle un trago de agua aunque estuviera muriéndose de sed en el desierto.
Selquist buscó en vano a sus compañeros. Con la llegada del jefe de combate, los tres habían desaparecido entre la muchedumbre, dejando a su cabecilla abandonado a su suerte.
Selquist se sirvió una jarra de cerveza de nueces del barril que había en el rincón y se tranquilizó para quitarse de la cabeza a Cernícalo y pasar un rato agradable. La reunión se prolongó durante otra hora en la que los enanos discutieron cómo repartir el botín y lo que debían hacer para defender el pueblo del inevitable contraataque de los draconianos.
Seguros ya de que el jefe de combate estaba plenamente ocupado con asuntos de estado, los tres compañeros de Selquist salieron de la zona donde la multitud estaba más apiñada y se reunieron con él.
—¿Oí bien lo que te dijo Milano? —preguntó Mortero, pasmado—. ¿Te amenazó con hacer que te expulsaran?
—¡Bah! —repuso Selquist con indiferencia—. Puede intentarlo, pero no conseguirá los votos necesarios. Mi madre será una de las que me defenderá.
Los otros lo miraron con expresiones sombrías.
—¡Oh, seguro que lo hará! —protestó Selquist.
—Ya que la has mencionado, también es de las que te llaman «daergar» —dijo Barreno en voz baja—. ¿Eso no te molesta?
—No —contestó Selquist en tono ligero—. ¿Por qué habría de molestarme? Es cierto. Bueno, cierto a medias, en cualquier caso. Soy semidaergar, y estoy orgulloso de mi ascendencia. Preguntadle a cualquiera. Os dirá que los daergars son los más temidos de todos los enanos, conocidos en todo Ansalon como poderosos guerreros.
Los daergars —o enanos oscuros— también eran conocidos por ser ladrones y asesinos, pero los compañeros de Selquist tuvieron la prudencia de no mencionarlo.
Nadie sabía gran cosa del padre de Selquist, ni siquiera su madre. Habiendo ingerido gran cantidad de aguardiente durante la celebración de un Día de la Forja, había salido bailando al bosque sola, embriagada. Regresó al cabo de varios días con el relato incoherente de haber departido con duendes del bosque. Un registro por los alrededores llevado a cabo por su padre descubrió unas huellas de botas más grandes y pesadas de las dejadas generalmente por los duendes del bosque, además de una daga y una aljaba con flechas de diseño y fabricación daergars. Cuando, varios meses después, la joven enana dio a luz a un niño, también se hizo patente que era de fabricación y diseño daergars. Puesto que la criatura era semineidar, el clan la aceptó, pero dejó claro que no por eso tenía que gustarle.
Y siguieron dejándolo claro durante los siguientes cien años de la vida de Selquist. Y ahora Milano lo amenazaba con convertirlo en proscrito. En fin. En cualquier caso, tampoco Selquist tenía planeado permanecer en este poblado atrasado durante mucho más tiempo.
Bajo la cobertura de la algarabía reinante en la sala, los cuatro enanos se juntaron más mientras Selquist impartía órdenes.
—Mortero, tú le caes bien al gran thane, además de que eres un primo lejano suyo por parte de su tío abuelo. Mañana vas a la panadería y le vendes las herramientas.
Mortero asintió con la cabeza. Él era el único de los cuatro en quien el gran thane confiaba, aunque sólo fuera un poco.
—No aceptes trueques —advirtió Selquist—. Necesitamos dinero, no pan atrasado del día anterior. Y tampoco…
Fueron interrumpidos por la disolución de la reunión. Los guerreros se dirigieron hacia el barril de cerveza de nueces, llenaron sus jarras y añadieron aguardiente. Los combatientes se pasarían el resto del día jactándose de sus hazañas durante la incursión. Cuatro mujeres se marcharon para ir a recoger a sus maridos, que habían quedado atrás, en el poblado de los draconianos. Dos guerreros bien armados las acompañaron para garantizar su seguridad, más por el posible ataque de una alimaña de la zona que por el de los draconianos.
Selquist se volvió y se encontró con el gran thane de pie ante él.
—Bueno, Selquist —dijo el enano mayor mientras se atusaba la barba, que estaba manchada siempre de harina—, ¿qué te indujo a hacer tal despliegue de generosidad esta noche? Confío en que esto signifique que tienes pensado forjar un nuevo martillo, como reza el dicho —añadió esperanzado, aunque no muy convencido.
—Me he limitado simplemente a cumplir con mi obligación moral para con la comunidad, gran thane, como lo haría cualquier miembro productivo de este clan —manifestó Selquist, sonriente.
—Ojalá pudiera creerte. —El gran thane soltó un hondo y pío suspiro—. Después de todo, eres un semineidar, aunque no consigo olvidar que tu otra mitad es daergar.
La sonrisa de Selquist se ensanchó.
—Eso es algo que nunca se me permite olvidar a mí tampoco —dijo con voz agradable—. Acepta mi gesto de esta noche, gran thane, y quizá puedas devolvérmelo algún día. Espero que tu hija disfrute del cordero.
—Yo sí que habría disfrutado —masculló Barreno—. Asándolo.
Selquist le dio un pisotón para que se callara.
—¿Puedo ofrecerte un trago, respetado gran thane?
Selquist se tomó una cerveza con el thane sólo para ser sociable; pero, tan pronto como la cortesía se lo permitió, se zafó del viejo pedorro y, reuniendo a sus amigos con una mirada, abandonó la sala.
Los enanos de Celebundin pertenecían al clan neidar. Después de la Guerra de Dwarfgate —una contienda desatada por el rechazo de los holgars, antiguo nombre de los Enanos de las Montañas, de ayudar a sus congéneres tras el Cataclismo— los neidars quedaron excluidos para siempre de las cámaras del reino subterráneo. El asiento que tenían los neidars en el consejo de thanes de Thorbardin ahora permanecía vacío.
Todo aquello era historia añeja. Diversos grupos que intentaron establecer la paz entre los habitantes de Ansalon habían sugerido que, si se abordaba el asunto adecuadamente, los Enanos de las Montañas se mostrarían indulgentes y consentirían que sus parientes regresaran al reino subterráneo. Los Enanos de las Colinas siempre habían contestado que preferían que los ataran a un invento gnomo sin contar siquiera con el beneficio de unos tapones para los oídos antes que volver a su hogar ancestral arrastrándose como gusanos. No habían olvidado el humillante trato recibido, y probablemente jamás lo olvidarían.
En cuanto a los daergars, se habían separado de los otros clanes principales de Thorbardin después del frustrado intento de arrebatarles el control a los hylars. A medida que excavaban más y más profundo en la cuevas laberínticas de Thorbardin, el alma de los daergars se fue volviendo tan oscura como su entorno. El jefe daergar era siempre el guerrero más fuerte del clan, y conservaba su liderazgo manteniéndose con vida. Los daergars eran excelentes ladrones, y entre sus congéneres eran conocidos como los enanos más arteros y poco honrados, rasgos que Selquist había heredado.
Desde muy temprana edad, había demostrado tener talento para lo que los kenders llamaban «coger prestado»; pero, a diferencia de los kenders, Selquist sabía muy bien cómo obtenía las cosas y qué hacer con ellas una vez que las tenía en sus manos.
Selquist y Barreno les dieron las buenas noches a los hermanos Mortero y Majador, y regresaron a su casa. Los dos vivían juntos como jóvenes solteros al no haber tomado esposa todavía. Barreno se enamoraba una vez, por lo menos, a la semana; pero, cuando se mencionaba la palabra «matrimonio», le salía sarpullido. Selquist no tenía tiempo para andar tonteando con el sexo opuesto. Tenía que hacer planes, generar ganancias. Esa noche estaba ocupado en uno de sus mejores proyectos.
Al llegar a casa abrió las tres cerraduras, entró, encendió la lámpara, y se puso a trabajar, lo que significaba que se acomodó en el mejor sillón en tanto que Barreno lo hacía en el escritorio y escribía las instrucciones de Selquist.
—Necesitamos suficientes provisiones para que nos duren hasta que lleguemos a los asentamientos del clan daergar. Después de eso podemos vivir de gorra —dictó Selquist.
Barreno tomó nota en una pequeña libreta de apuntes. Su madre, una de los escribientes del consejo de la comunidad, le había enseñado a leer y a escribir, aptitudes que Selquist descubrió que eran muy útiles. Selquist sabía leer, si no tenía más remedio que hacerlo, pero ¿por qué molestarse cuando había alguien que lo hiciera por él? Nunca había aprendido a escribir. Tenía mejores cosas que hacer con las manos, como forzar cerraduras o vaciar bolsillos.
—Nos marcharemos dentro de una semana, por la noche —siguió dictando. Le gustaba poner por escrito sus planes, y no porque se le olvidara lo que iba a hacer, sino porque era agradable sentarse junto al fuego en las tardes de invierno y escuchar a Barreno leer de corrido el relato de sus aventuras—. El pueblo estará tranquilo, ya que no hay planeada ninguna incursión, y habrá lunas llenas, lo que facilitará el viaje. Podemos cruzar el monte Celebund y estar a mitad de camino de la Puerta Sur por la mañana. Al día siguiente, completaremos el viaje y entraremos en Thorbardin.
Barreno lo escribió todo. Selquist bostezó, se estiró y se puso de pie.
—Es hora de dormir, Barreno. Seguiremos mañana.
—Oye, Selquist. —Al repasar las anotaciones, Barreno descubrió un serio fallo en el plan—. ¿Cómo vamos a entrar en Thorbardin? Creía que los holgars no dejaban pasar a los neidars.
Selquist le dio unas palmaditas en la espalda.
—Déjame eso a mí. Sé cómo entrar.
—Selquist —dijo su amigo tras un momento de vacilación—, ¿estás preocupado por lo de que te declaren proscrito? A mí me parece algo terrible.
A Selquist le palpitó el corazón un poco más deprisa al pensar en ello, pero no podía permitir que su amigo lo viera intimidado.
—Todo lo contrario —repuso con indiferencia—. Casi me alegraría de ello. No pensarías que planeaba pasar el resto de mi vida en esta vieja y aburrida aldea, ¿verdad? Vaya, casi me harían un favor. Me largaría de aquí y me convertiría en un héroe como aquel otro enano al que expulsaron de su clan. ¿Cómo se llamaba…?
—Flint Fireforge —apuntó Barreno, impresionado—. ¿Ayudarías a salvar al mundo como hizo él en la Guerra de la Lanza?
—Puede que yo no salvara al mundo —concedió Selquist—, pero al menos podría rescatar unas cuantas cosas valiosas. Y, ahora, vamos a dormir. Mañana tenemos un montón de trabajo.
Barreno obedeció, pero se detuvo a mitad de camino de su dormitorio y husmeó el aire.
—Huelo a cordero asado —dijo, melancólico.
—Olvídate de eso —aconsejó Selquist.
Mientras se dirigía a la cama, metió la mano en el bolsillo y tanteó el medallón que había guardado allí y después había olvidado. Lo sacó y lo examinó con cierta inquietud.
Hasta ese día nadie lo había amenazado con expulsarlo del clan. Quizá la Reina Oscura…
—¡Oh, no seas idiota! —se reprendió a sí mismo, y volvió a guardar el medallón en el bolsillo.
Debía de valer por lo menos cinco monedas de acero, fácil.