40
Tosiendo a causa del polvo que salía de la cámara del dragón en grandes y asfixiantes nubes, Selquist dejó de correr y caminó. No quitaba ojo del techo, pero, aunque éste se sacudía y temblaba, no parecía tener la intención de desplomarse sobre él.
—Holgars, construisteis un estupendo y sólido túnel —dijo Selquist dirigiéndose a cualquier espíritu enano que por casualidad estuviera deambulando por allí.
—¿Adónde han ido todos? —preguntó Barreno con nerviosismo.
—Probablemente donde no haya polvo —comentó Majador, cuya voz sonó amortiguada por el pañuelo que se había atado sobre la boca.
—Me parece que los veo allí —señaló Selquist.
La titilante luz de una antorcha resultaba apenas visible a través de la espesa polvareda. Quemados y con ampollas, pero vivos, sus compañeros se encontraban agrupados bajo una enorme viga de sujeción, y resultaba evidente que esperaban que toda la montaña se desplomara sobre sus cabezas. Los enanos ofrecían un lamentable espectáculo, desprovistos de sus armas y la mayoría descalzos.
—¿Quién va? —demandó una voz mientras su dueño atisbaba entre la polvareda.
Selquist empezó a contestar pero en ese momento le entró polvo en la garganta, dificultándole la respiración e impidiéndole hablar. Tosió y escupió hasta que por fin fue capaz de jadear:
—¡Yo!
—Y Mortero, Majador y Barreno —añadió este último.
—Es Selquist. Pensábamos que habías muerto —dijo Vellmer en un tono que dejaba claro que sus más queridas esperanzas se habían frustrado—. ¿Qué está pasando allí? ¿Hay más dragones de fuego?
—¿Nos persiguen? —inquirió otro enano con expresión temerosa.
—Los que nos perseguirán son los draconianos —gruñó otro.
Selquist sacudió la cabeza, tosió otro par de veces, y agitó las manos para tranquilizarlos y, de paso, librarse del polvo.
—No hay que preocuparse ni por los dragones ni por los draconianos. Se han matado los unos a los otros. Hicieron que toda la caverna se desplomara sobre ellos. Lo vimos —terminó al tiempo que señalaba a sus tres amigos, quienes asintieron con gesto solemne.
—Eso está muy bien —gritó Vellmer, que tuvo que agarrarse a la pared del túnel para sujetarse, ya que el suelo se sacudía bajo sus pies—, pero no nos servirá de mucho si también consiguen que la montaña se derrumbe sobre nosotros.
Las sacudidas cesaron, y todo quedó en silencio. El polvo que flotaba en el aire empezó a posarse lentamente.
Los enanos escucharon con atención, pero no oyeron nada.
—¿Qué os dije? —comentó Selquist—. Todos muertos. —Tarareó unas cuantas notas de una canción de amor enana, al parecer muy complacido consigo mismo—. ¿A que os alegráis de que trajera a esos draconianos?
—No mucho. —Vellmer se frotó la dolorida cabeza—. ¿Qué tienes ahí?
Selquist recordó, demasiado tarde, que llevaba la varita a plena vista, y se apresuró a guardarla bajo su manga.
—Oh, no es nada —respondió, sin darle importancia.
—Pues parece una varita mágica. La misma que tenía el grell —adujo Vellmer con tono desaprobador—. La misma que mató al pobre Milano.
—Tal vez lo sea, y tal vez no. —Selquist se encogió de hombros—. Todas las varitas mágicas se parecen, al menos, según mi experiencia. Pongámonos en marcha. La cámara del tesoro se encuentra muy cerca, si no recuerdo mal. ¿Dónde está el mapa?
Pero los otros enanos no estaban dispuestos a seguirle el juego y que los despistara. Barreno estaba escandalizado.
—¿Es eso lo que le robaste al draconiano muerto? —Su rostro se arrugó—. No me parece bien robar a los muertos, Selquist.
—Tal vez no esté bien, pero es seguro —rezongó su amigo.
—Esa varita es un artefacto diabólico —comentó Mortero con actitud pía—. Creo que deberías deshacerte de ella y después ofrecer una plegaria a Reorx pidiéndole perdón.
«Ya lo creo que voy a rezar a Reorx —pensó Selquist para sus adentros—. Le pediré que os lleve a todos y os tire en Kendermore».
—¿No te acuerdas de los problemas que tuviste con aquel símbolo sagrado de la Reina Oscura hasta que te libraste de él? —le recordó Majador.
El tacto de la varita era frío contra la piel de Selquist y, al notarlo, el enano sintió un fugaz atisbo de recelo. Por fortuna, la lógica —que ya estaba calculando el valor de los rubíes, zafiros, esmeraldas, diamantes y los que, al experto ojo del enano, parecían ser unos exquisitos ópalos negros— se impuso a la superstición.
—Era un símbolo sagrado —explicó Selquist—. Era normal que la Reina Oscura se picara conmigo por haberlo robado. Lo consideró un… sar… sacrilegio.
Pronunció la extensa palabra, que sonaba muy culta, con orgullo.
—Esta varita no le importa nada. Magia. ¡Bah! —Chasqueó los dedos—. No daría ni dos trasgos por ella. Su hijo es el que está a cargo de la magia, ¿comprendéis? Y, por lo que he oído decir sobre él, Nuitari es un tipo tranquilo, tolerante, amante de la diversión, no de los que van echando maldiciones a la gente sólo porque se han quedado con una varita mágica que nadie quería y que estaba tirada por ahí.
Los otros enanos no parecían muy convencidos, y dirigieron a Selquist miradas de reojo; la mayoría, por si acaso, se apartó de él.
—Sois unos ignorantes —continuó Selquist en tono despectivo—. Ninguno de vosotros piensa con antelación. ¿Qué pasará cuando los draconianos vengan tras nosotros? ¿Cómo vamos a luchar contra ellos? —Levantó la varita—. Pues con esto.
—Dijiste que los draconianos habían muerto —le recordó Vellmer.
—Y así es. —Selquist había olvidado lo que había dicho antes. Había sido un día agotador para él, teniendo que entendérselas con grelles, dragones de fuego y, además, sus torpes compañeros—. Me refería al grell. Puede que haya más en la cámara del tesoro, ya que seguramente fue allí donde el grell cogió la varita.
Vellmer reflexionó sobre esto y admitió que tenía un punto de razón.
—¿Sabes cómo utilizarla? —demandó.
—Por supuesto —repuso Selquist.
Vellmer no parecía muy convencido, pero se limitó a encogerse de hombros.
—En tal caso, pongámonos en marcha —dijo—. Tenemos que despachurrar unos cuantos huevos. Y no me apuntes con esa cosa —añadió, dirigiendo una mirada furibunda a Selquist, que estaba moviendo la varita para practicar.
—No sabes cómo funciona, ¿verdad? —susurró Barreno, que caminaba al lado de su amigo.
—En realidad, no —admitió Selquist, que se guardó la varita bajo la manga otra vez—. Pero no puede ser tan difícil, ¿no crees? Después de todo, los draconianos la utilizaron, y todo el mundo sabe que tienen menos cerebro que un lagarto, así que cierra el pico. Sé lo que hago.
Barreno suspiró y sacudió la cabeza. Sin embargo, ante todo era un amigo fiel, y tenía confianza en Selquist, de modo que guardó silencio. El grupo emprendió la marcha, con Vellmer a la cabeza. Los enanos eran tenaces y no demasiado imaginativos, partidarios de la máxima «agua pasada no mueve molinos», y los horrores de la batalla con los dragones de fuego empezaban a borrarse de sus mentes.
Lamentaban la muerte de sus compañeros, pero la perspectiva de cofres llenos de monedas de acero, oro, plata y raras y maravillosas joyas aliviaba su pesar. Sus caídos recibirían una parte justa, como había ocurrido siempre: los muertos compartiendo con los vivos.
Selquist toqueteó la punta de la varita.
—Sé cómo hacerla funcionar —musitó para sí mismo—. ¡Sé que puedo!
Los enanos que iban delante de él se pararon.
—¿Qué pasa? —quiso saber mientras se abría paso hasta la cabeza del grupo.
Los que iban delante habían girado en un recodo de la galería, y ante ellos se abría una gran caverna.
—Aquí tiene que ser —dijo, con la voz tensa por la emoción—. ¡Dirigid la luz hacia adentro!
Los enanos sólo habían conseguido salvar una antorcha, ya que las demás se las habían arrojado al dragón. El enano que llevaba la luz se acercó a la entrada y dirigió la antorcha hacia uno y otro lado. La caverna era alargada y poco profunda, con una forma muy particular.
—Sí —dijo Selquist—. Estoy seguro de que es ésta. Reconozco la forma, como una media luna. La antecámara está detrás, en alguna parte.
—Deberíamos de asegurarnos de que no nos espera ninguna sorpresa desagradable ahí dentro —sugirió Mortero—. ¿Quién entra primero?
—¡Selquist! —Fue una decisión unánime.
—Después de todo, eres tú el que tiene la varita —comentó Vellmer en lo que Selquist consideró un tono desagradable.
—Oh, está bien —rezongó. Cogió la antorcha y, con ella en una mano y la varita en la otra, entró en la cámara.
Los otros enanos se apelotonaron en la entrada para ver qué pasaba.
Selquist recorrió toda la caverna, que estaba, por fortuna, vacía.
—Todo en orden —anunció, con gran alivio.
Los enanos entraron en tropel y se lanzaron de inmediato a la búsqueda del tesoro.
Esta cámara era muy parecida a las otras por las que habían pasado. En el suelo había herramientas esparcidas, y en un rincón estaban apiladas las piedras de las excavaciones. Los raíles entraban en ella, pero no salían, sino que morían ante una sólida pared rocosa. No se veía ni una sola moneda en el suelo, y tampoco ninguna joya brillaba entre el montón de piedras apiladas.
—¿Dónde está el tesoro? —demandó Vellmer.
—Detrás de la pared —respondió Selquist—. Es falsa —añadió.
Los enanos miraron la pared con consternación. Ocupaba toda la longitud de la cámara. Hasta cuarenta enanos podrían haberse puesto en hilera delante de ella y no habrían llegado al final. Estaba construida con grandes pedruscos que parecían haber sido unidos entre sí con algún tipo de sustancia que ahora se había vuelto tan dura como la propia roca. Los enanos habían perdido sus herramientas, ya que se las habían arrojado al dragón junto con sus botas y sus armas.
—Tenemos herramientas —anunció Selquist, y dieciocho pares de ojos relucientes se volvieron hacia él—. Obsequio de los Enanos de las Montañas. —Señaló un montón de utensilios de excavación desechados.
Mortero cogió un pico, y la cabeza se soltó del mango.
—El resto no está en mejores condiciones —informó.
—No tenemos que echar abajo toda la pared —dijo Selquist—, sólo una parte. La antecámara no es muy grande, y los daewars abrieron una sección de esta pared falsa que sus antepasados habían construido mucho tiempo antes.
Selquist recordó las anotaciones del escriba.
—Ocultaron el tesoro y después volvieron a levantar ese trozo haciéndolo parecer igual que el resto de la pared. Si podemos encontrar esa parte, no nos costará demasiado trabajo derribarla.
Los enanos se repartieron a lo largo del muro y empezaron a golpearlo con los nudillos, esperando encontrar la sección que sonara a hueco. Selquist cogió la antorcha y se puso a examinar la pared con gran cuidado, buscando algún tipo de señal o marca que pudiera indicar que era falsa. Recorrió el muro de punta a cabo, y no tuvo más remedio que admitir su derrota.
—En nombre de Reorx, ¿dónde está? —demandó Majador, frustrado.
—Yo creo que ni siquiera existe —comentó Vellmer, el gesto hosco—. ¡Me parece que Selquist nos ha traído aquí abajo engañados con un cuento kender!
—¡Lo encontré! —gritó Mortero muy excitado.
Selquist se limpió el sudor de la frente. Jamás dudaba de sí mismo —al menos, no durante mucho tiempo— pero oír aquellas palabras fue una verdadera alegría para él.
Mortero golpeaba la pared con la cabeza del pico roto. En una parte, el pico hacía un ruido sordo, y en otra, resonante. Reanimadas sus flaqueantes fuerzas, los enanos se agruparon a su alrededor para observar. Valiéndose del mango del pico, Mortero raspó los bordes de un trozo de pared que parecía ser la entrada a la cámara del tesoro.
Presas de una gran excitación, capaces casi de oler las riquezas, los enanos se pusieron a trabajar con empeño. Rebuscando en las herramientas desechadas entresacaron martillos y picos con los que golpearon la pared. En algunos casos, los más entusiastas trataron de abrirse paso en la roca con las uñas.
Saltaron esquirlas de piedra. A poco, Barreno abrió un agujero en el muro y comprobó que estaba hecho con sólo una capa de rocas.
—¡Alto! ¡Esperad un momento! —gritó Selquist—. Dejad que eche un vistazo.
Los enanos interrumpieron el trabajo y se apartaron de la pared.
Selquist se acercó con la antorcha al agujero, que era lo bastante amplio para meter el brazo; se agachó y miró dentro.
—¡Continuad! ¡Ya lo tenemos! —chilló con nerviosismo.
Los enanos siguieron trabajando, redoblando el esfuerzo. El agujero se ensanchaba poco a poco. Un buen golpe de Mortero derribó otro trozo de piedra. Ahora, el hueco era casi lo bastante grande para que un enano metiera la cabeza por él.
—¡Esperad! ¡Dejad que mire otra vez!
Los martillazos se interrumpieron, y Selquist metió la antorcha dentro y se asomó. Vio el reflejo de algo metálico. La luz de la antorcha parpadeó, ya que a Selquist le temblaba tanto la mano que estuvo a punto de dejarla caer. Se retiró del agujero con premura.
—¡Lo he visto! —dijo. También la voz le temblaba. Todo él temblaba—. ¡Os digo que lo he visto! ¡Oro, acero, plata, joyas! ¡Todo está ahí!
Los enanos arremetieron contra la pared con tal vigor que se derrumbó bajo los golpes. Afiladas esquirlas de roca volaban por toda la cámara y causaban pequeños cortes en los que nadie reparaba. Los que no tenían herramientas apartaban los trozos de roca a un lado para dejar espacio donde los otros pudieran trabajar.
—¡Lo conseguimos! —gritó Mortero, arrobado. Dejó caer el martillo.
Los enanos se abalanzaron en tropel, tratando de entrar por la pequeña abertura. Selquist se las ingenió para pasar el primero. Detrás, los otros enanos se empujaban y se daban codazos.
Sosteniendo la antorcha en alto, Selquist se quedó inmóvil, mirando fijamente ante sí. Por una vez en su vida, se sentía demasiado sobrecogido y asombrado, encantado y aturdido, para hablar. Uno por uno, los demás fueron entrando en la cámara. También ellos miraron en derredor y se quedaron parados, en silencio.
Habían encontrado el tesoro robado de Neraka.