5
Ocho días después de la incursión de los enanos al pueblo draconiano, Kang entró en la sala de conferencias del puesto de mando. Los seis oficiales de su brigada estaban dentro, esperándolo. Estos oficiales eran los capitanes del Primero y Segundo Escuadrón, el del Pelotón de Apoyo, el jefe de ingenieros, el oficial jefe de abastos, y Slith, su lugarteniente. Estaban sentados alrededor de una mesa central —un mueble grande, de madera pulida de excelente manufactura—, un trofeo robado a los enanos durante una de las primeras incursiones. Había hecho falta mucha habilidad y fuerza muscular para transportar la mesa a través del valle, pero lo habían conseguido. En aquel entonces eran jóvenes.
Ahora, sólo con mirar el enorme mueble, a Kang le dolía la espalda.
—Buenos días, caballeros. Gracias por venir. Como ya sabéis estamos al borde de una situación crítica. Nuestra reserva de aguardiente enano empieza a escasear. Según el cálculo del maestre general sólo nos queda suficiente para la ración de mañana. Va siendo hora de que hagamos una visita a los enanos. He estado hablando con el jefe de ingenieros, y esta noche parece ser ideal para llevar a cabo una incursión a Celebundin. Cedo la palabra al jefe de ingenieros.
—Señor —empezó Fulkth, el jefe de ingenieros—, esta noche las lunas estarán llenas, y eso nos facilitará el viaje. No hemos tenido una oportunidad igual desde hace tres años.
—Eso fue cuando les robamos la carreta de bueyes y la cargamos con tanta cerveza y aguardiente que casi no conseguimos regresar al pueblo —recordó Slith—. ¡Los limpiamos bien! ¿Os acordáis de la fiesta que dimos después? ¡Por la vida de su Oscura Majestad! ¡Ésa sí que fue algo especial!
Los otros draconianos empezaron a cotorrear con entusiasmo, pero Kang dio unos golpecitos con los nudillos en la mesa, recordándoles su obligación. Todos guardaron silencio, y le prestaron total atención.
—Tenemos un trabajo pendiente —les dijo con tono severo—. Si nos pasamos todo el día evocando el pasado, nos dará aquí la noche y no habrá incursión. ¿Alguno tiene algún problema para salir esta noche?
Nadie lo tenía, y todos ellos sonreían con ansiedad ante la perspectiva.
—Entonces, de acuerdo. Entremos en detalles. El Primer Escuadrón ha tomado parte en las dos últimas incursiones…
—¡Muy cierto, señor! ¡Somos los mejores en eso! —proclamó Gloth mientras le daba un codazo en las costillas al jefe del Segundo Escuadrón, que tenía una expresión borrascosa.
—Sí, como iba diciendo —Kang les dirigió una mirada severa que los puso en orden en un santiamén—, creo que el Segundo Escuadrón deberá ocuparse del ataque esta vez, y el Primer Escuadrón quedará en reserva, preparado para actuar si algo va mal.
Ahora fue el turno de Gloth de poner mal gesto. Arañó con las garras el tablero de la mesa, y se ganó una reprimenda por parte de Slith.
—¡Mira las marcas que has dejado! ¡Sigue haciendo eso y nos quedaremos sin mesa!
—Lo siento, señor —masculló Gloth.
—Esta vez llevaremos nuestra propia carreta —continuó Kang—. La dejaremos escondida en la arboleda que hay al sur de Celebundin. Yethik, ¿puedes tener a tus muchachos listos para partir al anochecer?
Yethik asintió con un cabeceo. Era el oficial jefe de abastos, y su trabajo era llevar el control de los suministros y el almacenaje de los víveres. También estaba encargado de las carretas y de los bueyes que tiraban de ellas.
—Muy bien —dijo Kang—. Estad preparados dentro de ocho horas. El Segundo Escuadrón se pondrá en marcha una hora después del anochecer, y el Primero saldrá media hora más tarde. El Pelotón de Apoyo se quedará apostado en la muralla mientras estemos fuera. Eso es todo.
Los oficiales se pusieron de pie y salieron de la sala presurosos para ocuparse de sus otras tareas aparte de las concernientes a la incursión.
El Primer Escuadrón se ocupaba del mantenimiento del pueblo, desde remozar los edificios hasta barrer las calles. El Segundo Escuadrón era el responsable de los animales de granja, incluidas las gallinas y las ovejas. Los creadores de los draconianos jamás pensaron dedicarlos, desde luego, al pastoreo, pero la tropa de Kang había demostrado ser bastante buena en eso. El Pelotón de Apoyo se ocupaba de la agricultura, una tarea descorazonadora y que no le gustaba a nadie. Pero el grano era necesario para alimentar al ganado, y también hacía falta pan como complemento de su exigua dieta de carne. Sin embargo, todos estaban de acuerdo en que era mucho más fácil robar la comida que hacerla crecer.
El resto de los draconianos estaba circunscrito a la Unidad del Cuartel General. Esto incluía a Kang y a Slith, todos los especialistas como Fulkth, Yethik y sus soldados de abastecimiento, y un grupo de baazs que eran cartógrafos.
Kang se dirigió pasillo adelante, de vuelta a sus aposentos. Ese día estaba de buen humor. Siempre disfrutaba de esas horas, justo antes de una incursión. Le hacía revivir los viejos tiempos, cuando ser un soldado significaba algo, cuando podía sentirse orgulloso de dirigir tropas de combate.
Ni que decir tiene que estaba orgulloso de lo que sus draconianos y él habían conseguido en el pueblo, pero no era lo mismo. Ser capaz de alimentar a sus draconianos día tras día no era tan excitante como cargar de frente contra un montón de elfos y cortar sus cabezas de orejas picudas separándolas de sus estrechos y flacos hombros. Si no fuera por los enanos, la vida de los draconianos carecería de toda emoción.
De hecho, Kang no tuvo más remedio que admitirlo a regañadientes, si no fuera por los enanos los draconianos no habrían sobrevivido durante tantos años. No es que los enanos les proporcionaran la comida que tanto necesitaban, sino que también eran la válvula de escape por la que descargaban su agresividad innata. El fuerte licor conocido como aguardiente enano, del que se decía que estaba hecho con alguna clase de hongos fermentados, alegraba —al menos temporalmente— la rutina y el vacío de la vida diaria de los draconianos. Si no fuera por los enanos, los draconianos se habrían despedazado los unos a los otros años atrás.
Kang casi experimentaba un sentimiento de hermandad hacia sus velludos adversarios.
Abrió la taquilla que había junto a su cama y sacó el correaje; comprobó todas las hebillas y las correas. Lo siguiente fue desenvainar la espada y examinar su hoja. Ni una mota de óxido manchaba la cuchilla, pero en el filo sí había unas cuantas mellas, hechas muchos años antes.
Cada una representaba un adversario muerto. Kang sonrió con placer y orgullo al recordar cada combate bien ejecutado. Pasó un dedo por el filo, y después sacó la piedra de amolar de una caja que guardaba en la taquilla y empezó a afilar la hoja.
Los draconianos siempre iban a las incursiones esperando lo mejor pero preparados para lo peor. Combatían con espadas de entrenamiento hechas de madera, pero también llevaban las de acero. Si las cosas se ponían feas, tendrían que abrirse camino luchando para huir.
Kang guardó la piedra de amolar en la taquilla y se puso el correaje; enganchó en él la vaina de la espada, que enfundó a continuación. Listas las armas, cogió una bolsa de fieltro de la taquilla y vació el contenido con cuidado. Dentro guardaba una vela, un pequeño tarro con polvo gris, y el sagrado símbolo de la Reina de la Oscuridad.
Pero el símbolo sagrado no estaba.
Kang se rascó la cabeza; volvió la bolsa del revés. Nada. Se llevó la bolsa a la nariz y olisqueó. El hocico se le encogió.
Olor a enano. ¡Alguno de ellos había abierto la taquilla y le había robado el símbolo sagrado!
Kang se enfureció. Debería haberlo sabido. Su sentimiento amistoso hacia ellos se desvaneció. ¡Malditos fueran esos pequeños bastardos peludos! Su único consuelo era imaginar lo que Takhisis haría al miserable ladrón que había osado ponerle las manos encima a su emblema.
El comandante paseó de un lado para otro, echando chispas y dando patadas a las cosas. ¿Cómo podría aproximarse a su soberana sin él? Su ir y venir lo llevó hacia el estante donde guardaba su armadura. Hizo un alto.
Allí, en el peto, había un medallón con el símbolo de la diosa, un dragón de cinco cabezas. No era un objeto sagrado, sino la insignia de su rango de comandante. No había sido bendecido por los clérigos oscuros, como habían hecho con su otro símbolo. Sin embargo, podría decirse que había sido consagrado de otra manera. En muchas ocasiones, lo había salpicado la sangre de los enemigos de su Oscura Majestad.
Kang arrancó la insignia del peto, la frotó durante unos segundos, y después la llevó hacia el improvisado altar. Encendió la vela y entonó una plegaria a la diosa para obtener su atención. A continuación, esparció un pellizco del polvo gris sobre la llama, que ardió con más fuerza. Unas chispas azules estallaron delante de Kang y lo deslumbraron. El comandante siguió entonando las sagradas plegarias, tomó el medallón en sus manos e imaginó las alas del Dragón de Todos los Colores y Ninguno llevándolo hacia oscuros reinos…
Un golpe en la puerta y la voz de Slith llamándolo sacó a Kang de su estado hipnótico.
—¿Qué pasa? ¿Ya es la hora? —gritó Kang. La vela había menguado casi cinco centímetros.
Slith habló a través de la puerta. Sabía muy bien que no debía interrumpir a su comandante cuando entraba en comunión con la diosa.
—Señor, el regimiento está preparado para la inspección. ¡Cuando gustéis, señor!
Kang soltó un gruñido de satisfacción. Los últimos ocho días habían sido aletargadores, la misma rutina diaria: reparar las grietas de la muralla, atender las ovejas, ocuparse de las pocas plantas que luchaban por vivir en sus huertos —unas plantas que Kang estaba bastante convencido de que eran malas hierbas, en cualquier caso—, hacer prácticas de entrenamiento, mantener la disciplina, solventar disputas relativas a las raciones del aguardiente. Y después, por la noche, cogerse una buena borrachera.
Pero aquel día Kang se sentía vivo de nuevo. Apagó con cuidado la vela, y contempló durante unos instantes su nuevo símbolo sagrado con gesto pensativo. Aparentemente había sido del agrado de Takhisis, a juzgar por la sensación de euforia que ahora lo embargaba. Satisfecho, volvió a colocar la insignia en el peto. Por la fuerza de la costumbre, empezó a guardar la bolsa con la vela y el tarro de polvo gris en la taquilla, pero se detuvo y recorrió el cuarto con la mirada buscando un escondrijo mejor. Un tablón del suelo medio suelto le dio la respuesta.
Kang levantó la tabla, escarbó un hoyo en la tierra, y metió dentro la bolsa. Después colocó la tabla en su sitio, se puso de pie y se frotó las rodillas, entumecidas de estar tanto tiempo agachado. Hizo un repaso mental a sus conjuros, comprobando que los tenía listos para ser utilizados.
—¡Bien, Slith, vayamos a pasar revista a las tropas! —dijo el comandante mientras abría la puerta.
Su lugarteniente saludó al tiempo que sonreía.
—¡Sí, señor! —repuso con entusiasmo.
Por lo visto, Kang no era el único draconiano que disfrutaba con estas incursiones.
Los dos oficiales salieron del edificio del cuartel general y encontraron a todo el regimiento formado en dos filas, esperando para pasar revista.
Los capitanes de los tres escuadrones se pusieron firmes y dieron la orden para que los que estaban a su mando hicieran lo mismo. La Unidad del Cuartel General estaba a la derecha de las filas, en señal de antigüedad. También ellos se pusieron firmes.
—Doscientos soldados listos para la inspección. Sólo faltan los centinelas y tres lisiados, señor —anunció Slith.
Kang asintió con la cabeza. Esos tres draconianos llevaban más de un año internados en el improvisado hospital; habían resultado heridos por la caída de una viga de un techo a medio construir. Todos sufrían lesiones de espalda. Los tres soldados lisiados trabajaban como curtidores, reparando correas de las armaduras y fabricando nuevos cinturones, fundas de espadas o cosas por el estilo. Así tenían algo en lo que ocupar su tiempo y que los hacía sentirse útiles. Kang los visitaba a menudo para animarlos, pero los draconianos lisiados tenían propensión a sentirse deprimidos.
En los viejos tiempos, se habría despachado a los tres de forma expeditiva, ya fuera tirándolos por un precipicio o arrojándolos a un río, donde sus cuerpos no habrían causado daño a nadie. Los draconianos tenían la habilidad —o la maldición, dependiendo de cómo se mirara el asunto— de sembrar la destrucción entre el enemigo incluso después de muertos. Cuando el propio Kang muriera, sus huesos explotarían y matarían a cualquiera que se encontrara cerca. Los cuerpos de los baazs se convertían en piedra, con lo que atrapaban cualquier arma utilizada para atacarlos y, en consecuencia, dejaban desarmado al enemigo. Un sivak cambiaba de forma al morir y asumía la de la persona que lo había matado, dando así la impresión de que la víctima era el otro. Muchos componentes del ejército enemigo, al ver el campo de batalla alfombrado con los que equivocadamente creían que eran sus compañeros, habían huido.
Cuando los tres draconianos lisiados se enteraron de la gravedad de sus lesiones, creyeron que los iban a rematar, pero Kang decretó otra cosa. Les perdonó la vida. Al verlos sentados en las banquetas de madera y contemplando con añoranza el patio donde se pasaba revista y por el que nunca volverían a desfilar, el comandante se preguntaba siempre si en realidad les había hecho un favor.
—Señor… —Slith dio un suave codazo a su comandante.
Kang desechó de su cabeza los desagradables pensamientos. Hoy era un día de combate. Esta idea le hizo recuperar el buen humor.
Kang y Slith pasaron revista a las filas, inspeccionando a los soldados de uno en uno. Todos se mantenían firmes, y llevaban el mismo correaje y la misma espada que su comandante. El Segundo Escuadrón también llevaba sujetas a la espalda unas barras cortas de acero, que eran las que se utilizaban para instalar secciones de puentes, y que los señalaban como el cuerpo de ingenieros.
Las barras eran inútiles aquí, pero siempre las llevaban porque eran un distintivo de honor y porque les traía a la mente recuerdos de tiempos mejores y más gloriosos. Verlos siempre levantaba el ánimo a Kang, pues su primer destino como oficial de combate había sido en este regimiento, bajo el mandato de lord Ariakas, muchos años atrás. Evocó el día en que sus draconianos habían construido un puente sobre un impetuoso río mientras sufrían el ataque de elfos y Dragones Plateados. El puente había sido una maravilla, pero resultó que nunca se utilizó. El ejército al completo se retiró, en lugar de avanzar sobre él. Aun así, Kang se había sentido orgulloso del logro conseguido por sus hombres y él.
Se paró delante del capitán del Segundo Escuadrón, un bozak.
—¿Listo para entrar en acción, irlih'k? —preguntó el comandante, cuya voz retumbó por todo el recinto.
—¡Sí, señor! —saludó el bozak.
Kang le había otorgado el título de irlih'k, es decir, jefe de puente, el mismo que el propio comandante había ostentado cuando dirigía el escuadrón.
Por supuesto, el título sólo era simbólico. No parecía probable que tuvieran que construir un puente para un ejército en la actualidad. Sin embargo, Kang insistía en que mantuvieran al día las facultades por las que en un tiempo se los aclamaba. Cada pocos meses, dividía al escuadrón en equipos y les hacía construir puentes a través del cauce seco que había cerca del poblado. El equipo cuyo puente estuviera terminado primero y aguantara el peso de todo el regimiento, era recompensado con una ración extra de aguardiente enano.
Kang y Slith terminaron la inspección con el Pelotón de Apoyo, y entonces los dos oficiales regresaron a su posición, delante del regimiento.
—¡Tenéis el mismo aspecto estupendo que el día que tomé el mando! —les dijo el comandante—. Bien hecho. La incursión de esta noche tendrá éxito. ¡Con suerte, haremos un brindis por los enanos antes de irnos a dormir! ¡Un brindis con su propia sangre!
El regimiento al completo lanzó un vítor. Ni que decir tiene que no brindarían con la sangre de los enanos, como en los viejos tiempos, pero el aguardiente equivaldría a lo mismo y además tendría mucho mejor sabor.
—¡Brigada, atención! Oficiales, rompan filas. ¡Capitanes, preparados para la batalla!
Los oficiales se cuadraron, y Kang respondió al saludo. La excitación se apoderó de los draconianos; faltaba una hora para el anochecer.
—Señor —saludó Yethik—, mis muchachos están listos para partir con la carreta y el tiro de bueyes. ¿Vais a enviar una escolta con nosotros?
—Dile a Gloth que os designe una sección de las tropas —repuso Kang—. Manteneos a cubierto, porque si los enanos os descubren sabrán que pensamos llevar a cabo un ataque. Por una vez, me gustaría cogerlos por sorpresa.
Yethik salió corriendo en busca de Gloth y para ordenar que la carreta se pusiera en movimiento. Kang se volvió hacia su lugarteniente.
—Bueno, Slith, creo que esta incursión será buena. Tengo el presentimiento de que la Reina Oscura está tomando un especial interés en nosotros.
Slith se echó a reír y se frotó las manos garrudas.
—Hacía tiempo que los hombres no estaban tan entusiasmados, de eso no cabe duda.
—Razón por la cual te quiero en primera línea junto al irlih'k en el Segundo Escuadrón —repuso Kang—. No deseo que nadie actúe con excesivo celo y corte alguna cabeza cuando romperla sería suficiente. Tenemos hecho un buen arreglo con los enanos, y no nos interesa estropearlo.
—No os preocupéis, señor. Si hace falta meter en cintura a alguno, lo haré. —Slith sacó la larga lengua y se relamió de gusto. El sivak no sólo era bueno imponiendo disciplina, sino que además disfrutaba mucho haciéndolo.
—Espera a que pase una hora después de que haya anochecido —añadió Kang—, y entonces sal con el Segundo Escuadrón. Yo iré al mando del Primer Escuadrón y tomaré posiciones con la carreta. Si topas con algún problema, haz que el irlih'k ejecute un hechizo de luz, y acudiremos en vuestra ayuda.
Slith saludó y fue en busca de algún infortunado soldado al que chillar mientras llegaba el momento de ponerse en marcha.