15

Los draconianos, acampados en las colinas, pasaron los dos siguientes días observando al ejército de lord Ariakan cruzar por las Praderas de Arena y montar campamento en las montañas.

Los draconianos estaban excitados con la perspectiva de ir a la batalla una vez más, y, aunque Kang hizo cuanto pudo para frenar su entusiasmo, tuvo que admitir que también él compartía sus sentimientos: servir a las órdenes de un comandante que los respetara por sus excelentes cualidades; tener la oportunidad de hacer aquello para lo que habían sido entrenados y creados; construir todo, desde puentes a catapultas; asaltar torres y poner sitio a fortalezas. En resumen: la oportunidad de ser útiles, algo tan opuesto a la vida de inactividad en el pueblo, escabechándose el cerebro con el aguardiente enano.

En el momento en que los estandartes se izaron en la tienda de mando, Kang abandonó su posición de observación en las colinas. Escogió a dos baazs para que lo acompañaran como escolta y marchó ladera abajo para reunirse con el comandante del ejército de Takhisis.

En los viejos tiempos, el campamento habría ofrecido un panorama de confusión, con los capitanes de los distintos regimientos discutiendo sobre quién ocuparía las mejores posiciones e intentando arrebatarse las provisiones los unos a los otros mediante engaños. Reyertas, borracheras, seguidores habituales de un ejército estorbando y sus niños metiéndose por medio; los malos recuerdos acudieron en tropel a su cerebro. Si veía alguna de estas cosas, estaba decidido a dar media vuelta y regresar a casa con sus hombres.

Lo que vio lo dejó gratamente sorprendido. No sólo sorprendido, sino impresionado. Muy impresionado.

Los soldados se movían por el campamento en orden, realizando las tareas asignadas con callada eficiencia. Las órdenes se obedecían sin rechistar, sin que hiciera falta la presencia de unos superiores intimidantes descargando sus látigos.

Kang paró a un caballero que llevaba puesta una sobreveste negra adornada con el símbolo de la flor conocida en Ansalon como el lirio de la muerte.

—Disculpad, señor caballero —dijo Kang—, ¿podríais indicarme el emplazamiento de la tienda de mando?

El draconiano sabía de sobra dónde estaba esa tienda, ya que había pasado gran parte de la mañana observando cómo se instalaba, pero quería ver la reacción del caballero.

La mirada del hombre recorrió la figura de Kang de arriba abajo, reparando en la armadura, que se había estado puliendo hasta brillar más que el sol, en el correaje con los distintivos de su rango, y en el mazo dorado que señalaba su condición de ingeniero.

Kang se puso tenso, esperando una mueca de desprecio o, lo que era peor, la actitud de burlona superioridad que generalmente adoptaban los humanos cuando hablaban con draconianos.

Sin embargo, el caballero le hizo un saludo y dijo con patente respeto:

—Señor, la tienda de mando está en esa dirección, a unos veinticinco pasos. Podéis ver el estandarte desde aquí, señor. Si lo deseáis, comandante, os acompañaré hasta allí.

—Gracias, señor caballero —contestó Kang al tiempo que le devolvía el saludo—. Veo el estandarte, y no quisiera apartaros de vuestras obligaciones.

El caballero volvió a saludar y se alejó.

Kang sintió una agradable sensación de calidez en todo el cuerpo. En cierta ocasión había oído a un poeta referirse a esta sensación como el amor.

La tienda de mando se había levantado sobre una amplia repisa rocosa y plana. Kang aprobó la elección. Durante las horas más calurosas del día, la tienda permanecería protegida por la sombra de la montaña. Era grande, hecha con franjas de lona negras y rojas cosidas entre sí. Dos estandartes ondeaban en lo alto, uno de ellos negro, decorado con el lirio negro de la muerte violenta, el cortado tallo enroscado en torno a un hacha ensangrentada. Debajo de este pendón, ondeaba el estandarte propio de un lord comandante, adornado con una calavera blanca. Fuera de la tienda había dos grandes tallas que representaban humanos, aunque demasiado altos para serlo y grotescamente pintados en un tono azul chillón.

Kang se preguntaba qué hacían allí estas estatuas, suponiendo que debían de ser algún nuevo tipo de imagen dedicada a su Oscura Majestad, cuando, para su asombro, una de ellas se movió. Los ojos, rodeados de una máscara de pintura azul grasa, se clavaron en Kang. Una mano tan grande como la de Kang, incluidas las garras, se cerró con fuerza sobre la empuñadura de una espada tan enorme que probablemente casi ningún humano habría podido siquiera levantarla.

El draconiano se paró en seco, de manera que los dos baazs que lo seguían estuvieron a punto de tropezar con él. Kang miró de hito en hito al hombre, que le sostuvo la mirada sin pestañear, y fue evidente que era la primera vez que estas dos razas se encontraban frente a frente. Los labios pintados en azul del humano se curvaron en una mueca al tiempo que dejaban escapar un gruñido sordo; la espada se deslizó un palmo fuera de la vaina decorada con extraños adornos.

Un caballero que estaba dentro de la tienda salió para comprobar qué pasaba. Al ver a Kang le dijo algo al humano en un lenguaje raro y primitivo; el hombre pintado de azul volvió a gruñir y envainó la espada, si bien no quitó ojo a Kang.

La mirada del draconiano tampoco se apartó del humano.

—Esperadme aquí —ordenó a los baazs—. Y cerrad la boca de una vez —añadió, irritado.

El caballero se acercó a Kang y saludó.

—Por aquí, comandante. Os estábamos esperando.

Lo condujo al interior de la tienda. El oficial superior se encontraba sentado ante un pequeño escritorio de campaña con la parte superior de cuero. Este caballero llevaba también la sobreveste negra, aunque la suya estaba adornada con una calavera. Dentro de la tienda hacía más fresco que en el exterior, pero no demasiado. El calor resultaba opresivo, y las solapas de lona colgaban fláccidas, sin que las moviera el menor soplo de brisa. No obstante, el oficial no parecía sentir el agobiante calor. Estaba flanqueado por otros dos humanos de aspecto salvaje. Estos guardias llevaban dos espadas cada uno e iban cubiertos de pies a cabeza con una cota de malla que debía de pesar más que ellos; sin embargo no estaban sudando.

El general terminó lo que quiera que estuviera escribiendo y se levantó.

—Os presento a lord Robert Sykes, Señor de la Calavera —anunció el caballero que actuaba como ayudante del general.

Sykes miró al draconiano con franca curiosidad.

—Saludos, comandante…

—Kang, señor —dijo el draconiano—. De la Brigada de Ingenieros del primer ejército de los Dragones.

—Sí, por supuesto. —El caballero oficial esbozó una leve sonrisa—. No queda mucho del primer ejército de los Dragones, comandante.

—Quedamos nosotros, señor —respondió Kang con orgullo.

—Es lo que me han dicho. —Sykes era de mediana edad, tenía el cabello oscuro y, en un sorprendente contraste, las cejas blancas e hirsutas. Llevaba la barba corta y pulcramente arreglada, y la tenía salpicada de hebras grises y mechones canosos. Su mirada era fría, penetrante, de las que descubrían más de los otros de lo que dejaban ver de su poseedor. Se volvió hacia su ayudante y dijo—: Reúne al ala primera para pasar revista.

El caballero saludó y se marchó. Sykes se volvió hacia Kang.

—Tenéis doscientos draconianos a vuestro mando, comandante Kang, ¿no es así? —dijo.

—Así es señor. Y he de decir, milord, que estoy impresionado por lo que he visto hoy aquí. Los ejércitos de la Reina Oscura han mejorado mucho desde la Guerra de la Lanza, al parecer.

—Fui capitán de una compañía del segundo ejército de los Dragones durante ese conflicto —comentó Sykes con una sonrisa—, y no tengo más remedio que daros la razón, comandante Kang. Los soldados al mando de líderes como el Señor del Dragón Verminaard se parecían mucho a sus superiores: poco más que ladrones y asesinos sanguinarios. Siempre he sido de la opinión de incluir en esa categoría a los draconianos. En consecuencia, me temo, comandante, que he de rechazar vuestros servicios.

Kang se cruzó de brazos y extendió las alas. Era grande para la media de los bozaks, lo que significaba que era tan alto como los salvajes guardaespaldas pintados de azul.

—Algunos draconianos, tal vez, señor, pero no los que están bajo mi mando. No habríamos sobrevivido tanto tiempo si hubiera sido así, milord. Tengo doscientos draconianos, todos bien entrenados. Somos ingenieros. Tenemos los pies en el suelo, hacemos que nuestros ejércitos sigan avanzando e impedimos que lo hagan los del enemigo.

La sonrisa del caballero oficial se ensanchó ante la jactancia de Kang, pero el draconiano tuvo la impresión de que Sykes estaba impresionado, bien que se guardó de manifestarlo. Enarcó una de sus blancas cejas.

—Supongo que estuvisteis en Neraka, comandante Kang. Para haber sobrevivido a esa batalla y haber escapado con vida… En fin, que podría decirse que fuisteis desertores.

Kang no bajó la mirada ni se dio por ofendido.

—Señor, eso mismo podría decirse de cualquier soldado u oficial del ejército de la Reina Oscura que sobrevivió a la Guerra de la Lanza.

Aquello hizo que Sykes se pusiera rígido. Su semblante palideció de rabia, y por un instante Kang pensó que había ido demasiado lejos. Entonces, el caballero oficial se relajó y sacudió la cabeza con gesto de pesar.

—Tenéis razón, comandante. Más de uno de nosotros depuso las armas, asqueado, y se alejó de la batalla para no sufrir la humillación de rendirse a la zorra elfa a la que llamaban el Áureo General. ¿Por qué dar nuestras vidas por una causa que ni siquiera los propios mandos respaldaban? Pero todo eso ha cambiado ahora —añadió Sykes en un quedo susurro, hablando más para sí mismo que para Kang—, todo eso ha cambiado.

Guardó silencio unos instantes, mirando hacia el exterior con expresión absorta, sumido en una evocación que el draconiano no osó interrumpir. Los dos seguían de pie y callados cuando el ayudante regresó.

—El ala primera está reunida, milord.

—Gracias, jefe de garra. —Sykes se volvió hacia Kang—. Venid conmigo, comandante. Quiero mostraros el nuevo ejército de lord Ariakan.

Los dos salieron de la tienda, seguidos de cerca por los dos guardaespaldas pintados de azul. Ante ellos aguardaba en formación todo un escuadrón de caballería, con las lanzas levantadas. Llevaban armaduras negras, como también eran negros todos sus corceles. Los caballeros se pusieron firmes cuando su superior apareció.

—En su juventud, lord Ariakan estuvo prisionero de los Caballeros de Solamnia durante muchos años después de terminar la guerra —explicó Sykes a Kang—. Lo trataron bien, pues reconocieron su valor y su destreza. Él, por su parte, llegó a admirarlos.

Hizo una pausa, y Kang parpadeó sorprendido. ¡Esto era toda una novedad!

—También aprendió de ellos —prosiguió Sykes—. Aprendió mucho e hizo un buen uso de todo ello cuando por fin consiguió escapar. El Código y la Medida, el reglamento por el que se regían y del que solíamos hacer mofa, fue lo que mantuvo a los Caballeros de Solamnia como una unidad conexa, incluso durante los años que precedieron a la guerra, cuando eran injuriados por el populacho. Lord Ariakan estableció la regla para nuestras fuerzas: el Código y la Visión guían nuestra conducta en el campo de batalla y fuera de él. Con ellos traeremos la paz y el orden a este mundo caótico.

Todos los caballeros permanecían muy quietos en las sillas, sin mover un solo músculo, y mantenían a sus monturas bajo control, también inmóviles. Parecían estatuas talladas en obsidiana.

—Habladme del Código, milord —pidió Kang.

—Es distinto para cada una de las tres órdenes de la caballería. El de los Caballeros del Lirio dice: «La independencia genera el caos. Somete y serás fuerte». El de los Caballeros de la Calavera proclama: «La muerte es paciente, ataca tanto desde dentro como desde fuera. Estate alerta en todo y sé escéptico con todo». Y para los Caballeros de la Espina, que son practicantes de la magia, el Código reza: «El que se guía por el corazón cosecha sufrimiento. Que tu único sentimiento sea el deseo de victoria».

—¿Y la Visión, milord? —inquirió Kang, para quien los tres principios reseñados merecían toda su aprobación.

—La Visión se nos otorga a cada uno por nuestra soberana —explicó Sykes—. La recibimos por separado, es personal y está en consonancia con cada cual. Merced a ella sabemos nuestro camino, y en ella encontramos inspiración.

Kang desenvainó su espada con deliberada lentitud. Los dos guardaespaldas pusieron las manos sobre las empuñaduras de sus armas y lo observaron con desconfianza. El draconiano le dio la vuelta a la espada y se le presentó a Sykes con la empuñadura por delante.

—Milord, han pasado muchos años desde que mis tropas sirvieron a nuestra soberana. Con todo, nacimos para combatir, y es lo que mejor sabemos hacer. Nuestros conocimientos como ingenieros podrían resultar útiles a vuestro ejército. Os ofrezco los servicios de la Brigada de Ingenieros del primer ejército de Dragones. Creo que es el deseo de su Oscura Majestad.

El caballero oficial cogió la espada.

—Acepto vuestra oferta, comandante Kang. Es mucho lo que vuestros draconianos pueden hacer por mí. ¿Cuándo podréis estar listos para partir?

—Dentro de cuatro días puedo encontrarme con vuestro ejército en el primer paso de montaña que lleva a Thorbardin. Deduzco que es allí adonde os dirigís, a tomar la fortaleza enana, ¿verdad?

El caballero oficial no reveló nada.

—Digamos únicamente que vos y vuestro regimiento os reuniréis con nosotros en el primer paso que conduce a Thorbardin, sin más suposiciones.

—Entiendo, milord. —Kang saludó—. Allí estaremos.

—Espero con impaciencia ese momento —respondió el general. Después entregó la espada del draconiano a su ayudante, que a su vez se la devolvió a Kang con gesto ceremonioso.

Kang recibió permiso para retirarse. El caballero oficial echó a andar hacia el regimiento que esperaba para pasar revista.

El comandante draconiano se marchó con la imagen y los sonidos de los caballeros armados girando en perfecta formación. La imagen y los sonidos familiares de un ejército.

Lo embargaba la cálida emoción de quien ha vuelto a casa después de una larga, larga ausencia.