37
Kang no podía moverse. El terror lo tenía paralizado, lo estrujaba, le retorcía las entrañas. Contempló fijamente el pozo de lava y, ahora que lo veía de cerca, se dio cuenta de que, debido a la posición sesgada del acceso por el que había entrado, no lo había vislumbrado en su totalidad, sino sólo una pequeña parte del enorme agujero rebosante de fuego y roca fundida, un magma que burbujeaba y se agitaba.
De la ardiente masa emergió una cabeza, la cabeza de un dragón, pero que no se parecía en nada a los reptiles que Kang había visto en Krynn.
Era un dragón de fuego. Sus escamas eran negras, y bajo ellas brillaba el rojo de su cuerpo ígneo de un modo horrendo. La cresta eran llamas que crepitaban en el aire. Al abrir la boca, expulsó unos gases ponzoñosos.
Kang recordó las palabras de Huzzud: «Todo cuanto alcanzo a ver es fuego, los héroes retorciéndose y muriendo en medio de llamas. Veo al propio mundo consumiéndose y pereciendo».
Ésta era una criatura de Caos, la que acabaría con los héroes y causaría la destrucción del Krynn.
Las garras delanteras del dragón se hincaron en la roca al borde del pozo de lava. Se estaba aupando para salir del agujero. Sus ojos eran negros, vacíos como un universo carente de todo vestigio de vida. Aquellos ojos se clavaron en Kang. En ellos, el draconiano no sólo vio su perdición, sino la de todo ser vivo. Vio la muerte de los dioses. El miedo aplastó la esperanza, la arrasó y esparció al aire las cenizas.
Kang no podía respirar. El horrendo hálito del dragón emponzoñaba el aire, y el calor que irradiaba de su cuerpo era tan intenso que pareció fundir los pies del draconiano con el suelo. Las manos de Kang quedaron inertes, y casi dejó caer la varita, pero la aferró en medio de un pánico creciente. Al hacerlo, sintió su poder palpitar contra la palma. La varita vibró a la par que emitía un intenso fulgor azul, la misma luz inicua irradiada por la luna negra.
Sin embargo, en contra del infierno viviente del fuego del dragón, la varita era frágil, insignificante. Un leve soplido del monstruo la incineraría, y también a Kang. ¡No podía combatir a esta cosa! ¡Nada ni nadie podía combatirla! Ni los caballeros negros, ni la misma Reina Oscura. Y, menos aún, un draconiano solo.
Con un gran esfuerzo, Kang levantó los pies del suelo y dio media vuelta con intención de huir. El calor le quemó las alas; se mordió la lengua para no gritar de dolor, y echó a correr, tambaleándose, hacia la salida, que parecía encontrarse a una distancia insalvable.
«Disciplina —dijo una voz severa dentro de él—. La disciplina es lo que vencerá al caos».
Kang reconoció esa voz, supo que era la suya propia. Miró la varita y vio que el fulgor y la vibración disminuían. El calor era lo bastante intenso para que su sangre hirviera; unas llamas rojo anaranjadas le lamieron las escamas.
—Disciplina —dijo en voz alta, y la palabra sonó como un siseo entre sus dientes apretados.
Siempre había esperado que sus hombres obedecieran sus órdenes. ¿Qué pensarían si lo vieran ahora, huyendo, dominado por el miedo? ¿Y si sobrevivía? Jamás podría volver a dar una orden, no podría volver a pedir a sus hombres que confiaran en él ni que se jugaran la vida.
Más le valía morir que vivir esa clase de vida. Y lo mejor era morir luchando.
Giró sobre sus talones y se enfrentó al dragón de fuego, manteniéndose firme. La varita volvió a vibrar. Una energía, latente y poderosa, se propagó como un torrente por su cuerpo.
El calor abrasador se cernió sobre él y, mientras se enfrentaba a este único, aterrador, mortífero dragón sin la menor esperanza de destruirlo, sin esperanza de sobrevivir, Kang vio salir a un grupo de enanos por una oquedad en el lado opuesto de la cámara.
En los semblantes de los enanos había plasmado un terror que debía de ser un remedo del suyo.
Kang los vio, y al punto los olvidó. Cada cosa y cada enemigo a su tiempo.
Su mano fue de manera instintiva hacia la empuñadura de la espada. Se imaginó tratando de acercarse lo suficiente a la bestia para acuchillarla, y desechó la idea. Se abrasaría antes de tenerla al alcance. Su soberana le había dado una varita mágica. La utilizaría, aunque no sabía cómo funcionaba. Esperaba que, aunque no fuera nada más, incrementara el poder de los pocos hechizos que ya sabía.
El dragón inclinó la cabeza y se aproximó. Sus ojos se prendieron fijamente en Kang, y estaban vacíos; en ellos no había nada, ni odio ni ansia ni temor. El dragón lo mataría, y lo vería morir sin experimentar ninguna emoción. Kang habría preferido con mucho enfrentarse a un encolerizado señor elfo que, al menos, habría sentido algo con la muerte de un enemigo, aunque esa sensación fuera de júbilo. La única meta de este dragón era destruir cualquier ser viviente que encontrara en su camino. El fuego destellaba entre sus mandíbulas cerradas, y en contraste con su fulgor los dientes se perfilaban negros. La cabeza se aproximó más a Kang, y las fauces se abrieron.
Los gases llenaron el aire, emponzoñándolo, haciéndolo irrespirable. De momento, Kang no pudo hacer otra cosa que retroceder. Aguantando la respiración, reculó hasta llegar cerca de la entrada de la cámara, y una vez allí inhaló profundamente para llenarse los pulmones de un aire relativamente fresco; después, regresó corriendo dentro.
El calor empezaba a afectarlo, y en medio de su aturdimiento intentó recordar los hechizos aprendidos. A diferencia de otras razas, los draconianos no aguantaban bien las temperaturas extremas. Kang se sentía cada vez más amodorrado, como un lagarto tumbado al sol. Tenía que hacer algo para combatir el calor antes de iniciar la lucha con el dragón. En consecuencia, el primer hechizo que ejecutó fue para sí mismo.
—Agua… —masculló. Al hablar sintió la garganta quemada, reseca. Sus garras trazaron los símbolos requeridos en la pared que tenía detrás.
Sus ojos buscaron, frenéticos, en derredor, miraron la pared de piedra, el suelo.
Nada. El desánimo se apoderó de él. Había esperado obtener un chorrito de agua, algo con lo que humedecer su rostro, refrescar sus escamas que estaban dilatadas por el calor, atirantando sus labios hasta hacerles adoptar una mueca grotesca. La lengua le asomó entre los dientes.
El dragón lo había estado observando. No jugaba con él, como cualquiera de los mezquinos y vengativos Dragones de Plata habría hecho. Éste no atacó de inmediato porque, Kang tuvo esa impresión, no veía la necesidad de hacerlo. No podía culparlo. ¿Por qué malgastar energías? Iba a morir de calor a no mucho tardar.
El dragón siguió arrastrando su gigantesco cuerpo fuera del pozo de lava. El suelo y las paredes de piedra despedían calor. Kang se sentía como si se estuviera asando a fuego lento dentro de un horno.
—¡Agua! ¡Majestad, os lo suplico!
La varita relució azul en su mano e irradió poder; el sobresalto de Kang fue tal que el draconiano casi la dejó caer.
Agua, un agua fría y maravillosa, brotó de las paredes, se extendió por el suelo y roció a Kang, alivió el dolor de las quemaduras de sus pies, enfrió su cuerpo y despejó su mente.
El agua, que chorreaba en un torrente desde el techo, corrió por el suelo y se precipitó al pozo de lava; se levantaron densas nubes de vapor.
Sacudiéndose de encima el letargo que casi había resultado fatal para él, Kang avanzó chapoteando por los charcos mientras hacía un desesperado intento por recordar otro de sus conjuros, uno que matara al dragón. El agua seguía vertiéndose sobre el magma y la cámara estaba llena de vapor, de manera que, por un instante, Kang perdió de vista a la feroz criatura.
Pero la oyó rugir, y sonó como si gritara de dolor. Abalanzándose hacia adelante en un intento de ver qué ocurría, Kang alcanzó a vislumbrar al dragón y descubrió que su hechizo estaba teniendo un efecto inesperado.
Un torrente de agua que se precipitaba desde lo alto caía sobre el dragón, cuyas escamas, contraídas por el cambio de temperatura, se estaban resquebrajando, en tanto que el brillo rojizo que emitía su cuerpo empezaba a disminuir. El rugido del dragón se tornó en un bramido colérico. Había conseguido sacar la mitad del cuerpo del ardiente pozo, pero la parte inferior permanecía sumergida en la lava, en tanto que la superior se enfriaba rápidamente.
El monstruo lanzó una dentellada a Kang, pero sus movimientos eran lentos y torpes, así que el draconiano esquivó el ataque con facilidad. Las garras del dragón arañaron la roca del suelo; la parte superior del cuerpo se estaba volviendo más y más pesada, de manera que la parte inferior no podía sostenerla mucho más tiempo. El dragón empezó a retirarse, sumergiéndose de nuevo en el pozo de lava.
Kang suspiró con alivio, un alivio que duró poco. Por lo que sabía, la única vía de escape era el pozo de magma; si dejaba huir ahora al dragón, probablemente reviviría, y sólo habría conseguido aplazar la lucha. Tenía que impedir que regresara a su cubil.
El agua, que al principio fue una bendición, ahora resultó ser un gran inconveniente. Le llegaba ya por las rodillas y dificultaba sus movimientos. Kang vadeó hacia el pozo lo más deprisa que pudo, pero era evidente que para cuando quisiera llegar lo bastante cerca del dragón de fuego para hincarle su espada, el reptil ya no estaría allí.
Si pudiera, ahora cambiaría toda esta agua por unas cuantas rocas cayendo de lo alto…
—¡Barro! —dijo el draconiano mientras alzaba la vista al techo. No ocurrió nada, pero esta vez estaba preparado—: Majestad, os lo suplico…
La varita emitió un cegador destello azul, y el techo de piedra de la cueva que había sobre el dragón experimentó un cambio, se licuó y empezó a gotear. Una avalancha de barro se precipitó sobre el dragón y el pozo de lava. Poco después, el fango cubría completamente la cabeza y la parte superior del cuerpo del monstruo. Kang había dejado de oírlo y de verlo. La cola del dragón emergió del pozo, sacudiéndose y salpicando lava en las paredes, pero no tardó en quedar fláccida. La única conclusión a la que podía llegar Kang era que el dragón había muerto.
El draconiano hizo una inhalación trémula. Estaba a punto de marcharse para ver si podía alcanzar a Slith y al resto de la tropa, cuando el suelo y las paredes empezaron a temblar.
Kang miró hacia arriba y supo de inmediato lo que estaba ocurriendo. El barro goteante ya no podía sostener el peso de la masa de piedra que tenía encima. Esta parte de la cámara se iba a derrumbar, y lo haría sobre su cabeza.
Kang echó a correr hacia la salida, la misma oquedad por la que había entrado, pero entonces vio que ésta estaba desapareciendo bajo una avalancha de lodo y roca que no tardaría en enterrarlo también a él. Estaba a punto de correr la misma suerte que el dragón.
Giró sobre sus talones y corrió en la única dirección que podía, la única salida que le quedaba. Se internó más en la cámara.
El vapor no le dejaba ver, pero recordaba que había vislumbrado una abertura al otro extremo de la cámara. Estaba bastante lejos, y para llegar a ella tenía que pasar cerca del abrasador pozo.
Kang corrió más deprisa de lo que había corrido en toda su vida, chapoteando en el agua. El suelo describía una pendiente hacia arriba, de manera que en esta parte el agua era menos profunda. Y después pisó roca seca, ardiente. Apretó los dientes para contener el dolor de los pies quemados y llenos de ampollas, y siguió corriendo.
Estaba dando un amplio rodeo alrededor del pozo, cuando atisbó un movimiento: las rocas y el barro que había en él estaban combándose hacia arriba y agitándose.
Unos ojos, negros y vacíos, de un segundo dragón lo contemplaron desde el pozo.