10

Los cuatro enanos estaban levantados y en marcha antes del amanecer. La parte difícil del viaje había quedado atrás, y avanzaban por un camino bien marcado, utilizado probablemente por las partidas de caza de Thorbardin, que descendía por la ladera de la montaña.

La marcha era fácil, y no era necesario ir atados con las cuerdas. Mortero, que había repetido una y otra vez que tenía la sensación de que alguien los seguía, anunció que aquella mañana esa sensación había desaparecido. Si no hubiera sido por el intenso calor reinante, un bochorno que hacía que tuvieran la impresión de ir caminando por un horno, en lugar de hacerlo por un cañón, los enanos habrían disfrutado de aquella parte del viaje.

Por fin, Selquist, que iba a la cabeza, trepó a lo alto de un afloramiento rocoso grande y plano, y llamó a los otros para que se reunieran con él. Sus tres compañeros se encaramaron al peñasco.

—¿Qué? —preguntó Barreno cuando llegó arriba.

—Las legendarias puertas de Thorbardin —anunció Selquist mientras señalaba—. La Puerta Sur, para ser exacto.

—¿Dónde? —inquirió Barreno.

—Allí, justo delante de tus narices.

—No veo nada aparte de una montaña —protestó su amigo.

—Bueno, pues hay una puerta, créeme.

—¿Qué aspecto tiene?

—El de una puerta —replicó Selquist bruscamente—. En fin, ya lo habéis visto, así que pongámonos en marcha. —Iba a bajar del peñasco, pero los otros tres no se movieron y siguieron mirando fijamente al frente.

—La gran Puerta Sur es, de hecho, parte de la cara de la montaña —explicó Mortero con aire erudito—. Es un gigantesco obturador de piedra que se mueve con un mecanismo que opera una rueda hidráulica. Cuando está encajado en su sitio, no se distingue de la propia ladera de la montaña.

—¡Me encantaría verlo! —dijo Barreno, anhelante.

—¡Y a mí! —abundó Majador.

—Bueno, pues no podéis —manifestó Selquist—. Lo lamento, pero no vamos a entrar por ahí. Seguidme.

Bajándose del peñasco de un salto, salió del camino y echó a andar en una dirección completamente distinta. Sus compañeros fueron tras él; su entusiasmo por este viaje había aumentado de manera considerable. Ninguno de los tres había visto nunca Thorbardin, y todo lo que sabían del reino era por leyendas y relatos populares sazonados con rencor y amargura. Ahora se había convertido en algo real, y nada de lo contado en las leyendas los había preparado para algo tan grandioso o espectacular como una puerta que ocupaba gran parte la cara de una montaña, e imaginaban todas las maravillas que habría en su interior.

—Dentro hay construidas ciudades enteras, más grandes que Palanthas —continuó Mortero con su disertación—. Y está el Árbol de la Vida de Hylar, una estalactita gigantesca que tiene veintiocho niveles y que alberga la ciudad central de Thorbardin. Se llega allí viajando en botes arrastrados por cables…

—Oh, para un poco, ¿quieres? —lo interrumpió Selquist, irritado, mientras se preguntaban por qué se habría llevado a un sabelotodo—. Sólo es un gran agujero en la montaña. Eso es todo lo que es y será Thorbardin, así que déjate de tanta cháchara y sigamos caminando.

—Una vez conocí a un enano de Thorbardin —dijo Barreno con gran orgullo.

—¿De verdad? ¿Y cómo son? —Mortero estaba muy interesado.

—Creía que tenía la barba más larga que todos los demás —contestó Barreno—. No dejaba de llamarme «bosquero» y repetía que no entendía nada de lo que yo decía a pesar de que estaba hablando un enano tan bueno como «a él».

—Como él —lo corrigió Mortero.

—Pues eso, él. He dicho que era un enano, no una enana.

—No, la expresión gramatical correcta es «tan bueno como él».

—¿Él, quién?

—¡Olvídalo! —gritó Selquist.

Los otros tres guardaron silencio, y el grupo continuó caminando y al poco rato llegaron a un callejón sin salida. Un muro de piedra, tapizado de arbustos cuyas largas ramas estaban cubiertas de punzantes espinas, les obstruía el paso.

—Aquí es —anunció Selquist, que parecía muy satisfecho de sí mismo.

—¿El qué? —preguntó Barreno.

—¿Otra puerta? —Majador contempló la pared rocosa con los ojos muy abiertos, como si esperara que se abriera de par en par en cualquier momento.

—El agujero de ventilación —repuso Selquist—. Detrás de esos arbustos.

Los enanos miraron el espinoso zarzal y el entusiasmo que experimentaban por este proyecto desapareció de inmediato.

—¿Por qué tiene que ser ahí? —instó Barreno.

—¿En qué otro sitio iba a estar? —demandó Selquist.

—En alguno que tuviera un acceso más fácil. Esas espinas parecen muy punzantes.

—Porque lo son. Y ahí está lo bueno. ¿Por qué crees que este agujero de ventilación ha permanecido oculto durante tanto tiempo? Si los enanos de Thorbardin supieran que existe, lo habrían cegado como hicieron con todos los demás. —Selquist se había puesto a la defensiva.

—Quizá no lo cegaron porque imaginaron que nadie sería lo bastante estúpido para meterse entre un arbusto espinoso —le dijo Mortero a su hermano en voz baja.

Selquist oyó el comentario, pero simuló lo contrario. Acababa de tomar una decisión: el próximo viaje, Mortero se quedaba en casa.

Majador sacó su hacha, dispuesto a utilizarla, pero Selquist se lo impidió.

—No, nada de cortarlo. Tenemos que dejarlo como lo hemos encontrado o los holgars sabrán que estamos aquí.

—Entonces ¿cómo demonios esperas que pasemos a través de eso?

—Yo lo hice —replicó Selquist fríamente—. Sólo hay que tener un poco de cuidado y hacer caso omiso de unos cuantos arañazos.

Dicho esto, se puso un par de guantes gruesos, plantó el pie con firmeza sobre la rama más baja del zarzal para sujetarla contra el suelo, utilizó la mano derecha para levantar otra, y empezó a pasar. Una espina le arañó la cara, pero tuvo el sentido común de ahogar la exclamación de dolor para no desmoralizar a sus compañeros. Avanzó otro paso, pisando más ramas con los pies y apartando otras con las manos protegidas con los guantes. Localizó el agujero de ventilación, ahora a plena vista, a sólo unos cuantos palmos de distancia.

—Seguidme —ordenó.

—De verdad que estoy empezando a hartarme de oírle decir eso —le susurró Majador a su hermano, rezongando.

—¿Veis? Es muy fácil. —Selquist se volvió hacia sus amigos, que estaban lanzando un montón de chillidos y maldiciones.

Entonces vio el porqué. Él, con su rala barba y fino cabello había pasado con relativa facilidad, pero los otros tres, que tenían la barba cerrada y el pelo espeso y rizoso, estaban completamente enganchados y enredados en las largas espinas y, por el cariz que habían tomado las cosas, parecía que se iban a quedar enganchados para siempre a menos que los sacara del apuro.

—¿Es que no podéis hacer nada a derechas? —preguntó, irritado.

Tres pares de ojos clavaron en él una mirada furibunda desde unos rostros llenos de sangre, y tres bocas se entreabrieron para mostrarle los dientes y mascullar algunas frases poco halagüeñas para su madre.

Lanzando un suspiro de sufrida paciencia, Selquist sacó el cuchillo y empezó a desandar el camino a través del zarzal.

—Creí oírte decir que no cortáramos el arbusto —le recordó Majador.

—Y no voy a hacerlo —dijo Selquist con fría calma, y empezó a cortar la barba de Majador.

—¡Eh! ¡No hagas eso! ¡No! —protestó su amigo con vehemencia. Para un enano la barba era su orgullo y su alegría. Un enano se plantearía el cortar otras partes esenciales de sí mismo antes que cortarse la barba.

—¡Vale, como quieras! —replicó Selquist—. Puedes quedarte ahí, esperando que los «rapeles» vengan y te devoren.

Ante tal amenaza Majador se sometió y dejó que Selquist lo liberara. Cuando por fin quedó suelto y vio mechones y rizos de pelo colgando melancólicamente de las espinas, no pudo menos de taparse los ojos para ocultar las lágrimas.

Selquist hizo lo mismo con los otros dos, y por fin todos ellos, esquilados, arañados, sudorosos, congestionados y no de muy buen humor, se encontraron junto al agujero de ventilación.

—Vamos, chicos. —Selquist agitó la mano—. Seguid…

Majador lo agarró por el hombro y le hizo dar media vuelta.

—Si vuelves a repetir «seguidme» otra vez, será lo último que digas en tu vida.

Selquist, indignado, se sacudió de encima la mano de su compañero.

—Puedes venir o no, tú eliges, pero deja que te recuerde que ahí abajo hay más cerveza fría que aquí arriba.

—Ése es un buen argumento —admitió Mortero, a quien los forcejeos con el arbusto espinoso lo habían dejado sediento.

Selquist entró en el agujero de ventilación, seguido de inmediato por los otros. El conducto de aire era en realidad un pozo abierto en la cara de la montaña, y su propósito no era sólo proporcionar aire y luz a los que trabajaban abajo, sino que también estaba pensado como una vía de escape si se producía un derrumbamiento. En la suave roca de la pared del pozo había excavados huecos de agarre para manos y pies; asimismo había clavados mosquetones en los que enganchar cuerdas. Selquist ató la punta de su cuerda al primer mosquetón, y los enanos se metieron en el conducto de ventilación aunque manteniéndose vigilantes por si aparecía algún «rapel». La temperatura en el interior de la montaña era mucho más fresca que en la superficie, castigada por un sol de justicia.

Habían descendido unos sesenta metros cuando llegaron al final del pozo que, según había dicho Selquist, daba a un túnel. Los otros enanos no tenían más remedio que creerle. Al principio, el conducto de ventilación les había proporcionado algo de claridad, pero a esta profundidad no llegaba nada de luz y los enanos estaban rodeados por una total oscuridad. Lo único que alcanzaban a ver gracias a su visión infrarroja eran las siluetas de los otros, ya que el calor de sus cuerpos irradiaba con un débil tono rojizo.

—No toco suelo —dijo Barreno, que estaba sentado en una estrecha cornisa, con los pies colgando hacia fuera—. Y ya no queda cuerda.

—No importa —respondió Selquist—. Saltaremos.

—¿Hay mucho hasta el suelo? —preguntó Mortero, preocupado.

—No, no mucho.

Selquist sintió un escalofrío al recordar la primera vez que había hecho este viaje. Al llegar a este punto, en medio de la oscuridad, se había visto obligado a hacer un salto de fe. Había llevado una linterna consigo, pero su luz no llegaba demasiado lejos. El mapa indicaba que el conducto de ventilación desembocaba en un túnel, y Selquist no tuvo más remedio que dar un voto de confianza al autor del mapa, y esperar que el suelo del túnel no hubiera cedido en alguno de los pequeños terremotos que de vez en cuando hacían tintinear las vajillas de Thorbardin.

Selquist no era de los que permitían que una emoción pueril como el miedo se interpusiera entre él y una ganancia, pero había pasado unos desagradables instantes aquí, al final del pozo de ventilación, intentando hacer acopio de valor para saltar al vacío. Lo había hecho, desde luego, y descubrió que sólo había unos dos metros hasta el piso del túnel. Ahora, con la seguridad de conocer el camino, se quedó colgando del último hueco de agarre, se soltó, y aterrizó ágilmente en el piso.

Majador se asomó al conducto de ventilación, mirando hacia abajo a su cabecilla.

—¡Esperad! Encenderé una linterna para que veáis el fondo —dijo Selquist, temeroso de que Majador aterrizara justo encima de él.

Se descargó la mochila y buscó a tientas la linterna y el yesquero. Unos cuantos chispazos rápidos y la linterna quedó encendida. Los demás saltaron por turno desde el pozo de ventilación, se incorporaron, se sacudieron el polvo de la ropa y miraron a su alrededor con interés. Todos estaban de mucho mejor humor ahora. Aunque habrían preferido morir asados a fuego lento antes de admitirlo, los neidars tuvieron la agradable sensación, en lo más hondo de su ser, de que por fin estaban en casa.

—¿Hacia dónde vamos ahora? —preguntó Barreno con ansiedad.

Selquist estuvo en un tris de responder «seguidme», pero se tragó la palabra y en lugar de eso dijo:

—Por aquí, caballeros, por favor.

El túnel tenía un metro ochenta de diámetro, y por el suelo corrían dos raíles de hierro. Las paredes, en otros tiempos lisas, estaban agrietadas aquí y allí, pero era tal la pericia de los ingenieros enanos que habían diseñado aquellos túneles, que las excavaciones habían aguantado sin derrumbarse incluso durante los devastadores terremotos del Cataclismo.

—¿Para qué se utiliza esto? —preguntó Majador.

Agitando los brazos para mantener el equilibrio, intentaba caminar a lo largo de uno de los raíles sin demasiado éxito. Los enanos no eran conocidos precisamente por su agilidad.

Selquist, de buen talante ahora que habían llegado a su destino, agitó una mano y dijo con aire magnánimo:

—Lo sé, desde luego, pero dejaré que sea Mortero quien os lo explique.

Mortero les contó que los enanos utilizaban los raíles para arrastrar las vagonetas cargadas con el oro, la plata y el hierro extraídos de los yacimientos. Poco después los enanos pasaron ante una de estas vagonetas, oxidada y rota, que había apartada en una vía muerta.

—¿Por qué os paráis? —preguntó Selquist cuando se volvió y vio que sus amigos se habían quedado atrás y rodeaban la vagoneta.

—Quizá quede algo de oro —dijo Barreno.

Selquist estuvo a punto de protestar por el retraso, pero entonces cayó en la cuenta de que siempre había deseado mirar dentro de uno de estos vehículos. Retrocedió con premura, llevando la linterna.

Los roñosos laterales de la vagoneta eran tan altos como ellos, de modo que los enanos no alcanzaban al borde para asomarse, y Majador sugirió trepar por un lateral y meterse dentro con la linterna para investigar.

—¿Bromeas? —se mofó Mortero—. Los enanos de Thorbardin habrán dejado limpia esta vagoneta hace mucho tiempo. No se me ocurre por qué la dejaron abandonada aquí, pero no siento curiosidad por saberlo.

—¡Esperad! —intervino Barreno, que se acercó más al costado de la vagoneta, mirándola fijamente—. Aquí hay algo escrito.

Quitó el polvo acumulado durante un par de siglos con la manga de su camisa mientras los otros se reunían a su alrededor.

—¿Qué dice, Barreno?

—Sí, ¿qué pone?

Barreno leyó despacio y a trompicones:

—«Aquí yace… un cobarde». «Que… los oteros…». No, debe de ser «que los otros». «Que los otros contemplen… su suerte y se guarden». Está fechado alrededor de la época de la Guerra de Dwarfgate.

—No me gusta cómo suena eso —opinó Majador.

Pero ahora los enanos sentían una gran curiosidad. Se pusieron de puntillas y asomaron la nariz por el borde de la vagoneta. Barreno soltó un chillido que retumbó de un modo escalofriante en los túneles.

Selquist le dio un fuerte codazo en las costillas.

—¡Cierra el pico, idiota! ¡Estamos cerca de las zonas habitadas! ¡Reorx bendito, pareces una humana que ha visto una araña! Sólo es un cadáver.

—Me cogió por sorpresa, eso es todo —respondió Barreno a la defensiva.

Atraídos por una fascinación morbosa, todos volvieron a asomarse a la vagoneta. El cadáver era de un enano, vestido con un yelmo de hierro y una oxidada cota de malla. La cabeza le había sido separada limpiamente del tronco.

Impresionados, los cuatro amigos se alejaron de la vagoneta y su tétrico ocupante tras mascullar una disculpa por perturbar su descanso y decir una ferviente oración para que el muerto no les devolviera el favor y perturbara el suyo.

—Bienvenidos a Thorbardin —dijo Mortero con tono lúgubre.

Los amigos siguieron caminando túnel adelante.