33

—¡Este viaje ha sido la experiencia más maravillosa de toda mi vida! —manifestó Majador tras alejarse de la vagoneta volcada.

—¡Caray, chico, qué emocionante! —expresó Mortero, con los ojos brillantes—. ¿Dónde está Barreno?

—Aquí —contestó Selquist.

Se inclinó sobre un enano que estaba hecho un ovillo en el fondo de la vagoneta, con la cabeza metida bajo los brazos.

—¿Ya ha acabado? —chilló—. ¿Ha terminado?

—Sí —dijo Selquist mientras lo sacudía—. ¡Deprisa! ¡Tenemos que marcharnos de aquí!

Entre Mortero y él consiguieron levantar al pobre Barreno. Ver a los furiosos draconianos cruzando el puente a toda carrera fue una gran ayuda para que el enano se recuperara de la aterradora experiencia y echara a correr a trompicones. Los otros corrieron a su lado. Los enanos de las dos primeras vagonetas ya se perdían de vista dentro del túnel.

Selquist se paró un momento para despedirse de los draconianos agitando una mano.

—¡Gracias por ese bonito puente! —gritó—. ¡Y por mostrarnos el camino a la cámara del tesoro! ¡Ha sido un placer hacer negocios con vosotros!

—¿Hacia dónde vamos ahora? —preguntó Mortero, preocupado—. ¿Cómo sabremos cuál es el camino?

—Por los raíles —respondió Selquist—. ¿Es que aún no te has dado cuenta? Hemos ido siguiéndolos todo el tiempo. Y ya no estamos lejos, así que tanto da un mapa como otro.

El plan de Selquist había funcionado mejor de lo que esperaba. Los enanos habían esperado escondidos en un pequeño conducto que arrancaba de la cámara principal. Observaron cómo los draconianos examinaban la cueva y oyeron a Kang confirmar que éste era, efectivamente, el punto de partida del mapa. Dejaron que los draconianos les sacaran una ventaja de unas cinco o seis horas y entonces empezaron a seguirlos a través del laberinto de túneles.

A Selquist le quedó muy claro, a medida que avanzaban, que los recuerdos que Mortero tenía del mapa original no eran en absoluto precisos. Había omitido secciones enteras y había marcado los desvíos equivocados. Si los draconianos no los hubieran guiado, probablemente se habrían perdido sin remedio y habrían estando deambulando por los túneles hasta el fin de sus días.

¡Y luego lo del puente! Qué amable por parte de los draconianos. Y qué previsores. Esa sima habría significado el final de la expedición.

Selquist sentía una gran simpatía hacia los draconianos, y por ello lo entristecía pensar que Milano y su tropa de degolladores iban a destruir los huevos de dragón. Además, eran una mercancía muy valiosa, por la que sin duda los draconianos pagarían cualquier…

—¡A las armas! —gritó alguien al frente—. ¡A las armas!

Selquist levantó la cabeza. Brilló la luz de antorchas y se reflejó en las escamas y los rojos ojos de tres draconianos que regresaban corriendo por el túnel, directamente hacia los enanos.

Milano levantó su hacha y les salió al paso, aprestándose para el combate y dispuesto a vender cara su vida.

Los draconianos esquivaron al fornido enano y continuaron corriendo. Los otros enanos se vieron obligados a pegarse contra las paredes del túnel para quitarse de en medio o habrían acabado pisoteados. Los tres draconianos apenas les dedicaron una mirada mientras pasaban a su lado y siguieron corriendo túnel adelante, de vuelta al puente.

—¡Cobardes! —gritó Milano al tiempo que blandía el hacha en el aire—. ¡Dad la cara y luchad!

—¡Yo daré la cara y lucharé contigo, Cernícalo, pedazo de idiota! —gritó Selquist mientras se esforzaba por llegar al frente del grupo—. ¿En qué estás pensando? Podrías haber echado a perder toda la operaci…

Selquist enmudeció, y el pelo se le puso de punta. Se quedó parado, boquiabierto, mirando al frente de hito en hito, igual que los demás enanos que había en el túnel.

—¿Qué es eso? —empezó a balbucir Barreno, que se había agarrado a Selquist—. ¡Reorx nos valga! ¿Qué es esa cosa?

Milano dio un respingo y retrocedió varios pasos hasta chocar contra Selquist.

—¡Un grell! —gritó, quebrándosele la voz—. ¡Es un grell!

Una vez, siendo niño, Selquist había estado muy enfermo. La fiebre alta le había hecho ver todo tipo de cosas raras, desde gusanos que se abrían paso entre las vigas de madera hasta ratas gigantes que brincaban al pie de su cama; y, por supuesto, grelles.

Estos monstruos casi siempre formaban parte de los cuentos infantiles enanos que se transmitían de generación en generación desde los tiempos en que los neidars habían vivido temporalmente en Thorbardin. Según la leyenda, los grelles habían sido los habitantes originales de las cavernas existentes bajo las cumbres, y los primeros enanos que se instalaron en el interior de la montaña, conducidos por sus thanes, habían sido los responsables de su exterminio.

Por lo visto, se les había pasado por alto uno de ellos.

El grell era una masa gelatinosa de color verdoso, una especie de cerebro gigante que flotaba en el aire a casi dos metros del suelo. Tenía tentáculos verdes, un pico semejante al de las aves, y, por lo que Selquist pudo apreciar, un carácter bastante desagradable. El monstruo no parecía muy inclinado a charlar ni a pasar un rato entretenido ni a pedir con amabilidad a los enanos que buscaran otra ruta que no pasara por su sala de estar. El grell se lanzó en picado sobre ellos al tiempo que hacía restallar sus tentáculos plagados de aguijones y chasqueaba el pico con la manifiesta intención de matarlos a todos.

—¡No me extraña que esos draconianos huyeran a toda prisa! —dijo Selquist, que decidió emular tan buen ejemplo. Dio media vuelta y echó a correr repartiendo empujones y codazos para abrirse paso.

Milano y sus soldados se mantuvieron firmes y empezaron a atacar al monstruo, descargando golpes sobre los tentáculos que se agitaban en todas direcciones. Otros enanos arremetieron con las antorchas a los ojos del grell con la esperanza de dejarlo ciego. Unos pocos, menos arrojados, se apelotonaron en la retaguardia, a una distancia segura, y arrojaron piedras a la criatura.

Habiendo puesto al grueso del grupo entre él y el grell, Selquist dejó de correr y se volvió para presenciar la lucha. No se sintió muy impresionado por el resultado; los enanos no adelantaban gran cosa, y tres de ellos ya habían caído al suelo, donde se sacudían, retorcidos de dolor, a causa del veneno paralizante de la picadura del grell. Selquist estaba pensando lo listo que había sido al traer a Milano para que sirviera de alimento al grell, cuando Barreno, hacha en mano, pasó junto a él y se lanzó a la carga contra el monstruo.

—¡Barreno! ¿Qué estás haciendo? Eres un cobarde como yo, ¿recuerdas? —gritó Selquist—. ¡Deja que Cernícalo se ocupe de esa cosa!

Su amigo ni siquiera lo oyó.

Sumándose a la lucha, Barreno descargó un golpe sobre uno de los tentáculos del grell. Su tajo fue certero y cercenó más de una cuarta del ondeante miembro. De la herida salió un chorro de materia verdosa que alcanzó a Barreno en los ojos.

Cegado, el enano dio unos pasos tambaleantes mientras se limpiaba la cara del líquido verdoso. El enfurecido grell golpeó a Barreno con otro de los tentáculos y lo alcanzó en un hombro.

El enano chilló de dolor, sacudido por convulsiones. Luego cayó de bruces al suelo y se quedó tendido, inmóvil.

Al ver caer a su amigo, Mortero y Majador se incorporaron a la lucha y empezaron a dar tajos al grell con sus hachas sin obtener resultados positivos, que Selquist viera. Lo único que estaban consiguiendo era irritar aún más al monstruo.

El grell se cernió sobre su víctima, haciendo rechinar el pico. Milano lo estaba atacando por detrás, arremetiendo contra los tentáculos posteriores, y el monstruo lo golpeaba distraídamente. Era evidente que estaba más interesando en rematar al pobre Barreno.

Al tiempo que emitía una serie de chasquidos con el pico, el grell levantó un tentáculo en el que sostenía un objeto que empezó a brillar con una espeluznante luz azul.

Selquist gimió. Como si la criatura no fuera bastante peligrosa de por sí, había conseguido de un modo u otro apoderarse de una varita que, por todas las apariencias, era mágica. Era una barra de un par de palmos de largo, negra como la noche, y a su alrededor se enroscaban los cuerpos de unos dragones de diferentes colores. Las cabezas de los cinco reptiles se unían en la parte superior, rematándola.

El enano supuso que esta varita mágica no era del tipo que hacía brotar hermosas florecillas en un banco de nieve.

Confirmando los peores presentimientos de Selquist, el grell, que parecía haberse hartado de Milano, se giró violentamente, lo apuntó con la varita, y emitió un agudo sonido chasqueante con el pico.

Una descarga de luz blanca azulada salió disparada de las bocas de los dragones, y se produjo un fuerte destello acompañado de un estampido.

Milano hizo un ruido que sonó como el estallido de una burbuja, y lo que quedó de él salpicó las paredes, el suelo y a sus compañeros.

Habiéndose librado de esa molestia, el grell volvió su atención a Barreno, que todavía no podía ver ni moverse. Los otros enanos habían retrocedido aterrados; la impresionante muerte de Milano les había quitado todas las ganas de luchar. El grell levantó la varita, la apuntó hacia Barreno, y empezó a chasquear el pico.

Selquist se llevó la mano al cinturón, desenvainó la daga, y la lanzó por encima de las cabezas de los enanos que estaban agolpados delante de él.

El grell emitió de nuevo un sonido chasqueante, pero esta vez fue de dolor. La daga se había hundido hasta la empuñadura en el lóbulo frontal de la masa semejante a un cerebro. De la herida empezó a rezumar un líquido verdoso. El grell interrumpió la ejecución del hechizo y sus tentáculos se retorcieron.

Aprovechando el momento de debilidad del grell, Selquist se abrió paso a base de empujones entre los enanos apiñados. Se metió por debajo de los estremecidos tentáculos, agarró a Barreno por un hombro, y empezó a tirar de su indefenso amigo para ponerlo a salvo del monstruo. De repente resbaló en los restos de Milano y se fue al suelo.

«¡Hay que fastidiarse! —pensó Selquist—. ¡Incluso muerto tiene que causarme problemas!».

Estaba tirado de espaldas mirando al grell cara a cara.

El monstruo levantó la varita y apuntó con ella a Selquist. El objeto mágico empezó a brillar, y Selquist se dio por muerto.

De repente, desde alguna parte a su espalda, una andanada de saetas, cada una de ellas perfilada por una roja flama, pasó volando sobre Selquist y se hincó en el cerebro del grell.

El monstruo chilló y se retorció; sus tentáculos se sacudieron frenéticamente. Otra andanada de proyectiles al rojo vivo pasó silbando por encima de los enanos, seguida por una tercera.

El grell pareció sufrir una implosión. Su cerebro semejaba una esponja de la que escurría sangre y materia. La criatura cayó al suelo de la caverna, retorciendo y agitando sus tentáculos, y después se quedó completamente inmóvil.

Aturdido, Selquist se incorporó y miró a su espalda. Un enorme draconiano bozak que manejaba una pequeña ballesta de mano avanzó a zancadas por el túnel, saltando por encima de los enanos agazapados. Al bozak lo seguían al menos otros veinte draconianos, con espadas y ballestas en las manos.

Los enanos casi treparon por las paredes llevados por el terror.

Pero los draconianos no estaban interesados en luchar contra ellos ahora.

El bozak pasó saltando sobre Selquist y estuvo a punto de pisar a Barreno. Al llegar junto al cuerpo del grell se agachó y, con cuidado de no tocar los tentáculos venenosos, recogió la varita mágica.

Con el trofeo a salvo, el bozak se volvió, sonrió y chasqueó los dientes mientras miraba a los enanos.

—Gracias por esta hermosa varita —dijo—. Fue muy amable por vuestra parte encargaros del grell antes de que llegáramos. ¡Ha sido un placer hacer negocios con vosotros! No dejéis de pasar a vernos.

El bozak hizo una reverencia a Selquist, y después agitó una mano y gritó algunas órdenes. Los otros draconianos pasaron entre los enanos o saltaron sobre ellos, se alejaron corriendo y se perdieron en la oscuridad.

—En fin —dijo Selquist—, incluso los planes mejor trazados pueden salir mal, como dijo un kender antes de que un grifo le arrancara la cabeza de un mordisco. Y a cada cerdo le llega su día de la matanza. Al parecer, soy el nuevo líder de la expedición.

Se limpió las manos de los pringosos restos de Milano y se agachó para ayudar al pobre Barreno a levantarse.