21
Kang sabía que podía caérseles el pelo, pero no mientras evitaran al caballero lord Sykes, supuso. Y, desde luego, el comandante draconiano no tenía la menor intención de volver a alistarse en el ejército. Tal vez los caballeros persiguieran a los desertores, pero ¿por qué preocuparse? Sykes tenía cosas más importantes que hacer, como por ejemplo conquistar Ansalon.
Una vez que había llegado a la conclusión de que no habría persecución, Kang sintió muchas ganas de estar de vuelta en su pueblo amurallado. Y ¿por qué no? Ahora que parecía que el pueblo iba a ser su hogar permanente, podían incluso ponerle un nombre.
El regimiento había marchado desde primeras horas de la noche anterior. Habían hecho un corto descanso, y ahora se dirigían de vuelta a casa, de la que habían estado ausentes sólo seis días, aunque a Kang le parecían seiscientos años. En lo único que pensaba era en volver a dormir en su cama, si es que los enanos no se la habían llevado.
Kang sonrió. En el enorme lecho cabían seis enanos. Podía estar bastante seguro de que ésta era una de las cosas que no se habrían llevado.
Caminando en fila india, los draconianos entraron en el angosto paso de montaña que los conduciría a casa. Kang iba a la cabeza, en tanto que Slith cerraba la marcha para asegurarse de que todos lo cruzaban a salvo y de que nadie los perseguía. Sería el último en pasar.
Kang fue el primero en llegar al otro lado del paso e hizo un alto para mirar el pueblo desde allí.
No pudo verlo. Y no pudo porque se lo impedía el humo que flotaba en el aire.
Fue como si le dieran un golpe en el estómago. El espectáculo era tan sobrecogedor que retrocedió un par de pasos y estuvo a punto de tropezar con el pie del baaz que venía detrás. El baaz alargó una mano para sujetar a su comandante, pero éste rechazó su ayuda con una brusca sacudida, lanzó un feroz rugido, y echó a correr montaña abajo.
Kang llegó a la pradera del valle, abrasada por el sol, a toda carrera, con los demás draconianos siguiéndolo a gran velocidad.
Sin embargo, habían llegado demasiado tarde. No podían hacer nada.
Kang se paró, y los demás se apelotonaron detrás de él. Nadie habló. Nadie dijo una sola palabra. Se quedaron allí de pie, mirando cómo ardía su pueblo.
Las llamas ya habían calcinado la mayor parte de los edificios centrales. Las torres de vigía habían sido derribadas. Uno de los portones se desplomó en medio de una lluvia de chispas. Y allí, arracimados como un enjambre alrededor de las murallas y con antorchas en las manos, estaban los enanos.
Kang se había puesto furioso cuando los caballeros le ordenaron que cavara letrinas, pero ahora estaba fuera de sí, presa de una rabia más abrasadora que las llamas que estaban consumiendo los últimos veinticinco años de su vida. Había sido tolerante con los enanos, y ellos lo habían traicionado. Les había dejado su creación, incluso lo había complacido imaginar que la utilizarían, y ellos le habían escupido en la cara.
Les llevó casi treinta minutos de carrera cruzar la pradera y llegar al pueblo en llamas. Kang iba delante, con la espada en la mano y los conjuros mortales preparados en su mente.
Casi habían llegado a las murallas antes de que los enanos, absortos en su destrucción, advirtieran su presencia. Un enano que estaba en lo alto de la muralla echó una ojeada por encima del hombro y los vio; soltó un chillido.
Kang levantó la mano; de las puntas de sus dedos salieron unos rayos chisporroteantes. La descarga mágica alcanzó al enano en el tórax y lo lanzó hacia atrás; el enano se precipitó desde la muralla y cayó en el rugiente infierno de un cobertizo en llamas.
El comandante draconiano cruzó corriendo por encima de los ardientes restos de los portones. La madera ennegrecida emitía un brillo rojizo, y le quemó las almohadillas de las plantas de los pies, pero ni siquiera lo notó. Las ampollas no eran nada comparadas con el dolor de ver su creación convertida en humo y cenizas. Era un dolor como una daga retorciéndose dentro de sus entrañas.
Los draconianos corrieron en pos de Kang y, una vez que estuvieron dentro del recinto, se desplegaron en busca de los enanos. Sólo había quince, más o menos, dentro del pueblo. Los otros probablemente se habían marchado llevándose todo lo que podían cargar y dejando unos cuantos hombres para incendiar el enclave. Estos enanos estaban atrapados dentro de la muralla sin una vía de escape.
Al ver que la muerte se les echaba encima, los enanos sacaron las espadas y se aprestaron a la lucha con gestos sombríos. Sin embargo, la mayoría murió sin haber descargado un solo golpe; los encolerizados draconianos los hicieron pedazos, que después arrojaron al fuego.
Kang estaba cortando la cabeza a un enano muerto con la intención de colgarla de la chamuscada muralla de piedra, que era casi lo único que quedaba del pueblo. Oyó a un draconiano gritar su nombre, pero hizo caso omiso. El draconiano siguió gritando, y entonces alguien lo agarró por el brazo. Irritado por la interrupción, Kang se volvió con la espada ensangrentada en la mano.
Pasaron algunos segundos antes de que el velo rojo que enturbiaba sus ojos desapareciera, y, cuando lo hizo, el comandante vio a Slith.
—¡Señor! —La voz del lugarteniente estaba enronquecida por el humo y los gritos proferidos—. ¡Señor, por amor de nuestra soberana, escuchadme!
Kang bajó la espada.
—¡Señor —continuó Slith, tosiendo—, tenemos que controlar a los soldados! ¡Se están preparando para ir contra Celebundin! ¡Si salen corriendo hacia allí ahora, sin órdenes ni disciplina, todos acabarán muertos!
Kang miro a Slith de hito en hito. Sabía que su segundo le estaba hablando, y que le estaba diciendo algo importante, pero no escuchaba una sola palabra a causa del atronador latido de la sangre en sus oídos.
—Repite lo que has dicho —pidió. Sentía la boca tan seca como estropajo.
Slith así lo hizo, y esta vez Kang estaba lo bastante calmado para entenderle.
—Sí, tienes razón. Ve y… —Kang agitó una mano ensangrentada.
Slith dio media vuelta y echó a correr al tiempo que impartía órdenes a gritos para hacerse oír sobre el crepitar de los focos de fuego restantes. Kang sabía que debía ayudarlo, pero sentía un extraño aletargamiento. Era como estar en uno de aquellos espantosos sueños en los que uno se quiere mover, sabe que tiene que moverse, pero sigue plantado en el mismo sitio.
Por un instante, Kang creyó que Slith no lo iba a conseguir. Los draconianos eran una turba que gritaba salvajemente sobre masacrar a todos los enanos del mundo. Pero una turba no es enemigo para una tropa organizada, y Kang supuso que los enanos se habían enterado de su regreso y los estarían esperando. Y eso sería el fin.
«Muy bien, pues —pensó el comandante—. Que sea ése nuestro fin». Por lo menos tendría una pequeña satisfacción antes de ir a presencia de su soberana.
Y, entonces, las notas de la corneta se alzaron sobre la barahúnda: la llamada a reunión de oficiales. El toque hizo que los draconianos levantaran la cabeza y miraran en derredor, aturdidos. Slith se había quedado sin voz, pero al parecer no se había dado cuenta, porque seguía gritando a pesar de que no se le oía. Había sido una ocurrencia brillante utilizar al corneta; unos cuantos oficiales recuperaron el sentido común y empezaron a poner orden entre las tropas.
Poco a poco, los draconianos se colocaron en filas, formando en la pradera lindante con su pueblo abrasado. Kang tendría que hablarles; recordaba haberse sentido como ahora cuando, siendo un joven oficial, había perdido su primera batalla. Le daba miedo enfrentarse cara a cara con sus hombres.
Lentamente, recogió la espada, la limpió en el cadáver del enano que tenía a sus pies, y entonces fue cuando reparó en que el muerto llevaba uniforme. Kang envainó el arma, echó a andar por las calles llenas de humo, y salió por encima de los chamuscados portones. Ahora sí que sintió el dolor de sus pies quemados.
Cuando llegó, encontró a todos los oficiales presentes y a las tropas en posición de firmes. La disciplina se había impuesto sobre el caos. La disciplina. Gracias a ella habían sobrevivido durante tanto tiempo. Y, si su Oscura Majestad así lo quería, los ayudaría a sobrevivir mucho tiempo más.
Kang cuadró los hombros y adoptó un porte erguido.
Slith dio la orden de atención a los oficiales cuando vio acercarse a Kang.
—Todos los oficiales presentes excepto dos, señor —graznó el casi afónico lugarteniente—. Fulkth y Stemhmph han salido a reunir a los rezagados, según ordenasteis.
Esta mentira iba destinada a los oídos de los demás oficiales, ya que Kang no había dado tal orden, pero mantener la unidad de mando era de capital importancia.
—Gracias, Slith, te debo una. Otra más —dijo Kang en voz queda, si bien el lugarteniente siguió firme y aparentando que no había oído nada.
»Jefes de tropas —gritó Kang, que sentía la garganta irritada por el humo—. Poneos al frente de vuestros hombres y empezad a apagar los fuegos. Yethik, quiero que tus soldados revisen cada centímetro cuadrado de este pueblo y salven todo lo que pueda ser de utilidad. Eso incluye clavos, goznes, cualquier cosa. Gloth, toma una tropa del Segundo Escuadrón y monta un cordón en el flanco norte, a doscientos metros de aquí. Que nadie lo sobrepase, a excepción de los rezagados que vuelvan, y tampoco quiero que nadie salga fuera de él. Que tus hombres recojan los restos de esos malditos enanos y los claven en estacas. Después los colocáis aquí fuera, en fila. Hemos sido demasiado blandos con ellos, pero todo eso va a cambiar.
—¡Ya habéis oído al comandante! —Slith se volvió hacia los oficiales—. ¡Moveos!
Los draconianos rompieron filas y fueron a cumplir sus cometidos. Kang estaba convencido de que no encontrarían mucho que salvar ni había peligro de que los atacaran. Seguramente los enanos se habían atrincherado en su pueblo, temiendo lo peor. Lo importante era que sus tropas estuvieran ocupadas haciendo algo constructivo, desahogando así su rabia. Cuando se quedaron los dos solos, Slith se volvió hacia Kang. El humo pasó flotando en el aire junto a ellos. En alguna parte, un madero quemado se desplomó en el suelo.
—¿Qué hacemos ahora, señor? —preguntó el lugarteniente en un ronco susurro, que era lo que quedaba de su voz.
Kang suspiró y se frotó la barbilla.
—No lo sé. Supongo que tendremos que acampar al oeste del pueblo. Así al menos estaremos a favor del viento y no nos llegará el hedor. Cuando las cosas hayan dejado de arder y estén frías, quizá quitemos los escombros y reconstruyamos el asentamiento.
—Ya no será lo mismo, señor —comentó Slith sacudiendo la cabeza.
—No, en eso tienes razón. Ya no será lo mismo.
La vida relativamente pacífica de los últimos veinticinco años había desaparecido en las llamas del incendio. Sus tentativas de coexistencia con sus vecinos habían fracasado. Esa relación se había basado en un cierto margen de confianza, algo que ya no existía.
—¿Por qué lo harían, señor? —Slith estaba desconcertado y dolido—. Había muchas cosas de valor aquí. Podrían habérselas llevado y hacer uso de ellas. ¡Pero lo quemaron todo! ¿Por qué?
—Odio —repuso Kang—. Nos odian tanto que no podían soportar dejar nada que nos hubiera pertenecido. Creí que eso era algo que había cambiado. No es que creyera que acabaríamos cayéndoles bien. A mí no me gustan los enanos, y nunca me gustarán, pero puedo tolerarlos. Pensé que era lo que sentían hacia nosotros. Supongo que me equivoqué. Te diré una cosa, Slith. —La voz de Kang se endureció—. Esto lo va a pagar Celebundin.
Slith asintió con gesto de satisfacción; luego dio media vuelta y corrió para unirse a la tropa que se encaminaba hacia sus puestos de guardia asignados.
Se tardó cuatro horas en apagar los focos del fuego. No se salvó ni un solo edificio. Por suerte, cuando los draconianos se marcharon para reunirse con el ejército, se habían llevado consigo las herramientas, las armas y las armaduras. Tenían las tiendas de campaña, y por lo menos podían levantar refugios provisionales hasta que Kang decidiera qué había que hacer y dónde hacerlo.
La madera todavía ardía en rescoldos y seguiría haciéndolo durante varios días. Kang sabía que la peste se les quedaría pegada a la nariz siempre. Los soldados estaban pringados de hollín de moverse entre los restos limpiando las ruinas todavía calientes. Las patrullas de Gloth rodearon a los pocos draconianos que habían perdido los estribos y que, desobedeciendo las órdenes, habían salido corriendo a matar enanos. Fueron detenidos antes de que llegaran a Celebundin, y todos recibieron un severo castigo. Ningún ejército podía sobrevivir si fallaba la disciplina y los soldados se sentían en libertad para actuar a voluntad propia.
Al ponerse el sol, los draconianos habían evacuado su antiguo pueblo. Empezaron a cavar trincheras alrededor de su nuevo campamento, igual que lo habían hecho muchas otras veces con anterioridad. El trabajo iba despacio, y se realizaba con pocos ánimos. Hacía casi tres días que no dormían, y el estallido de cólera había consumido la fuerza que les quedaba. Algunos se quedaron dormidos de pie y cayeron de bruces en la trinchera que cavaban. Aun entonces, no se despertaron. Cuando se hizo de noche Kang ordenó el cese de las actividades.
Mientras sus soldados se dirigían a las tiendas arrastrando los pies, Kang mandó al trompeta que tocara de nuevo a reunión de oficiales. Los jefes de tropas se reunieron alrededor de su comandante.
—Esta noche —empezó Kang— seremos nosotros, los oficiales, quienes montaremos guardia. Los hombres están tan cansados que se quedarían dormidos en sus puestos o harían alguna estupidez, como disparar una flecha a alguien que va a las letrinas. Es nuestro deber, como oficiales que somos, mantener la cabeza despejada. Nadie se irá a dormir hasta el amanecer. ¿Entendido?
—Sí, comandante —respondió Slith por todos.
Se separaron y cada uno de ellos se dirigió hacia un puesto de guardia para vigilar.
Kang se puso cómodo en su puesto. El cielo estaba despejado, y las estrellas brillaban de manera inusitada, como si el propio firmamento estuviera alterado e inquieto. Kang no tuvo que preocuparse de quedarse dormido; aunque estaba muy cansado, tenía los nervios de punta, tirantes. Si se hubiera tumbado, se habría quedado mirando la solapa de entrada de la tienda a lo largo de toda la noche.
Estando fuera, se quedó contemplando las relucientes estrellas, aunque sus pensamientos eran más negros que la noche. Empezaba a dudar de sí mismo, de su capacidad para dirigir tropas, para mandar. Evocó el momento en que las cosas habían empezado a ir mal: el día que descubrió que le faltaba el símbolo sagrado.
Y había sido un maldito enano quien se lo había robado.
Cada decisión que había tomado desde entonces había sido una equivocación. Quizá debería dimitir y pasar el mando a Slith.
Recorriendo el firmamento con la mirada, encontró la constelación de su soberana, el dragón de cinco cabezas. Kang le habló a la diosa, no para pedirle hechizos, poder o gloria, sino suplicando su perdón. Y también su ayuda y su guía.
Aparentemente, a juzgar por la paz que inundó su alma y la idea que le dio, esa ayuda le fue concedida.
Por la mañana, sólo la mitad de los oficiales de guardia estaban despiertos. Los demás dormitaban en sus puestos.
Kang no dijo nada.