6
Las dos lunas empezaban a salir por detrás del monte Celebund cuando Majador y Mortero, con las mochilas cargadas a la espalda, llamaron a la puerta de Selquist. Los dos entraron de inmediato, sin esperar respuesta. Si lo hubieran hecho, Selquist habría sabido que no eran sus dos compañeros y habría escondido las pruebas incriminatorias.
Aquella noche, dichas pruebas eran un mapa sobre la mesa y otras dos mochilas repletas de víveres y preparadas para el camino.
—¿Os ha visto alguien? —preguntó Selquist.
—Si nos han visto, a nadie le ha importado un pimiento —respondió Majador con tono herido—. Todos están alborotados por algo. Milano va corriendo de un lado para otro como si la barba se le hubiera prendido fuego. Pregunté qué pasaba, pero me miraron de mala manera y me dijeron que me largara.
—Un ataque de los draconianos —dedujo Selquist mientras echaba un vistazo por la ventana—. Las dos lunas llenas hacen que sea el momento perfecto para una incursión, y para que nosotros nos escabullamos. Es lo que se conoce como una maniobra de distracción. Milano estará tan ocupado zurrando a los draconianos que no nos echará en falta.
Su manifestación no provocó los hurras y vítores que Selquist esperaba. En lugar de ello, sus compañeros parecían estar muy alarmados.
—¿Zurrando a los draconianos? ¿Y quién va a impedir que los draconianos nos zurren a nosotros? —inquirió Barreno.
—Van tras la cerveza y el aguardiente —explicó Selquist—. Y ni vosotros ni yo iremos cargados con lo uno ni con lo otro, así que no se interesarán en nosotros.
—¿Dices que no llevaremos bebida? —Mortero aferró con cariño un pellejo lleno de cerveza que colgaba de su cinturón.
—No —repuso Selquist con severidad—. Ésta es una misión peligrosa, y tenemos que llevarla a cabo con la cabeza despejada. Bueno, al menos tan despejada como alguno de nosotros es capaz de tenerla —añadió mientras ponía los ojos en blanco y señalaba con el pulgar a Barreno, de quien se decía que era tan despabilado como un cubo con agujeros.
El anuncio del viaje sin bebida dejó conmocionado a Mortero, quien aseguró que no estaría en forma si no se tomaba su ración diaria de cerveza de nueces.
—Mira, Mortero, sólo estaremos en campo abierto durante dos noches —dijo Selquist, intentando animar al sombrío enano—. Después entraremos en Thorbardin, y sé a ciencia cierta que allí hay cerveza a montones. Vamos, echemos un vistazo al mapa.
»Celebundin está aquí —señaló la ruta con el índice—, donde he dibujado este círculo. Esta noche cruzaremos el valle y dormiremos al otro lado. Mañana subiremos los montes Bletheron y Prenechial durante el día. Por la noche, acamparemos en la falda opuesta del Prenechial, y pasado mañana atravesaremos la loma Helefundis.
—¿Por dónde entramos en Thorbardin? —preguntó Mortero.
—¿Cómo entramos en Thorbardin? —se preguntó su hermano.
—Por aquí. —Selquist puso el dedo en el mapa—. Hay un agujero de ventilación del pozo de una vieja mina. Está escondido, pero sé dónde se encuentra. Bajamos por el conducto de aire y llegamos a la mina. Después, es algo tan sencillo como recorrer las galerías, y al llegar al otro lado estaremos en Thorbardin.
—¿Bajar al pozo de una vieja mina? —Barreno estaba muy nervioso—. ¿Quieres decir bajo tierra?
—Generalmente es donde están las minas, sí —dijo Selquist.
—Nunca he estado bajo tierra —replicó Barreno, con los ojos desorbitados—. Apuesto a que está oscuro —añadió en tono bajo y desdichado.
—Te gustará, ya lo verás —lo animó Selquist al tiempo que le palmeaba la espalda—. Vas a regresar a tus raíces. Para eso han nacido los enanos: bajar en «rapel» por escarpadas paredes, gatear a lo largo de un estrecho saliente asomado a un precipicio sin fin, trepar un muro como una mosca a treinta metros por encima de unas rocas puntiagudas, sin un punto de agarre donde poner la mano o el pie. Por Reorx —dijo Selquist con un profundo suspiro—, ¡me muero de impaciencia!
—Yo no —rezongó Barreno, que miró a su amigo con desconfianza—. ¿Qué es un «rapel»?
Selquist no estaba muy seguro, pues la palabra se la había oído decir una vez al jefe de combate, pero se arriesgó a hacer una suposición:
—El «rapel» es un ave grande que vive en cuevas, con una envergadura de alas de doce metros.
—No, creo que no —intervino Mortero con gesto pensativo—. «Rapel» es un método para descender por la pared de una montaña mediante una cuerda amarrada…
—Oh, ¿y tú qué sabes? —lo interrumpió Selquist bruscamente—. Y, hablando de cuerdas, tengo todo el equipo necesario para escalar. Cuerda suficiente para atarnos unos a otros. El paso sobre el monte Prenechial es un poco traicionero, y no queremos perder a nadie del grupo, ¿eh?
Barreno parecía muy alarmado.
—Primero, «rapeles» con una envergadura de alas de doce metros, y ahora, pasos traicioneros. Creo que esto no me va a gustar nada.
—El conducto del agujero de ventilación esta medio atascado con piedras grandes y lleno de grietas —le dijo Selquist con ánimo de apaciguarlo—. Será fácil. Y ahora, si no hay más preguntas, pongámonos…
—¿Y qué pasa con los «rapeles»? —lo interrumpió Barreno.
—¿Qué pasa? —Selquist suspiró. Empezaba a perder la paciencia.
—Si son pájaros tan grandes, ¿qué comen?
—¡En nombre de Reorx! ¿Cómo quieres que sepa lo que comen los «rápeles»? —gritó Selquist—. ¿Y qué importa eso?
—Puede importar y mucho, si por ejemplo comen enanos —comentó Barreno.
—No comen enanos, ¿vale? Los «rapeles» son vegetarianos. Bueno, ¿podemos seguir adelante?
Selquist puso los ojos en blanco y se guardó el mapa debajo del cinturón. Los otros cogieron sus mochilas. Mortero echó un buen trago de su pellejo de cerveza, lo tapó y lo dejó, con un triste adiós, sobre la mesa de la cocina.
—Oye, Selquist, ¿cómo es que sabes lo de ese pozo de mina escondido? —preguntó Majador.
—¿Te acuerdas cuando el verano pasado estuve ausente una semana?
—Sí, dijiste que habías estado cazando conejos.
—No era cierto. Lo que estuve haciendo fue buscar el agujero de ventilación. La información me la había dado un minero holgar, y me salió cara, te lo aseguro. Fui a comprobar si mi inversión había merecido la pena. Encontré el agujero de ventilación, descendí por él, pasé a través de un pozo de mina y —Selquist chasqueó los dedos— ¡allí estaba yo! Justo en medio del reino subterráneo de Thorbardin.
Los otros tres lo miraron con admiración.
—¡No dijiste ni una palabra sobre ello! —comentó Majador.
—Ni siquiera a nosotros —le reprochó Mortero.
—Son cosas que hay que mantener en secreto —repuso Selquist con fingida modestia—. En caso contrario habríamos tenido al pueblo entero bajando a trompicones por ese agujero de ventilación. Bueno, ya hemos perdido mucho tiempo. Pongámonos en marcha.
Antes de salir, Selquist se aseguró de echar las tres cerraduras. La mayoría de las viviendas enanas no tenían siquiera una cerradura en la puerta (a menos que estuvieran en una ciudad poblada por kenders). Selquist era la prueba del antiguo dicho enano sobre que hacía falta ser un ladrón para tener miedo a los ladrones.
Los cuatro avanzaron a buen paso por la avenida principal que iba hacia el este. No había nadie por las calles ni brillaban luces a través de las ventanas. Las mujeres y los niños se habían encerrado a salvo en sus casas, en tanto que los hombres estaban reunidos en el centro del pueblo, preparados para defenderlo de los draconianos. Era, como Selquist había anunciado, la noche perfecta para salir a hurtadillas de la aldea, eludiendo preguntas molestas sobre adónde iban y por qué.
Próximos al final de la avenida, Selquist ordenó hacer un alto.
—Esperad aquí. Iré a ver si han apostado algún centinela.
Avanzó sigiloso, manteniéndose al abrigo de las sombras. Pasó la última casa de la avenida y giró a lo largo de la cerca. Al cabo de unos segundos, regresaba.
—Sí, maldita sea. Hay dos centinelas sentados a cada extremo de la valla. Uno de ellos es Gilberto, así que no me preocupa. Comparado con él, Barreno es una lumbrera.
—Oh, vaya, gracias, Selquist —dijo el aludido, sonrojado de placer.
—Podríamos intentarlo por otro sitio —continuó Selquist—, pero ya hemos perdido demasiado tiempo. Los draconianos no tardarán en atacar. Nos arriesgaremos. Manteneos agachados, y guardad silencio.
Los otros tres enanos lo siguieron hacia la izquierda, que era el lado donde Gilberto estaba apostado. Agachándose todo lo posible, cruzaron un pequeño plantío de manzanos que había en la última casa. Las sombras de las retorcidas ramas ocultaron los movimientos de los cuatro compañeros. Empezaban a salir del huerto cuando una voz los hizo pararse en seco.
—¿Hola? —llamó Gilberto con nerviosismo. Se bajó de la cerca y buscó a tientas el hacha que llevaba metida en el cinto—. Os estoy viendo. ¿Quién…, quién va?
—¡Qué Reorx le fría la cabeza! —maldijo Selquist, que se irguió y agitó la mano con gesto despreocupado—. Ah, eres tú, Gilberto.
—Sí, soy yo —respondió el otro enano con desconfianza—. Y tú ¿quién eres?
—Selquist, pedazo de bobo. Ya conoces a Barreno, a Mortero y a Majador.
—Sí, claro. Hola, chicos. —Gilberto saludó con la mano.
—Hola —respondieron los cuatro en tono solemne al tiempo que le devolvían el saludo.
—¿Adónde vais? —preguntó Gilberto.
—De excursión, una comida campestre —respondió Selquist.
—¿De noche? —Gilberto estaba mosqueado.
—Es el mejor momento —aseguró Selquist—. No hay moscas.
Gilberto se quedó pensativo unos segundos.
—Sí, pero los draconianos vienen hacia aquí —dijo al cabo.
—Bah, llevamos comida de sobra para todos. Bueno, tenemos que marcharnos. Hasta luego, Gilberto.
—Sí, hasta luego, Gilberto. —Los otros tres le dijeron adiós agitando las manos y corrieron en pos de su líder.
—Que os divirtáis —les deseó el centinela, que volvió a tomar asiento en la valla.