18

Habían pasado siete días desde que Majador y Mortero se habían marchado del pueblo. Había sido una semana llena de acontecimientos para Selquist, que había descubierto la ubicación de un gran tesoro. Lo había sido para los enanos de Celebundin, que habían averiguado que los draconianos, a juzgar por todas las apariencias, habían abandonado lo que había sido su hogar durante veinticinco años. Lo había sido para los draconianos, que habían partido para unirse con el ejército de lord Ariakan. Para Majador y Mortero la semana había sido desastrosa.

A su llegada a Pax Tharkas se encontraron con que la ciudad, que tras la guerra había estado poblada tanto por humanos como por elfos, así como por representantes de diversas razas, estaba medio desierta. El contingente de elfos había hecho el equipaje y se había marchado, la mayoría, según los comentarios, para unirse a un elfo rebelde llamado Porthios. La población humana estaba alborotada por la noticia de que la Torre del Sumo Sacerdote había caído en poder de un ejército de caballeros negros, y que la ciudad de Palanthas estaba en manos de un perverso señor llamado Ariakan.

Corría el rumor de que la propia Pax Tharkas no tardaría en ser atacada. Las puertas de la fortaleza que antaño había albergado al infame Señor del Dragón Verminaard estaban cerradas, y en las murallas había centinelas. Los guardias no habían querido dejar entrar a Majador y a Mortero, y, cuando los enanos insistieron acaloradamente, los llevaron a la sala de guardia y los sometieron a un riguroso interrogatorio para asegurarse de que no eran caballeros negros disfrazados.

Conscientes del botín robado que llevaban en sus mochilas, los dos enanos se sintieron muy alarmados por estas medidas, y cuando los guardias registraron sus mochilas se pusieron a temblar, seguros de que los meterían en los calabozos de Pax Tharkas.

—¡Probablemente estarán llenos de kenders! —gimió Majador.

—Siempre lo están —comentó Mortero con expresión sombría.

Si los guardias hubieran encontrado armas en las mochilas, a buen seguro los enanos habrían pasado la noche en prisión aferrando sus posesiones y dando patadas a cualquier kender que se hubiera atrevido a acercarse demasiado. Al no ser así, y como sólo encontraron unos cuantos utensilios domésticos corrientes que Mortero manifestó que pensaban vender allí para recaudar fondos para huérfanos sin hogar, los guardias los dejaron pasar. Lo que sí confiscaron, en una ocurrencia de última hora, fue el peine con la calavera de brillantes ojos rojos.

—Era la pieza más valiosa —suspiró Majador. Los dos hermanos caminaban lo más rápido posible para alejarse de la sala de guardia.

—Esto no le va a gustar nada a Selquist —comentó Mortero.

Se internaron en la fortaleza, que se estaba preparando para un asedio. Los propietarios de casas estaban tapando las ventanas con tablones; otros hombres llenaban barriles con agua para apagar los incendios; la guardia recorría las instalaciones; la mujeres y los niños estaban siendo evacuados a las colinas.

Y el mercado estaba desierto.

Los enanos se miraron el uno al otro, luego a sus mochilas cargadas con el botín, y sacudieron las cabezas con desánimo. Tras elegir un puesto, colocaron la mercancía, pero las pocas personas que pasaron por allí apenas si echaron una ojeada a los utensilios y siguieron caminando con premura. Los dos enanos estuvieron allí todo el día y no vendieron nada.

—Bueno, quizá mañana nos vaya mejor —dijo Majador.

Empaquetaron la mercancía, encontraron una posada barata, y se pasaron la noche peleándose con las chinches que había en los colchones.

A la mañana siguiente, con la piel irritada y llena de picaduras, regresaron al mercado. Estuvieron hasta mediodía sin que se acercara nadie al puesto excepto un enano gully que intentó venderles una ristra de ratas muertas.

—Bueno, siempre nos queda Rhanga como último recurso —dijo Mortero.

—No nos dará mucho, pero eso es mejor que nada —se mostró de acuerdo Majador.

Guardaron la mercancía y se encaminaron a la casa del kender.

No les costó mucho encontrarla, aunque hacía más o menos un año que no iban allí. Era la única casa de los alrededores con una puerta de color púrpura, las paredes pintadas en un tono amarillo chillón, y las ventanas adornadas con unas sorprendentes cortinas verde esmeralda. Estrechando los ojos para protegerlos de semejante exhibición de colores, los enanos llamaron a la puerta.

Ésta se abrió de golpe, y una kender salió a recibirlos.

—¡Oh, vaya, hola! Dioses benditos, vosotros sois enanos, ¿verdad? —dijo la kender.

—Sí —respondió Majador al tiempo que estrechaba contra sí la mochila—. Venimos para…

—¡Eh, vosotros! —La kender se dio media vuelta—. ¡Venid aquí y mirad! ¡Enanos!

Un puñado de kenders se acercó a la puerta, y otro grupo se asomó por la ventana al tiempo que parloteaban y se daban codazos.

—Es verdad. Son enanos.

—¿Qué clase de enanos? ¿Gullys?

—¿Sois gullys?

—¡Por supuesto que no! —gritó Mortero por encima del barullo—. Somos neidars.

—Pues creo que no necesitamos nereidas. ¿Alguno de vosotros quiere nereidas? —preguntó uno de los kenders, provocando un estallido de carcajadas, aunque Mortero no le veía maldita la gracia al asunto.

Claro que los kenders nunca habían necesitado una razón para reír, atributo que confundía a otras razas más cuerdas y sensatas. Los kenders salieron a la calle en tropel para ver mejor a sus visitantes. Mortero rechinó los dientes, apretó contra su pecho la mochila, e intentó seguir hablando mientras rechazaba a cachetazos un montón de manos curiosas.

—Busco a… ¡Devuélveme eso! Digo que estoy aquí para ver… ¡Eh, eso es mío, demonio! ¡No, no tires de ahí! ¡Digo que estoy aquí para ver a Rhanga! —bramó.

—¿Rampa?

—¿Ha dicho Randa?

—Creo que ha dicho Rhonda. ¿Conocéis a una tal Rhonda?

—A lo mejor es la nereida que busca. ¿No dijo algo de nereidas?

—¿Buscas a alguien llamada Rhonda o a una nereida?

—Nosotros no conocemos a nadie que se llame Rhonda, pero si quieres que preguntemos…

—¡Rhanga! —chilló Mortero—. ¡Queremos ver a Rhanga Cambiademanos!

—¡Ah! —exclamaron todos los kenders al unísono—. ¡Ese Rhanga!

—Ya no vive aquí —añadió uno de ellos.

—¿Que ya no vive aquí? —Mortero estaba estupefacto—. ¿Y adonde fue?

—Por ahí —dijo uno.

—Sí, salió a pedir prestado un poco de azúcar.

—¿Y cuándo volverá? —preguntó Majador.

—No lo sabemos. —Los kenders sacudieron las cabezas coronadas por sendos copetes.

—Antes de que anochezca, sin duda —añadió Mortero, que empezaba a sentir una gran desesperación.

—Tal vez sí o tal vez no.

—Pero no se puede tardar mucho en ir a pedir prestado un poco de azúcar. ¿Cuándo se marchó? —intervino Majador, uniéndose al barullo.

Los kenders juntaron las cabezas en un corro.

—¿Fue el mes pasado?

—No, por lo menos hace dos meses.

—Me parece que fue el año pasado. No estuvo para mi día del regalo de la vida.

—¡Tú no estuviste para tu día del regalo de la vida!

Mortero se dio un fuerte tirón de la barba. El dolor le llenó los ojos de lágrimas, pero también logró hacerle recobrar la cordura que estaba perdiendo poco a poco. Agarró a Majador y los dos hermanos empezaron a retroceder calle abajo sin quitar ojo a los kenders un solo momento.

—Eh… gracias. Nos marchamos.

Los kenders los rodearon al tiempo que alargaban las manos hacia ellos.

—¡No os vayáis!

—¡Tan pronto no!

—¿No podéis quedaros para el té?

—¿Qué hay en esa bolsa? ¿Puedo verlo?

—¿Queréis que busque a Rhonda?

—¿Qué le digo cuando lo vea?

—¡Oh, vamos, neidars, quedaos para el té! ¡Quedaos para el té!

Los kenders se apiñaron a su alrededor mientras entonaban la frase como una cantilena y agarraban a los enanos.

—¡Suelta eso! ¡Tú, devuélveme esa jarra! ¡No desabroches la correa! ¡Eh, fíjate, le has hecho un agujero! ¡Ese es mi monedero!

Los enanos dieron cachetes a manos hurgadoras y apartaron cabezas curiosas de dentro de sus mochilas, pero estaban siendo superados poco a poco, y la derrota final parecía inminente. De hecho, uno de los kenders simulaba estar bebiendo en una de las jarras de plata, mientras que otros dos sostenían un fingido duelo con los candelabros de hueso.

—¿Qué hacemos? —jadeó Majador mientras sacaba la mano de un kender de dentro de uno de sus bolsillos.

—¡Quedaos para el té! ¡Quedaos para el té! —canturreaban varios kenders mientras bailaban en círculo alrededor de los dos enanos.

—¡Salir pitando! —gritó Mortero, que estaba enzarzado en un juego de tira y afloja con un kender por la otra jarra de plata.

—¿Y qué pasa con el botín? —gritó Majador mientras hacía un vano intento por recuperar los candelabros.

—Dalo por perdido. ¡Tenemos que salvarnos nosotros!

—¡Selquist se pondrá furioso!

—¡Al infierno con él! —dijo Mortero, rencoroso. Arremetió de frente, rompiendo el círculo y lanzando risueños kenders en todas direcciones.

Majador fue tras él, y los dos hermanos salieron corriendo sin molestarse siquiera en cerrar sus mochilas, que rebotaban y brincaban sobre sus espaldas. Lo poco o lo mucho que habían conseguido salvar se desperdigó en el suelo tras ellos, como confirmaron las exclamaciones a coro de los kenders.

—¿Nos persiguen? —preguntó Mortero con temor.

Echando una ojeada hacia atrás mientras corría, Majador vio a los kenders puestos a gatas en la calle para recoger el tesoro esparcido.

—¡No! —Soltó un suspiro de alivio—. Estamos a salvo.

—No lo estaremos hasta que hayamos salido de Pax Tharkas —dijo su hermano.

Corroborando sus palabras, oyeron una voz aguda gritando tras ellos:

—¡Eh, en cuanto a Rhonda…!

Los enanos apretaron a correr.

Los dos hermanos, con un estado de ánimo sombrío, cruzaron penosamente las puertas principales de la muralla. Esperaban marcharse enseguida, pero tuvieron casi tantos problemas para salir como los habían tenido para entrar.

—Estáis locos si salís ahí fuera —dijo uno de los guardias.

—¿Por qué? —preguntó Mortero—. ¿Qué pasa?

—¿Es que no os habéis enterado? Rondan por ahí los caballeros negros. Los Caballeros de Takhisis, como se llaman a sí mismos. Trabajan para la Reina de la Oscuridad. Más vale que os quedéis aquí, donde estaréis a salvo.

Mortero y Majador intercambiaron una mirada y pusieron los ojos en blanco. ¡Los caballeros negros! Qué crédulos eran los humanos.

—Gracias, pero tenemos que volver a casa.

—Sí, vale, pero advertid a vuestra gente que la guerra está a punto de estallar.

—Lo haremos, gracias.

Los enanos salieron de Pax Tharkas, y las puertas se cerraron de golpe tras ellos. Oyeron correr los cerrojos.

Abatidos, acalorados y con las manos vacías, los enanos echaron a andar calzada adelante. Eran mucho más pobres al abandonar Pax Tharkas que cuando habían llegado, justo lo contrario de lo planeado.

Desde luego, Selquist se iba a poner furioso, sobre todo cuando se enterara de que habían perdido el botín a manos de un puñado de rapiñadores kenders.

—¡Si no hubiéramos salido por pies nos habrían quitado hasta la ropa! —arguyó Majador en su defensa.

—Ya. Eso explícaselo a Selquist —respondió Mortero.

Los hermanos caminaron hasta que estuvieron cansados; entonces acamparon para pasar la noche, sin tomar ninguna precaución. ¡Caballeros negros! ¿Qué se inventarían los humanos a continuación?

La noche transcurrió sin incidentes, y no fue hasta el día siguiente, casi a mediodía, cuando los enanos empezaron a sentirse intranquilos.

—¿Sabes? —dijo Mortero—. Esta calzada está muy transitada normalmente. Es la vía principal que une esta zona con las ciudades del norte, y no hemos visto un alma desde que salimos de Pax Tharkas.

—Será por el calor —sugirió Majador, aunque no dejaba de echar ojeadas aquí y allí, con nerviosismo—. Se han quedado todos en sus casas por el bochorno.

—Seguramente tienes razón —respondió su hermano, aunque en su voz faltaba convicción.

Siguieron viajando, pero manteniéndose fuera de la calzada y buscando la sombra de los árboles. De repente, Mortero dio un brinco y se volvió para mirar hacia atrás.

—¿Qué pasa? —Majador sacó su hacha del correaje—. ¿Qué has visto?

—Nada —repuso Mortero, que también tenía el hacha en la mano—. Pero noto que nos están vigilando.

—También lo noto yo. —Majador escudriñó las sombras—. Quizá deberíamos regresar a Pax Tharkas.

—Estamos demasiado lejos para volver, así que seguiremos adelante.

—De acuerdo, pero creo que deberíamos salir de la calzada y adentrarnos en el bosque. Aquí estamos muy al descubierto.

Los dos hermanos se dirigieron hacia los árboles.

Se oyó un ruido vibrante, como el tañido de unas cuerdas, y dos flechas se clavaron en el suelo, una delante de cada enano, haciéndolos pararse en seco.

—Si os movéis, podéis daros por muertos —dijo una voz, obviamente de un humano aunque hablaba en el idioma enano. Lo hacía garrafalmente mal, pero los hermanos no tenían la menor intención de corregirle.

Un arquero, vestido con una armadura negra de cuero que estaba adornada con una espantosa calavera sonriente, salió de entre los árboles. Había bajado el arco, pero los enanos escucharon ruidos en la floresta y supusieron que había más flechas apuntadas en su dirección.

—¿Entendéis el Común? —preguntó el arquero, a lo que los dos enanos asintieron con la cabeza—. Tirad las hachas al suelo delante de vosotros, y después poned las manos sobre la cabeza.

—¿Vais a robarnos? —preguntó Majador.

—Si es lo que pretendéis —añadió Mortero—, lo justo es advertiros que estáis perdiendo el tiempo, porque no llevamos encima nada de valor.

—No somos ladrones —dijo el arquero con una mueca burlona bailándole en los labios—. Sois vosotros los que habéis quebrantado la ley, y por ello os ponemos bajo arresto.

Mortero soltó un suspiro de alivio; creía saber a qué venía todo esto.

—Mirad, nosotros ni siquiera nos hemos acercado a Thorbardin. Podéis preguntarle a cualquiera. Esa noche estábamos en casa durmiendo a pierna suelta…

El arquero levantó el arco y la flecha apuntó directamente al corazón de Mortero.

—He dicho que soltéis las hachas.

Mortero tiró la suya al suelo y Majador hizo otro tanto.

Otros nueve arqueros, vestidos con armaduras negras de cuero iguales a la del primero, salieron de la fronda; tenían rodeados a los dos enanos. El primer arquero se agachó para recoger las hachas, y mientras los enanos estaban con las manos sobre la cabeza los registró, les quitó las dagas que llevaban sujetas en el cinturón y otras dos que tenían guardadas en una de las botas.

A continuación lanzó las hachas lejos, hacia el interior de la fronda.

—Atadles las manos —ordenó a sus compañeros, y se volvió hacia los enanos—. Esta calzada está cerrada por orden del caballero lord Sykes, comandante del segundo ejército al servicio de la Reina Oscura. Su incumplimiento está castigado con el arresto. Si viajáis por esta calzada debéis de ser espías, así que os llevamos con nosotros para interrogaros.

Los dos enanos intercambiaron una mirada de desesperación.

—Creo que los humanos de Pax Tharkas sabían lo que se decían —fue el triste comentario de Majador.

—Estamos perdidos —masculló Mortero.

—¡Silencio! Nada de hablar. —El caballero propinó un golpe en la cabeza a Majador con la intención de poner énfasis a la orden.

El arquero recogió las flechas clavadas en el suelo, las limpió, y las volvió a meter en la aljaba. Mientras, otros dos caballeros ataban las manos a la espalda a los dos enanos.

—Vamos, moveos. —El cabecilla empujó a Majador para que echara a andar calzada adelante; Mortero siguió a su hermano, trastabillando, y el resto de los caballeros se situó detrás, cerrando la marcha.

—En resumidas cuentas, habría preferido quedarme a tomar el té con los kenders —dijo Majador, que sentía unos dolorosos latidos en la cabeza a causa del golpe.

En un primer momento Mortero no era de su misma opinión; pero, tras echar una ojeada a los severos rostros de los caballeros, sombríos e inclementes, no tuvo más remedio que dar la razón a su hermano.