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—¡Alarma!

Kang se levantó, y sus garrudas manos buscaron a tientas la armadura en la oscuridad de su cabaña antes de estar completamente despierto o ser consciente de lo que hacía.

—¡Malditos elfos! ¡Condenados orejas puntiagudas! ¿Por qué infiernos no pueden dejarlo a uno dormir un rato?

Encontró el peto y se debatió con él durante unos segundos hasta que por fin se las arregló para meter una correa por el brazo escamoso. La otra correa se le seguía resistiendo, y Kang, maldiciendo en voz alta, se dio por vencido. Sujetándose el peto con el brazo, se dirigió hacia la puerta y tropezó con una silla.

Una trompeta lanzó el toque de alerta, y fuera se oyeron más gritos que fueron respondidos por roncos alaridos de desafío. Kang dio una patada a la silla que la hizo astillas y siguió buscando la puerta a tientas.

—Elfos presumidos —rezongó de nuevo, pero tuvo la sensación de que se equivocaba.

La parte sobria de él, esa que no había bebido aguardiente enano la pasada noche —la aguafiestas, austera y exigente que generalmente rondaba sobre el hombro de Kang observando con ceño desaprobador cómo la otra parte se divertía— volvió a hostigarlo.

«Eran enanos. No elfos».

Kang abrió de un tirón la puerta de la cabaña. El bochornoso aire matinal lo golpeó con violencia en la cara. El cielo tenía el color plomizo de la primera luz del alba, aunque su claridad no había entrado todavía en las cabañas y chozas cobijadas bajo las ramas de los pinos. Kang parpadeó y sacudió la cabeza para despejarse del aturdimiento y de los vapores del aguardiente enano que embotaban su cerebro. Alargó la mano y abordó al primer draconiano que pasó junto a él.

—¿Qué infierno pasa? —bramó—. ¿Es el Áureo General?

El draconiano se quedó mirándolo de hito en hito, tan perplejo que incluso se olvidó de saludar.

—¿El Áureo General? Con todo respeto señor, ¡hace más de veinticinco años que no luchamos contra el Áureo General! Son esos enanos latosos, señor. Un grupo de asalto. Supongo que van tras las ovejas, señor.

Kang dejó que el peto le resbalara sobre el pecho mientras asimilaba esta noticia extraordinaria. Enanos. Ovejas. Grupo de asalto. Esa parte de él que sabía lo que pasaba estaba realmente encolerizada. Si pudiera sólo…

—¡Buenos días, señor! —sonó una voz detestablemente jovial.

Agua, un agua helada, se estrelló contra el rostro de Kang, que soltó un bramido mientras las escamas le chasqueaban por la impresión, pero salió del trance sobrio y completamente consciente de lo que pasaba a su alrededor.

—Dejad que os ayude con eso, señor —dijo la misma voz alegre.

Slith, lugarteniente de Kang, sujetó el peto, pasó la correa alrededor del brazo de su comandante y se la abrochó debajo del ala izquierda.

—Los enanos otra vez, ¿eh? —dijo Kang.

A su lado pasaban draconianos a todo correr, poniéndose las armaduras y enarbolando las armas, camino de las posiciones defensivas que tenían asignadas alrededor del pueblo amurallado. Una oveja, separada del hato, pasó trotando y balando con terror.

—Sí, señor. Nos atacan por el norte.

Kang corrió hacia aquella parte de la muralla; una muralla de la que se sentía enormemente orgulloso. Estaba hecha de piedra que había sido arrancada de la ladera del monte Celebund mediante la magia y que habían construido sus tropas, la antigua Brigada de Ingenieros del primer ejército de los Dragones. La muralla rodeaba el pueblo de los draconianos dejando fuera a los enanos merodeadores, y a las ovejas dentro. Al menos, así es como se suponía que debía funcionar.

De un modo u otro, el caso es que las ovejas desaparecían de manera continua. Cuando esto ocurría, Kang percibía a menudo el aromático olor a carnero asado que traía la brisa nocturna cuando soplaba desde la dirección en la que se encontraba el asentamiento de los Enanos de las Colinas, al otro lado del valle.

Kang llegó a la muralla, subió la escalera —arañando la piedra con sus garrudos pies— y ocupó su sitio en las almenas. Era esa hora entre luces del crepúsculo matinal. Kang localizó a los Enanos de las Colinas corriendo a través de campo abierto, en dirección a la cara norte de la muralla del pueblo, pero era difícil calcular su número en la penumbra. Los que iban a la cabeza llevaban escaleras de mano y cuerdas para escalar la muralla. Los draconianos ocuparon sus posiciones en las almenas con espadas y garrotes enarbolados, esperando partir algunas cabezas de enanos.

—¡Ya conocéis mis órdenes! —gritó Kang mientras desenvainaba el arma—. ¡Golpead sólo con la parte plana de las espadas! Y vosotros, bozaks, aseguraos de que cualquier magia que uséis sea inofensiva, sólo lo suficiente para asustarlos.

—Sí, señor —respondieron todos los draconianos que estaban a su alrededor, pero a Kang le dio la impresión que sus voces carecían de entusiasmo. Los enanos habían llegado al pie de la muralla y arrojaban los arpeos y levantaban las escaleras de mano. Kang se asomó por encima de las almenas con intención de empujar una de las escaleras de mano, cuando el ruido de un tumulto en la muralla, bastante más a su derecha, desvió su atención de la batalla.

Pensando que este ataque frontal sólo era una maniobra de distracción y que la primera oleada del verdadero asalto había llegado ya a la fortificación, Kang dejó a Slith al mando y corrió hacia allí. Encontró a Gloth, uno de sus capitanes, gritando en tono colérico.

Un draconiano tenía una ballesta apuntada y lista para disparar contra los enanos.

—¡En nombre de la Reina Oscura! ¿Qué demonios crees que estás haciendo, soldado? —bramaba Gloth—. ¡Baja esa ballesta! ¡Ya sabes las órdenes del comandante!

—¡Sí que las sé, pero no me gustan! —gruñó el draconiano con gesto hosco, sin bajar el arma.

Kang podría haber tomado cartas en el asunto, haber hecho uso de su autoridad y controlar la situación. Sin embargo, se contuvo y esperó para ver cómo manejaba el asunto su capitán.

—Vaya, así que al señor no le gustan, ¿eh? —dijo Gloth.

En la zona norte sonaron gritos, aullidos y chillidos. Los draconianos, armados con garrotes, empujaban las escaleras de mano que estaban llenas de enanos y las retiraban de la muralla. Gloth miró al soldado sublevado con expresión sombría, y Kang esperó en tensión a que el capitán perdiera el control y empezara a aporrearle la cabeza. Eso es lo que Gloth habría hecho en los viejos tiempos.

Pero era evidente que el oficial draconiano estaba desarrollando una gran sutileza.

—Mira, Rorc, sabes que no podemos usar ballestas, y también sabes por qué no podemos usarlas. ¿Es que voy a tener que repetir lo mismo una y otra vez? —Gloth levantó la mano y señaló—. Bien, tomemos ese enano, por ejemplo. Es un feo bastardo, sí, con todo ese pelo en la cara y esa enorme panza y esas piernas cortas y patizambas. Pero quizá, sólo quizá, Rorc, ese enano que está ahí es justo el enano, tal vez el único, que sabe la fórmula del aguardiente. Tú vas y le disparas, y, sí, mandas a otro condenado enano a presencia de Reorx. Pero ¿qué pasará la próxima vez que hagamos una incursión a su poblado? Que nos encontraremos con un cartel en la destilería que dirá: «Cerrado por defunción del propietario». ¿Y adónde nos conduce eso, Rorc?

El soldado draconiano miró ceñudo a su capitán, pero no dijo nada.

—Yo te diré adónde nos conduce —continuó Gloth en tono solemne—: a morirnos de sed, ni más ni menos. Así que haz el favor de bajar esa ballesta y coger tu garrote como un buen draconiano, y yo no informaré al comandante de esta infracción.

Rorc vaciló pero finalmente soltó la ballesta, recogió su garrote y se asomó por la muralla, dispuesto a repeler el asalto. Gloth cogió la ballesta y se alejó llevándosela consigo. Kang regresó rápidamente a su puesto de mando.

Era una pena que tuviera que fingir que no había visto el incidente. Le habría gustado felicitar a Gloth por la gran habilidad con que había manejado una situación que podría haber desembocado en un feo asunto.

En realidad, Kang no podía culpar al soldado. Resultaba terriblemente frustrante tener que aguantar las incursiones de los molestos enanos cuando en los viejos tiempos los draconianos se habrían limitado a caer sobre ellos, matarlos a todos y reducir a escombros su pequeña aldea.

Pero los viejos tiempos habían quedado atrás, como Kang trataba constantemente de hacer entender a sus draconianos.

De vuelta en su puesto, Kang estudió la marcha de la batalla. Los enanos que cargaban con las escaleras de mano las habían colocado y trepaban por ellas. Los draconianos empujaron con éxito cuatro escaleras y las hicieron caer, pero varios enanos trepaban por las otras dos que quedaban al tiempo que blandían sus garrotes y también sus puños.

Acertar a dar a los enanos resultaba engorroso para los draconianos. Con su metro treinta de estatura media, los enanos se metían entre las piernas de los altos draconianos, que venían a medir alrededor de los dos metros diez, y cuyos garrotes y espadas pasaban silbando por regla general justo por encima de las cabezas de sus adversarios.

Kang se fijó en seis enanos que corrían, brincaban y zigzagueaban, eludiendo todos los intentos de los draconianos por detenerlos. Los enanos saltaron de la muralla al suelo y desaparecieron en el interior del poblado draconiano.

Kang masculló un juramento.

—¡Maldita sea! ¡Slith, coge al Primer Escuadrón y ve tras ellos! Sólo nos quedan diez ovejas, y no podemos permitirnos el lujo de perder ni una sola. ¡Ve!

—¡Primer Escuadrón, seguidme! —gritó Slith para hacerse oír sobre el estruendo.

Los draconianos habían conseguido derribar las otras dos escaleras de mano, pero los enanos que estaban fuera mantenían un ataque constante lanzando piedras y bolas de barro. El draconiano que estaba al lado de Kang cayó de rodillas y después se desplomó de bruces en el suelo. Kang le dio la vuelta y vio que todavía respiraba, pero en la frente le estaba saliendo un tremendo chichón. Junto al inconsciente draconiano había tirado un ladrillo, partido por la mitad. Kang dejó tumbado al soldado y bajó de la muralla para ir en busca del Pelotón de Apoyo.

Los draconianos habían conservado la organización y rangos militares a lo largo de los años, aunque no era realmente necesario. Hacía mucho tiempo que habían dejado de pertenecer al ejército, pero la disciplina de una unidad militar venía bien en tiempos de crisis, como los actuales. Todos sabían qué hacer y a quién seguir.

El Pelotón de Apoyo abastecía al resto de la brigada (que ahora ascendía sólo a dos centenares de draconianos) suministrando alimentos, ropas, armaduras, armas y herramientas. Durante los asaltos, el Pelotón de Apoyo actuaba como fuerza de reserva. Rog, el capitán al mando de este pelotón, vio acercarse a Kang y lo saludó.

—¡Estamos a vuestras órdenes, señor! —anunció Rog.

—¡Bien! ¡En marcha! —respondió el comandante, que dio ejemplo desenvainando su espada.

Los cuarenta draconianos lanzaron un grito de guerra y se pusieron en movimiento a un trote corto, cada uno de ellos armado con garrote y escudo, y se dirigieron al portón. Los draconianos encargados de la vigilancia del acceso vieron llegar al Pelotón de Apoyo y abrieron las puertas de madera de par en par.

Al otro lado, los enanos vieron su oportunidad y corrieron hacia la entrada. Kang y el Pelotón de Apoyo cargaron a través del portón; blandiendo garrotes y puños, se abalanzaron de cabeza contra los enanos atacantes.

La lucha fue breve. Varios enanos cayeron con las cabezas rotas por los golpes. Entre tanto, estallaron bolas de fuego; los bozales estaban utilizando su magia. Teniendo muy presenté la orden de su comandante, se aseguraron de que los mágicos proyectiles sólo chamuscaran unas cuantas barbas y prendieran fuego a los pantalones de un enano. Después de que cinco de los suyos hubieron quedado fuera de combate por los golpes o por las chisporroteantes bolas de fuego, los Enanos de las Colinas se retiraron, replegándose entre la rala vegetación que rodeaba el pueblo. De vez en cuando, alguno que otro proyectil mágico pasaba silbando en el aire o estallaba con un ruido sordo.

Kang empezaba a evaluar la situación cuando recibió el impacto de un huevo podrido en el hocico. La cáscara se rompió y la apestosa yema resbaló sobre su boca y sus mandíbulas. El comandante draconiano sintió revuelto el estómago con el repulsivo hedor y aún más repulsivo gusto. Sufrió una arcada y vomitó. Casi habría preferido recibir un flechazo en las tripas.

Kang se limpió la cara del putrefacto misil y dio la orden de retirada a sus tropas. Oyó su mandato, dado en draconiano, repetirse en el idioma enano, lanzado por el comandante de los Enanos de las Colinas, y los atacantes se retiraron dejando a los heridos en el campo de batalla. Sus esposas vendrían a recogerlos a lo largo de la mañana.

Los draconianos que estaban en la muralla lanzaron un grito de victoria. De nuevo habían rechazado a sus adversarios. Kang sacudió la cabeza con gesto sombrío. A pesar de haber repelido el ataque, seis enanos habían logrado atravesar sus defensas; prefería no imaginar las trastadas que habrían hecho antes de ser acorralados.

El comandante ordenó a sus hombres que entraran en el recinto amurallado y que cerraran el portón.

Slith lo estaba esperando.

—¿Y bien? —preguntó Kang—. ¿Los cogisteis?

—Señor, a dos los molimos a palos —informó el lugarteniente al tiempo que saludaba—, pero otros cuatro, por lo menos, consiguieron escapar, y faltan cuatro ovejas.

Llevado por la frustración, Kang dio una patada al suelo que levantó una nube de polvo.

—¡Maldita sea! ¿Y nadie se dio cuenta? ¿O es que a las ovejas les crecieron alas y echaron a volar con los enanos montados encima?

Slith no pudo hacer otra cosa que encogerse de hombros.

—Lo lamento, señor. Había mucho jaleo…

—Sí, sí, ya lo sé. —Kang inhaló hondo para tranquilizarse—. Dame un trapo para limpiarme esta porquería, haz el favor. Ocúpate de los heridos y después reúne a las tropas en el patio, dentro de una hora. Quiero hablarles antes de que empiece a hacer demasiado calor.

Slith puso su garra sobre el escamoso brazo de su comandante en un gesto conciliador.

—Los muchachos están pasando una mala racha, señor, pero contáis con el apoyo de todos nosotros, del primero al último.

Kang asintió en silencio, y Slith partió para llevar a cabo las órdenes. Sus soldados y él sacaron a rastras a los inconscientes enanos fuera del recinto y los dejaron tirados allí. Dentro de unas horas ya no estarían. O recobrarían el conocimiento y regresarían tambaleándose a sus casas o sus familias se los llevarían a rastras.

En uno u otro caso, se encontrarían a salvo en sus camas cuando se pusiera el sol.

—Te digo que es una forma condenadamente estúpida de hacer una guerra —se oyó comentar a un draconiano con un compañero mientras arrastraban a un barrigón y barbinegro enano a través del portón.

«Sí —pensó Kang para sus adentros—. Es una forma condenadamente estúpida de hacer una guerra».