34
Kang aferró con fuerza la varita y la examinó mientras corría. No cabía duda, ni la más remota. Ésta era la varita que Huzzud le había descrito. Todavía emitía un tenue brillo azulado, y con esa débil luz el comandante distinguía que estaba hecha de ónice, que era casi tan larga como su antebrazo, y que estaba adornada con los cinco dragones de su soberana.
Las cabezas de los dragones eran de plata, y los cuerpos estaban hechos con incrustaciones de rubíes, esmeraldas, zafiros, diamantes y ópalos negros. Las cinco colas se enroscaban alrededor de la varita y se entrelazaban de manera que formaban el mango.
Era el objeto más bello y más espantoso que Kang había visto en toda su vida, cuánto menos tenerlo en su mano. Podía percibir el poder latente de la varita, lo sentía vibrar a través de su cuerpo.
El comandante empezó a tener esperanza. Empezó a creer que todo podía hacerse realidad, que conseguirían encontrar los huevos de dragón, que serían capaces de ejecutar el hechizo que liberaría a las hembras draconianas, que su pueblo podría tener un futuro. Que toda su raza podría tenerlo.
Desde luego, todavía quedaban esos demonios de Caos que había prometido a su Oscura Majestad que destruiría. Tenía la impresión de que esto requeriría algo más que el simple hecho de acabar con un grell viscoso. Pero, con esta maravillosa varita en la mano, Kang se sentía en condiciones de hacer frente a cualquier cosa… incluso al propio Caos.
—Buen hallazgo, señor —dijo Slith, que corría al lado de su comandante.
El sivak sostuvo en alto la linterna sorda, corrió la pantalla y dirigió la parpadeante luz sobre la varita. Sus ojos relucieron.
—Eso parece ser muy valioso.
—Más de lo que imaginas, amigo mío —dijo Kang con la voz ahogada por la emoción—. Más de lo que imaginas. Ah, ahí está el cruce que andábamos buscando. —Ordenó pararse a la tropa y sacó el mapa. Los soldados se agruparon a su alrededor.
—¿Qué nos ocultáis, señor? —demandó Slith con tono duro.
Kang miró a su segundo con sorpresa. Esto no era propio de él.
—No pensabais atacar a ese grell, señor —continuó el sivak—. Al principio, no. Ni por lo más remoto habríais arriesgado nuestro pellejo para salvar a esas pequeñas ratas barbudas. Entonces visteis esa varita y de repente os lanzasteis a la carga. ¿Sabéis una cosa, señor? Creo que estabais buscando ese objeto, y que sabíais que estaría aquí abajo. ¿Qué tiene de especial? ¿Y por qué habéis estado actuando de un modo tan raro?
—Jamás nos habíais mentido antes, señor —abundó Gloth, sumándose a la discusión. Los otros draconianos miraban a Kang con expresiones graves, solemnes—. A lo largo de todos estos años nos habéis dicho sin tapujos a lo que nos enfrentábamos. Hemos visto cómo habéis cambiado en estos últimos días, señor. Nos preguntábamos qué habría pasado, eso es todo.
—Apaga esa linterna —ordenó Kang—. No tiene sentido ofrecer a los enanos una clara diana al contraluz.
Slith obedeció y corrió la pantalla. La luz desapareció.
Al abrigo de la oscuridad, Kang sonrió tristemente y suspiró. Decían que nunca les había mentido. ¡Demonios, un comandante siempre mentía a sus tropas! Formaba parte de la labor de un comandante, como por ejemplo decir:
«Estoy seguro de que el general sabe lo que se hace».
O «¡Esos elfos no son tan duros como aparentan!».
O «¿Y qué, si nos superan en once a uno? En peores nos las hemos visto».
O «¿Qué quieres decir con “miedo al dragón”? No hay un solo dragón en cien kilómetros a la redonda».
Pero Kang sabía que sus hombres no se referían a ese tipo de mentiras. Habían vivido una mentira durante los últimos días o semanas o hiciera el tiempo que hiciera que llevaban dentro de estos túneles. Kang tenía la sensación de que llevaban allí toda la vida. Pero era consciente de que el tiempo pasaba, de que tenían que darse prisa. Los enanos no tardarían mucho en recuperarse de la impresión y se reagruparían. Pero esto era muy importante: sus hombres estaban perdiendo la confianza en él.
—Lo lamento, muchachos —balbució, sin saber cómo empezar—. Es sólo que… Me pasó algo, y al principio ni yo mismo podía creerlo, y después, cuando lo creí, me dio miedo de que nadie me creyera si lo contaba. Hasta que supiera con certeza que lo que había ocurrido era verdad, no quería daros esperanzas. Pero esto… —Sostuvo en alto la varita—. Ésta es la prueba. Sí, Slith, conocía su existencia, y la estaba buscando. ¿Recuerdas a la jefe de garra, Huzzud? Me encontré con ella allá, cuando cruzábamos las montañas. Tenía un mensaje para mí de la Reina Oscura. Me dijo que encontraría esta varita aquí abajo.
Los draconianos contemplaron el objeto mágico en la oscuridad, y sus rojos ojos emitieron un suave brillo.
—Nuestra soberana me dijo dónde la encontraría —repitió Kang con voz clara pero contenida—. Huzzud me esperaba en la montaña. Y me habló.
El comandante les contó todo lo ocurrido aquella tarde. Los hombres lo escucharon en silencio, tan en silencio que parecía como si incluso hubieran contenido la respiración. Cuando por fin terminó, contemplaron la varita con fervor reverente. Unos cuantos se atrevieron a extender la garra para rozarla y que les diera suerte.
—Gracias, señor —dijo Slith—. Y, lo siento, señor. No era mi intención… Es sólo que…
—Lo sé, Slith. Lo sé —lo tranquilizó Kang.
Volvió a suspirar, pero ahora fue un suspiro de alivio. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo pesada que había sido la carga de este secreto. Al librarse de él, sintió renovarse sus fuerzas, su energía.
—Pongámonos en marcha. Se oye a los enanos a lo lejos, y tenemos que apoderarnos de esos huevos antes de que lo hagan ellos o la varita no servirá de nada —admitió con gesto severo—, pues ya no quedarán huevos que reanimar.
—¿Por qué no matamos a esos malditos bastardos y acabamos de una vez? —preguntó Gloth—. Los esperaremos aquí y nos echaremos sobre ellos.
A Kang ya se le había pasado por la cabeza esta idea, pero la había descartado. Sabía el motivo por el que no iban a matar a los enanos, pero le resultaba muy difícil explicarlo con palabras.
—Nuestros enemigos pueden resultarnos útiles en algún momento —dijo citando palabras de su soberana—. Nos habríamos dado de bruces con el grell si los enanos no hubieran aparecido cuando lo hicieron. Además, no quiero malgastar la energía que nos hará falta para matarlos. Recordad, soldados, que su Oscura Majestad nos ha pedido que le hagamos un favor a cambio de esta varita. Nos quiere en condiciones de combate y listos para entrar en acción. De momento, los enanos seguirán vivos.
—De momento —gruñó Gloth mientras se pasaba la lengua por los dientes.
Los draconianos siguieron avanzando por los túneles. Slith se puso a la cabeza, alumbrando el camino con la linterna sólo de vez en cuando. Aquí las galerías eran más largas, y los draconianos podían caminar erguidos, cosa que Kang agradecía sobremanera. Tenía la sensación de que se había baldado la espalda de manera permanente.
Llegaron a un lugar donde había un giro a la izquierda, y allí Kang hizo un alto para estudiar el mapa. El túnel principal seguía recto, y este desvío parecía ser una pequeña galería que, según el mapa, se alejaba de la ruta principal para volver a desembocar en ella casi dos kilómetros más adelante.
—Esto es una especie de vía muerta que se utilizaba para sacar las vagonetas de la vía y dejarlas estacionadas —dijo Slith que acababa de regresar de una corta exploración—. Hay un puñado de vagonetas apartadas a ese lado.
—Y está indicado en el mapa —abundó Kang, satisfecho—. Vamos por el camino correcto. —Iba a ordenar a la tropa que reanudara la marcha cuando Gloth levantó la mano.
—¡Escuchad, señor!
El sonido venía del túnel, a su espalda. Era como si muchos pares de botas pesadas avanzaran por la galería.
Los draconianos se ocultaron en las sombras y esperaron.
—Recordad —susurró Kang—: nada de matar a menos que empiecen ellos.
Por fin, los enanos aparecieron al fondo del túnel. La visión infrarroja de los draconianos distinguió la aureola rojiza de calor que perfilaba sus cuerpos. Unos cuerpos cálidos y relucientes que no parecían, ni con mucho, tan impetuosos y enérgicos como antes de topar con el grell.
Los enanos se salían de la fila, y marchaban con los hombros hundidos y las cabezas gachas, arrastrando los pies al caminar.
Kang esperó hasta que los enanos que iban a la cabeza estuvieron a unos seis pasos y entonces saltó de su escondite al tiempo que lanzaba un aterrador rugido.
Extendió las alas, enseñó los dientes y, con la varita enarbolada en la mano, se elevó en el aire. Casi aterrizó encima del enano que iba primero. Kang lanzó un grito de guerra, pateó el suelo y agitó los brazos al tiempo que batía las alas con tanta fuerza que levantó un fuerte ventarrón.
El enano lo miró con los ojos desorbitados, dejó escapar un chillido, dio media vuelta y salió corriendo túnel abajo. Su chillido y su huida contagió el pánico entre el resto del grupo. Acobardados por el ataque del grell y por la muerte de su cabecilla, los enanos huyeron de este nuevo e impreciso horror que les salía al paso.
Kang oyó una voz al final de la fila protestando y discutiendo con los demás para frenar la huida, pero no estaba teniendo mucho éxito.
Los enanos se perdieron de vista en un santiamén.
—Pasará mucho tiempo antes de que tengan valor suficiente para volver aquí —dijo Slith.
—Ese es el plan —respondió Kang.
Los draconianos continuaron túnel adelante a paso vivo.
—Señor —dijo Gloth—, ¿habéis notado que cada vez hace más calor aquí abajo?
Kang se había dado cuenta, y le había parecido extraño. Las cavernas subterráneas mantenían una temperatura constante, tanto en invierno como en verano, pero era evidente que en ésta el calor iba en aumento, y lo hacía muy rápidamente.
El comandante giró en un recodo y se encontró con que Slith y sus dos exploradores se habían parado otra vez y observaban atentamente la cámara en la que desembocaba el túnel. Un fuerte resplandor rojizo, cuya fuente procedía de la cámara, los iluminaba.
El camino que se suponía tenían que tomar discurría a través de la cueva, una cámara que según recordaba Kang por el mapa no debería encontrarse allí.
El comandante se acercó a Slith. El sivak estaba a la entrada de la cueva y miraba su interior. El calor que salía era intenso y golpeó a Kang como una bofetada que casi lo tumbó. El calor y el olor —sulfuroso y acre— hicieron que su hocico se encogiera de asco.
—¿Qué es esto? —Kang miró hacia adentro y avanzó un par de pasos. No le fue posible ir más allá.
Las paredes de la cámara no estaban burdamente labradas ni apuntaladas con vigas como ocurría con las paredes de todas las otras cámaras y túneles construidos por los enanos. La piedra de ésta era suave y pulida, y daba la impresión de que se hubiera fundido y después se hubiera endurecido de nuevo. La roca de las paredes mostraba ondas, y regueros de piedra solidificada serpenteaban a lo largo del suelo.
En el centro del piso había un hoyo gigantesco.
La fuerte luz roja, de una intensidad insoportable, emergía del agujero. El calor también irradiaba de allí, y azotaba las paredes y a Kang. Pero no era sólo el calor lo que mortificaba al comandante.
El miedo —un terror que le atenazaba las entrañas— se agitaba en su interior. Conocía ese miedo, aunque jamás lo había sentido con tanta intensidad. Se alejó de la cámara apresuradamente.
—¡Puag! ¡Qué repugnante!
Kang hizo una pausa para despejarse la cabeza de los apestosos vapores. Sintió que el miedo se debilitaba al abandonar la cámara, aunque no desapareció por completo.
Se preguntó qué hacer. El instinto lo urgía a salir por pies y no parar de correr aun cuando ello significara darse de bruces con Thorbardin y un ejército de diez mil enanos. Diez mil o diez millones de enanos no eran nada comparado con lo que debía de anidar en ese pozo.
Por desgracia, la sala del tesoro se encontraba al otro lado de esta cámara.
—Ahí dentro hay algo, ¿verdad, señor? —dijo Slith mirando a su comandante fijamente—. ¡Y lo que quiera que sea derrite hasta la roca!
—Una vez vi hacer eso a un Dragón Rojo —comentó Viss—. Fue cuando serví a las órdenes del Señor del Dragón Verminaard. Su reptil calcinó un pequeño poblado humano de las llanuras. La piedra se puso al rojo vivo y se derritió en charcos por todo el suelo.
—También lo he visto yo, pero no creo que lo que hay ahí sea un Dragón Rojo. —Kang no añadió que sospechaba que era algo mucho peor—. El resto de vosotros, id a explorar por los alrededores, a ver qué encontráis.
El comandante necesitaba unos minutos de silencio y tranquilidad para poder pensar. Para hacer tiempo, sacó el mapa.
—No es un Rojo, ¿verdad, señor? —inquirió Slith en un susurro.
Kang sacudió la cabeza.
—He estado cerca de Dragones Rojos en varias ocasiones —dijo después—. Y tú también. He sentido el temor reverente a esos grandes reptiles, pero no era nada parecido a lo que sentí dentro de esa cámara. ¿Has entrado?
—Sí, señor, y como vos tampoco me quedé mucho tiempo. Bueno, ¿y qué hacemos ahora? Que yo recuerde, esta cámara no está en el mapa.
—Así es. —Kang examinó el dibujo—. Según esto, el túnel continúa recto al menos otros tres kilómetros, sin desvíos ni recodos y, desde luego, sin un lago de fuego y una cámara de roca fundida. Hasta ahora el mapa era correcto en todos los detalles. Dudo que los daewars omitieran indicar algo así.
—Quizá nos hayamos equivocado nosotros, señor. Tal vez cogimos el desvío equivocado en alguna parte.
Kang repasó mentalmente la ruta seguida, comparándola con el mapa.
—No era un tramo complicado —dijo luego—. Pasamos la vía muerta, y aquí están los raíles —añadió, señalando el suelo—. No, éste tiene que ser el camino correcto.
El comandante volvió a estudiar el mapa y se le ocurrió una idea.
—Mira, el trazado de esta vía muerta rodea el siguiente tramo del túnel y vuelve a desembocar en él más adelante. Iremos por esa ruta. Haz que los hombres retrocedan sin hacer ruido. Sea lo que sea que esté ahí dentro, no quiero molestarlo. Yo…
—Señor —dijo un sivak—, creo que deberíais venir a ver esto.
A Kang no le gustó cómo sonaba eso. Cada vez que alguien quería que fuera a ver algo, siempre había problemas. Nadie le pedía nunca que fuera a ver una maravillosa puesta de sol o una pollada de patitos nadando en un estanque.
Se acercó al sivak, que estaba observando fijamente la pared fuera de la cámara.
—Fijaos en esto, señor —señaló el sivak.
Kang lo hizo. No dijo nada, porque no había mucho que decir.
En la roca de la pared aparecía tallada la imagen de un dragón de cinco cabezas, la representación de Takhisis, la Reina de la Oscuridad.
—¿Qué significa, señor?
El comandante se pasó la reseca lengua por los dientes.
—Es el pago por su favor. Desea que nos enfrentemos a lo que quiera que esté ahí dentro.
—Pues lo que quiera que sea parece muy capaz de acabar con nosotros. ¿De qué nos vale la varita, señor, si no vamos a vivir para utilizarla? —El tono de Slith era amargo—. Ya la tenemos en nuestro poder. Algún otro día le haremos cualquier otro favor.
Kang recordó su propia exaltación cuando había visto por primera vez la varita, cuando había percibido su poder. Entonces no le había planteado interrogantes a su soberana, no había puesto en duda su sabiduría ni había flaqueado su lealtad.
¿Iba ahora a volverse atrás en su parte del trato? ¿Iba a ser un perjuro, incumpliendo su promesa de fidelidad?
Kang era muy consciente de que aquellos que quebrantaban un juramento hecho a Takhisis rara vez tenían ocasión de volver a perjurar. Pero él no mantendría su promesa por miedo, se dijo con orgullo. La cumpliría porque se había comprometido a ello. Era una cuestión de honor.
El comandante tanteó el correaje de cuero y desprendió el medallón que era el símbolo de su rango. Se lo tendió a Slith en silencio.
—¿Qué es esto, señor? —preguntó el lugarteniente, que mantuvo las manos caídas a los costados, negándose a cogerlo.
—Ahora eres el comandante, amigo mío —respondió Kang. Alargó la mano y prendió el distintivo en el correaje de Slith—. Ya iba siendo hora. Y coge también el mapa. —Le tendió el pergamino—. Tú y los demás seguid adelante y encontrad los huevos de dragón. Yo me quedaré con la varita y me ocuparé de este asuntillo.
—No, señor —argumentó Slith, tozudo. Se quitó el medallón e intentó devolvérselo a Kang—. No pienso marcharme y dejaros solo, señor. Ninguno de nosotros lo hará.
Los sivaks y los bozaks mostraron su acuerdo con enérgicos cabeceos.
Kang sacudió la cabeza y cruzó los brazos sobre el ancho tórax.
Al ver que el comandante rehusaba coger el medallón, Slith lo tiró al suelo, se cruzó también de brazos, y plantó los pies en el suelo en actitud porfiada.
—No, señor. No iré.
Kang localizó el medallón en la oscuridad y se agachó a recogerlo.
—Es una orden, Slith —dijo con voz firme.
El lugarteniente lo miró de hito en hito. Puede que en ocasiones hubiera actuado por propia iniciativa, pero jamás, en todos los años que había estado bajo su mando, había desobedecido una orden directa.
—Disciplina, como dijo el caballero oficial —añadió Kang en voz baja—. La disciplina es el modo, el único modo, en que se puede vencer al caos.
Slith mantuvo la vista baja, rehusando mirar el medallón, rehusando mirar a Kang.
Éste esperó pacientemente, seguro de que su segundo acabaría reaccionando. Slith no le había fallado nunca.
Todavía sin mirar a su comandante, el lugarteniente le cogió el medallón, y clavó el alfiler en su correaje. La mano le temblaba, y tuvo que intentarlo varias veces antes de conseguir pincharlo.
—Gracias, Slith —dijo Kang al tiempo que suspiraba—. Te deseo buena suerte. A todos vosotros. —Su mirada abarcó a toda la tropa.
Los draconianos balbucieron algo en respuesta; estaban conmocionados y aturdidos. Kang había sido su comandante casi desde el principio. No recordaban un tiempo en que no los hubiera dirigido él.
Slith era un buen oficial. Pronto se adaptaría a su nuevo cargo como líder.
—Será mejor que os marchéis ya —sugirió Kang, que ya no estaba en condiciones de ordenárselo.
—Sí, señor —respondió Slith. Vaciló un instante más, como si aún le quedara algo por decir, pero, al final, se lo calló. En cambio, alargó la garra, cogió la de Kang en la oscuridad, y se la estrechó con fuerza.
Después se dio media vuelta y dirigió una mirada furibunda a sus subordinados.
—¿Qué infiernos estáis mirando? —exclamó—. Hasta hoy lo habéis tenido fácil, pero ahora yo estoy al mando. ¡A paso ligero! ¡Marchen!
Slith echó a andar túnel adelante, dirigiendo a la tropa, su tropa, de vuelta por donde habían venido. No miró atrás.
Los otros draconianos vacilaron un momento y después lo siguieron; poco después Kang se quedaba solo.
El draconiano se volvió hacia la ardiente cámara. Antes de entrar, puso la mano sobre el símbolo del dragón de cinco cabezas tallado en la pared y pidió la bendición de su soberana.
Con la varita en una mano y la espada en la otra, hizo un rápido repaso mental de su repertorio de hechizos y echó a andar con paso firme hacia el agujero candente.