17

Los escuadrones de draconianos marchaban como unidades independientes. Llevaban el equipo completo de campaña, y todas sus provisiones, herramientas de ingeniería y equipamiento iban cargados en las carretas. Cada draconiano portaba una pequeña mochila a la espalda en la que guardaba sus objetos personales adquiridos durante los años vividos en la ladera del monte Dashinak. No eran muchos. Casi todo lo que poseían lo habían dejado atrás para los enanos.

Más por curiosidad que porque temiera algún problema por parte de sus vecinos, Kang había dejado atrás a Slith con una partida de exploradores para saber qué se traían entre manos. El grupo alcanzó al grueso del regimiento ese mismo día, ya avanzada la noche.

—Bueno, ¿qué pasó? —preguntó Kang.

—Tan pronto como nos fuimos —informó Slith—, uno de los enanos que estaban subidos al árbol bajó y echó a correr hacia el pueblo, como si se le hubiera prendido fuego a los calzones, para informar de nuestra marcha. Sonaron los cuernos y las campanas repicaron, y todo el condenado pueblo se preparó para repeler un asalto.

Slith sonrió.

—Esperaron y esperaron, con el sol cayendo de plano sobre ellos, y, por supuesto, nosotros no aparecíamos. Finalmente, su jefe de combate destacó un grupo y salieron hacia nuestro pueblo.

»Se reunieron con los tres enanos que seguían encaramados al árbol, quienes les informaron que no había señales de nosotros por ninguna parte. El jefe de combate cogió un pelotón y se dirigieron hacia los portones, que estaban abiertos de par en par. ¡Tendríais que haberlos visto, agarrando con fuerza sus hachas de guerra, esperando que saltáramos sobre ellos e hiciéramos una escabechina! Cuando por fin el jefe de combate reunió el valor suficiente para cruzar los portones, hubo un golpe de viento que empujó las hojas de madera e hizo chirriar los goznes. ¡El viejo enano brincó tan alto que de milagro no se golpeó la cabeza contra Lunitari!

Kang rió de buena gana.

—¿Qué hicieron entonces? —quiso saber.

—Se marcharon. Regresaron a su pueblo. Estuvimos observándolos un tiempo, pero no enviaron mensajeros ni nadie salió de la aldea.

—Excelente. Bien hecho, Slith.

El sivak asintió con la cabeza y regresó a su puesto en la columna.

Kang, que se había sentido deprimido cuando abandonaron el pueblo, recobró el buen ánimo ahora que estaban en camino. Marchaba al frente de un regimiento de soldados bien entrenados, de los mejores de este oficio, para reunirse con un poderoso ejército conquistador. Había tomado la decisión correcta. Estaba seguro de ello.

Cruzaron el paso de montaña que había en el monte Dashinak, atravesaron la loma Allende, y acamparon en el valle que había detrás.

Slith también estaba de buen humor. Hacía años que los draconianos no habían hecho una marcha forzada como ésta. Estaban faltos de forma y de práctica, y los soldados tropezaban con sus propias colas, protestaban por el calor y se quejaban de que les dolían los pies. No pocos se desplomaron debido a la combinación del desacostumbrado ejercicio y un exceso de aguardiente enano.

El lugarteniente recorría la columna arriba y abajo, utilizando su bastón para azuzar a los rezagados y respondiendo a todas las protestas con un garrotazo en la cabeza. A los que se desplomaban los echaban a las carretas. Nadie envidió su suerte, ya que Slith rondaba por las cercanías de los vehículos esperando con malicioso regocijo a que volvieran en sí.

Fue una jornada difícil, sobre todo por las carretas, de las que tuvieron que empujar y tirar sobre el rocoso terreno. Y entonces el camino terminó al borde de un precipicio. La única vía para llegar a su punto de destino era una caída vertical.

Para los draconianos, con sus alas, no representaba un obstáculo demasiado difícil, pero las carretas tuvieron que bajarlas a pulso con cuerdas. Esta tarea les llevó toda la tarde, y al terminar todos estaban agotados.

Kang sólo les dejó tomarse un breve descanso, sin embargo. Bajar las carretas los había retrasado del horario previsto, y no quería empezar con mal pie con el caballero lord Sykes llegando tarde a la cita.

El segundo día, los draconianos alcanzaron el paso de montaña en el que tenían que encontrarse con lord Sykes y su ejército. Llegaron a la hora señalada.

Pero no había ningún ejército a la vista.

Kang y Slith condujeron a la columna sobre la última elevación y fueron los primeros que descubrieron que estaban solos allí arriba.

—¿Dónde infiernos está todo el mundo? —demandó Slith—. Sabía que…

—Chitón —advirtió Kang—. Sigamos adelante. No estamos tan solos como creíamos.

Señaló al frente. Un caballero, vestido con armadura negra, se encontraba en lo alto de una roca e hizo una seña a los draconianos para que se aproximaran. Cuando se quitó el yelmo, el cabello rojo de la mujer llameó como un estandarte personal.

Kang la reconoció; era la jefe de garra Huzzud.

—Saludos, comandante —le dijo a Kang.

—¿Dónde está el ejército, jefe de garra? —preguntó el draconiano al tiempo que respondía con un saludo militar—. Se me dijo que me reuniera hoy aquí con el caballero lord Sykes.

—Nos topamos con una patrulla de Enanos de las Montañas el día que os marchasteis. Creemos que acabamos con todos ellos, pero, por si acaso alguno logró escapar y dio la alarma, mi comandante decidió que nos moviéramos deprisa con la esperanza de invadir Thorbardin antes de que los enanos cerraran las puertas que conducen al interior de la montaña. El ejército pasó por aquí hace día y medio, y yo he venido para conduciros hasta el campamento.

Kang había visto en una ocasión las formidables puertas de Thorbardin, unas puertas que al cerrarse quedaban empotradas en la cara de la montaña. Atacar esas puertas sería como atacar a la propia montaña, y probablemente con idéntico resultado. No era de extrañar que el caballero oficial tuviera tanta prisa.

Los draconianos habían aprovechado la oportunidad que les proporcionó el alto para descansar un poco, y estaban tumbados bajo cualquier sombra que pudieron encontrar mientras bebían un poco de agua de sus odres. Kang dio la señal de partir a Slith, que ordenó a sus soldados que se pusieran de pie. Conscientes de que los oscuros ojos de la amazona estaban pendientes de ellos, los draconianos se apresuraron a formar en columna y se pusieron firmes.

El regimiento marchó durante el resto del día sin pausa, sin protestas. Huzzud echaba ojeadas hacia atrás de vez en cuando. La columna ofrecía una vista impresionante, con el sol reflejándose en escamas y armaduras, en tanto que las alas de los draconianos levantaban una ligera brisa refrescante al agitarse. Sólo cuando el sol se puso detrás de las montañas, Kang ordenó hacer un alto para tomarse un breve descanso.

—Podemos acampar esta noche aquí —sugirió Huzzud. Su rojo cabello estaba húmedo por la transpiración, y tenía la pálida piel quemada por el sol abrasador. La mujer se enjugó la frente con el dorso de la enguantada mano—. Milord Sykes no nos espera hasta mañana. Nos falta cruzar una montaña, y el camino ya es difícil con la luz del día.

—¿Cuánto falta? —preguntó Kang mientras se rascaba la mandíbula.

Huzzud miró las montañas, el cielo, y luego dijo:

—Algo más de quince kilómetros.

El draconiano volvió la vista hacia la columna. Sus tropas estaban cansadas, pero no agotadas. Tendrían oportunidad de descansar esta noche y así estar en forma para la batalla de mañana.

—Entonces seguiremos adelante, si es que no hay inconveniente por vuestra parte —propuso.

—Desde luego. —Huzzud parecía satisfecha con la respuesta.

A Kang se le ocurrió algo de pronto.

—¿Podéis conducirnos por el paso en la oscuridad? —preguntó, algo preocupado—. Los humanos no veis bien de noche, o eso tengo entendido. Sin intención de ofender —se apresuró a añadir.

—No me ofendo. —Huzzud sonrió—. Lo que decís es verdad —admitió—. Además, sólo he cruzado por el paso montada en dragón, así que nunca he ido a pie por él. Pero conozco el camino. Estoy entrenada para ello.

Kang hizo una leve inclinación de cabeza. Tenía plena confianza en ella.

—Mis felicitaciones al instructor —dijo.

Mientras Huzzud intentaba atarse el largo pelo rojo en una cola de caballo, observó a Kang con profundo interés.

—Sois el primer draconiano que conozco, comandante. No esperaba que los de vuestra raza fueran tan… En fin, tan civilizados, ya me entendéis. Creía que seríais más como los goblins: toscos y no muy inteligentes. Sin intención de ofender —añadió con malicia.

Kang se echó a reír.

—No me ofendo. Subestimarnos es un error que cometen muchos humanos, la mayoría en su propio detrimento.

Se quedó pensativo. Una día de marcha codo con codo con alguien unía como si fueran familia. Se sentía a gusto con la mujer. Quizá por eso fue por lo que compartió sus pensamientos con ella como jamás lo había hecho con nadie.

—Descendemos de los dragones, jefe de garra. Tal vez los seres más sabios e inteligentes de todo Krynn. La capacidad de alcanzar tal sabiduría e inteligencia está latente en nuestro interior. ¡Si dispusiéramos del tiempo suficiente! Tiempo para vivir en este mundo, para aprender sus costumbres, para conocer a sus gentes. Y si pudiéramos transmitir lo que aprendemos a…

Enmudeció de repente, turbado. Lo que estaba diciendo era una estupidez, y lo sabía. Esperaba que la jefe de garra lo mirara con sorna o, lo que era peor, se riera de él.

Para su sorpresa, la mujer lo observaba con profundo interés.

—No me hagáis caso —añadió Kang mientras agitaba una mano—. He estado expuesto al sol demasiado tiempo. El calor y el aguardiente enano siempre me hacen decir tonterías.

—No son tonterías —protestó Huzzud—. Lo que estabais diciendo era muy interesante. Nunca lo consideré desde ese punto de vista.

—No, no lo es, aunque tengáis la amabilidad de decir lo contrario. —Kang cambió de tema bruscamente—. Mis hombres ya han descansado, así que, si estáis dispuesta, podríamos reanudar la marcha.

La mujer accedió y, tras tomar unos cuantos sorbos de agua, reemprendieron el camino. Ni ella ni Kang volvieron a charlar durante la larga marcha salvo para consultar de vez en cuando la dirección que debían tomar. Sin embargo, Huzzud lo miraba mucho, y su expresión era pensativa. Kang se dio cuenta de que su opinión sobre los draconianos había mejorado de manera considerable.

Una hora después, llegaron a la calzada que conducía hacia el norte; una calzada que era relativamente nueva, como Kang, observándola con ojo experto de ingeniero, pudo comprobar. Se habían talado árboles recientemente, y las señales de picos y martillos todavía eran perceptibles en las piedras.

—¿Cuándo se construyó esto? —preguntó el draconiano—. ¿Y quién lo construyó?

—Los enanos. ¿No distinguís su estilo? Pero era un proyecto iniciado por las tres razas: enana, humana y elfa. Se suponía que firmarían un gran tratado que habría convertido en aliados a todos sus reinos y habría abierto sus territorios al comercio entre unos y otros. Iban a construir calzadas como ésta que unieran Solamnia con Thorbardin, y Thorbardin con Qualinesti. De ese modo, si alguno de ellos era atacado, los otros podrían enviar ejércitos en su ayuda.

—Parece un plan ingenioso —dijo Kang, preocupado—. Y nos complicaría nuestra tarea.

—Era un plan ingenioso. Lo propusieron un mestizo conocido como Tanis el Semielfo y su esposa Laurana, a la que llamaban el Áureo General. Pero no hay de qué preocuparse. Los peores enemigos de las tres razas son ellas mismas.

A la pálida luz de Solinari, Kang vio un desprendimiento de rocas que no se había retirado de la calzada, así como zanjas que se habían dejado sin tapar.

—Ya veo a lo que os referís. La construcción de esta calzada está interrumpida.

—Como su tratado —repuso Huzzud con una sonrisa maliciosa—. Ni siquiera llegó a plasmarse en un pergamino, o eso tengo entendido. Los elfos han vuelto a sus antiguas costumbres aislacionistas. Han insultado a los enanos, que a su vez culpan de todo a los humanos, que a su vez se sienten ofendidos por la actitud exclusivista de los elfos. Ninguno de ellos levantará un dedo para ayudar a los otros. No, comandante, nuestra misión va a ser fácil. Realmente fácil.

Tras otra hora de marcha calzada adelante, les dieron el alto dos soldados que les cerraban el paso. Kang oyó movimiento en la maleza a un lado del camino, y supuso que debía de haber por lo menos cincuenta arcos apuntándoles a él y a sus hombres.

Se encendieron antorchas.

—¡Alto! ¡Que se adelante uno de vosotros para darse a conocer! —gritó el soldado.

Kang ordenó detenerse a sus hombres, y Huzzud y él se adelantaron.

—Soy el jefe de garra Huzzud —dijo la mujer—. Éste es el comandante Kang y la Primera Brigada de Draconianos.

—Sí, señor. —El soldado saludó—. No os esperábamos hasta mañana por la mañana, comandante. Acompañadme, por favor.

Los dos oficiales siguieron al centinela calzada adelante. Aunque no le habían dicho que llevara a sus hombres con él, Kang no estaba dispuesto a dejarlos plantados en mitad del camino después de una caminata tan larga, así que hizo una seña a Slith, que ordenó reanudar la marcha.

El centinela se volvió, con el ceño fruncido, y pareció estar a punto de protestar.

Kang extendió las alas y agitó la cola suavemente al tiempo que miraba fría e intensamente al centinela.

Lo que quiera que fuera a decir el soldado, se lo guardó para sí mismo, y el hombre giró sobre sus talones con presteza y continuó caminando.

Kang escuchó unas risitas contenidas. Huzzud, que caminaba a su lado, no dijo nada. Sin embargo, la mujer sonreía de oreja a oreja.

Pasaron otros dos puestos de control, y por fin salieron de la calzada y entraron en un prado que había al lado. Las hogueras de piquetes y las lumbres de cocinas brillaban como estrellas caídas del cielo en los campos circundantes.

—¡Slith! —llamó Kang.

El lugarteniente corrió hacia él y saludó.

—Haz que los hombres se instalen aquí mismo. Que se mantengan las medidas de costumbre, nada de descuidos ni holgazaneo. Quiero que se excave una trinchera y que se aposten centinelas antes de que nadie se vaya a dormir. ¿Comprendido?

Slith saludó de nuevo, dio media vuelta y empezó a impartir órdenes en una rápida sucesión. Los draconianos rompieron la formación y empezaron a trabajar; cada uno de ellos llevaba a cabo la tarea encomendada con eficiencia y sin apenas hacer ruido ni crear desorden.

Huzzud se quedó unos instantes observándolos y después se volvió hacia Kang.

—He de regresar con mi garra esta noche, pero volveré por la mañana para escoltaros a la tienda de mando de lord Sykes. Estaré aquí al alba.

—De acuerdo. Hasta mañana, jefe de garra —respondió Kang al tiempo que saludaba.

—Hasta mañana, comandante. —Huzzud respondió al saludo.

La mujer se alejó en la noche, y Kang se volvió y vio a sus soldados trabajando con rapidez y eficacia. Sonrió, y sus escamas chasquearon con placentera expectación.

—¡Hasta mañana!