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Borealtown, Wotan
Zona de ocupación de los Halcones de Jade
11 de diciembre de 3057
Ahora los Lobos me pertenecen.
Aquel pensamiento se apoderó de él a medida que recuperaba la conciencia y superaba el atroz dolor del antebrazo izquierdo y las diversas magulladuras de los brazos y las piernas. Se aferró a esa idea y la convirtió en el núcleo de su vida y su universo. Todos los demás están muertos. Ahora los Lobos me pertenecen.
Vlad, de los Ward, giró lentamente la cabeza en busca de algún dolor en el cuello que implicara una lesión en la columna. Era poco probable, dada la intensidad con que sus brazos y sus piernas comunicaban el dolor a su cerebro, pero con la responsabilidad que debía asumir, no podía correr riesgos. Al mover la cabeza, el polvo y la grava resonaron en la placa facial del neurocasco y se introdujeron en el collar del chaleco refrigerante.
Vlad pensó que podría ver el antebrazo a través del polvo, pero éste aparecía distorsionado ante sus ojos. Limpió la pantalla visora con la mano y relacionó el bulto y el morado del brazo con las punzadas de dolor que emanaban de aquel punto. Cuando alzó la mirada, vio el agujero que había en la portilla del Timber Wolf como consecuencia del derrumbamiento del Ministerio de Presupuestos e Impuestos de Wotan, que había enterrado a Vlad en una pila humeante de ladrillos.
Uno de esos ladrillos debía de haberle golpeado el brazo y le había roto el radio. El bulto indicaba que el hueso estaba dislocado y le impedía mover la extremidad. Enterrado debajo de un edificio en zona enemiga, Vlad sabía que aquella rotura podía ser mortal.
La mayoría de guerreros habrían caído presas del pánico.
Vlad, en cambio, reprimió el primer indicio de temor. Soy un Lobo. Aquel simple pensamiento era suficiente para calmar el miedo. A diferencia de los guerreros librenacidos de la Esfera Interior y de los Halcones de Jade y otros Clanes, Vlad se negaba a rendirse a la preocupación y la inquietud. Para él, aquellas emociones estaban reservadas para los que habían perdido toda esperanza, para los que preferían vivir en un estado de pavor en lugar de intentar deshacerse del mismo.
Para él, no había motivo de temor porque sabía que aquello no era más que otro episodio en la leyenda de su vida. Su existencia no podía finalizar de forma tan vergonzosa, muriendo de hambre o asfixia en la cabina de un ’Mech sepultado entre las ruinas. Vlad se negaba a aceptar tal posibilidad.
Los Lobos me pertenecen. Aquel hecho era un reclamo y una confirmación de su destino. Seis siglos antes se habían creado los BattleMechs —máquinas humanoides de destrucción, de diez metros de altura— para dominar el campo de batalla y para que él pudiera pilotar uno algún día. Trescientos años antes, Stefan Amaris había intentado apoderarse de la Esfera Interior, y Aleksandr Kerensky se había desvanecido en la Periferia con la mayor parte del ejército de la Liga Estelar, para que Vlad naciera algún día en la más gloriosa de las tradiciones guerreras. Nicholas Kerensky había creado los Clanes para perseguir el sueño de su padre, y Vlad había nacido guerrero para guiar a los Clanes hacia la materialización de ese sueño.
Esos pensamientos lo elevaban más allá del dolor corporal. A Vlad no le importaba lo que pudiesen pensar los demás acerca de la visión que tenía de sí mismo como producto final de seiscientos años de historia de la humanidad, ya que no se le ocurría otra manera de interpretar su vida. Rehuía el misticismo del Clan de los Gatos Nova y analizaba los acontecimientos con una lógica fría. La navaja de Occam sesgaba su conclusión con claridad. Su razonamiento, pese a lo extraordinario que parecía, tenía que ser cierto porque era la explicación más sencilla para entrelazarlo todo.
Si estuviera equivocado, los Clanes habrían vuelto a la Esfera Interior un siglo antes o después de su existencia. Si no fuera cierto, no habría sufrido la humillación de manos de Phelan Kell, una humillación que permitía a Vlad, a diferencia del ilKhan y la Khan Natasha Kerensky, ver el mal que representaba el hombre. El trauma de aquella derrota lo había inmunizado contra el hechizo de Phelan y lo había convertido en el último Lobo verdadero del Clan.
Ulric lo sabía y, por eso, me confió el futuro de los Lobos.
Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Había llegado a Wotan con el ilKhan Ulric Kerensky y lo había conducido a un campo de batalla escogido por Vandervahn Chistu, el Khan de los Halcones de Jade. Ulric y Chistu tenían que enfrentarse en un combate en el que Ulric habría prevalecido si Chistu no hubiera jugado sucio. Lo último que Vlad vio del líder de los Lobos fue la silueta en llamas de un Gargoyle dando un paso más hacia el enemigo, a pesar de la abrasadora tormenta de misiles que lo envolvía.
Tumbado de espaldas, Vlad observó los instrumentos inertes de su cabina y sonrió. No sólo había presenciado el traidor asesinato de Ulric por el Khan Halcón, sino que además lo había grabado. Chistu tenía que saber que la prueba incriminatoria estaba en la grabadora de la cabina. Vlad, en su lugar, habría intuido la amenaza inmediatamente y habría disparado contra él hasta convertir a su Timber Wolf y al edificio en un enorme cráter. El hecho de que Chistu no lo hubiera hecho indicaba que era más estúpido de lo que Vlad creía.
Esto significa que vendrán a por mí. Chistu no ordenará la destrucción del edificio, aunque debería hacerlo. Vlad suponía que enviaría a alguien a buscar el ’Mech y recuperar la grabadora con el pretexto de que los datos médicos grabados podían proporcionar información sobre la muerte de Vlad de los Lobos. También permitiría a Chistu ver la destrucción de Ulric desde otro ángulo y la perfecta puntería que había enterrado a Vlad bajo los ladrillos y la argamasa de un enorme edificio.
Tengo que estar preparado para cuando vengan.
Con la mano derecha se desabrochó el cinturón y se lo quitó. Pasó el extremo a través de la hebilla y se lo ató con fuerza a la muñeca izquierda. El dolor le recorrió el brazo, inmovilizándolo y provocándole náuseas por un momento.
Vlad esperó a que desapareciera la sensación de náusea antes de seguir con su plan. Levantó la rodilla derecha a la altura del pecho y apoyó el tacón de la bota en el extremo del asiento de mando. Buscó a tientas la hebilla de las botas de media caña y la desabrochó. Pasó el extremo del cinturón por la hebilla e introdujo la lengüeta en uno de los agujeros. Empujó la punta del cinturón de la bota sobre el otro cinturón y lo apretó. Palpó el cinturón de la cintura hasta estar seguro de que no se soltaría.
Volvió a bajar la pierna y pisó el pedal que había debajo del asiento de mando sin tensar el cinturón del todo. Respiró hondo y levantó lentamente la pierna izquierda hasta colocar el tacón de la bota por encima del cinturón. Apoyó el hueso intacto sobre el muslo. Con la mano derecha sujetó las correas de contención que le cruzaban el pecho y el muslo para mantenerse inmóvil en el asiento de mando.
A causa del sudor, empezaron a escocerle los ojos. Sacó los alambres de refuerzo del cuello del neurocasco, lo desabrochó y lo tiró hacia atrás. Oyó el ruido que produjo el casco al chocar contra los escombros, pero no le importó. Sacudió la cabeza con fuerza para deshacerse del sudor que le impregnaba la cara como una neblina fría.
Sabía lo que tenía que hacer y sabía que el dolor sería insoportable, peor que cualquier dolor físico que hubiera sufrido hasta entonces. La herida que se había hecho en un lado de la cara y que le había dejado una cicatriz desde la ceja hasta la mandíbula había sido igual de dolorosa, pero los médicos lo habían mantenido tan sedado con calmantes que aunque le hubiese pasado un ’Mech por encima no habría sentido nada. Disponía de todos aquellos calmantes en el botiquín que había en una de las zonas de almacenaje de la cabina, pero si los utilizaba no sería capaz de colocarse el brazo.
El dolor es la única señal de que estás vivo.
El leve roce de los dedos sobre la herida inició una agonía que le llegaba a oleadas que parecían licuar su cuerpo. La respiración contenida en la garganta y la sensación de asfixia amenazaban con arrancarle las entrañas. Un gélido escalofrío se apoderó de sus intestinos, y el escroto se le encogió mientras su cuerpo se recuperaba del dolor.
Vlad golpeó el brazo del asiento de mando con el puño derecho.
—No soy un Halcón de Jade. ¡Este dolor no es nada! —gritó al mismo tiempo que daba un resoplido y volvía a tomar aire—. Soy un Lobo y sobreviviré.
Estiró la pierna izquierda lentamente y empezó a perder la visión cuando notó la presión del cinturón en la cintura. Intentó inclinarse hacia adelante para destensar el cinturón, pero las correas de contención lo mantenían inmóvil, con el brazo izquierdo extendido y el codo sujeto. Unos destellos rosados y verdes explotaron ante sus ojos, y la oscuridad empezó a apoderarse de su campo de visión.
Siguió empujando y bajó la mano derecha a la altura de la herida. La feroz tortura que le consumía el brazo izquierdo aumentaba el dolor de la mano. Milímetro a milímetro, la presión del cinturón fue juntando los huesos, acercándolos a su lugar de origen. Cada ínfimo movimiento hacía temblar el cuerpo de Vlad y lo envolvía con un dolor que parecía haber existido en él toda su vida y prometía envolver su futuro. Sin embargo, el tacto de la mano derecha le indicaba que los huesos todavía estaban a kilómetros de distancia y que nunca volverían a su sitio pese a aquel infinito padecimiento.
El rechinar de los dientes casi ahogó el primer leve chasquido de los huesos, que empezaban a ocupar su lugar. La presión del cinturón había disminuido y se convenció a sí mismo de que todo iba bien y de que el tacto de su mano derecha fallaba. Una tormenta de dolor estalló en su interior. Sintió cómo su resolución empezaba a fundirse en el infierno.
Entonces, recordó la imagen del ’Mech de Ulric dando un paso más.
No me rendiré.
Vlad estiró la pierna izquierda mientras gritaba incoherencias. Hueso contra hueso, la parte inferior del mismo se deslizó hacia el otro lado. El golfo que se abría entre los extremos de la herida parecía estirarse para siempre, pero él sabía que no era más que una sensación. Apretó la herida con la mano derecha y presionó hacia abajo. Los huesos volvieron a su lugar.
La tormenta de rayos que se desató de la herida le dobló la columna mientras las correas de contención luchaban por mantenerlo inmóvil contra el asiento. Permaneció así mientras sus pulmones ardían en llamas por la falta de oxígeno. Quiso gritar, pero lo único que pudo oír fue el silbido del escaso aire que le quedaba en el pecho.
Sus músculos se destensaron y las correas de contención lo empujaron contra el asiento. Sintió más dolor, pero su sistema nervioso todavía no se había recuperado y no podía más que enviar leves ecos a su cerebro. Tomó aire una vez, y otra, y otra más; en cada ocasión, de manera más profunda. Cuando su cuerpo se habituó a no sentir dolor al respirar, recuperó el ritmo normal de funcionamiento.
La herida seguía latiendo con fuerza, pero los huesos habían vuelto a su lugar. Vlad sabía que encontraría una tablilla en el botiquín del asiento de mando, pero no tenía fuerzas para liberarse de las correas de contención y buscarla. Dejó caer la cabeza hacia un lado y luego hacia el otro para secarse el sudor de los ojos. No era mucho, pero sí mejor que nada.
Mientras recuperaba las fuerzas, Vlad se permitió esbozar una sonrisa. Había pasado la primera prueba de su ordalía, pero sabía que habría muchas más. Habría enemigos a los que destrozar y aliados a los que utilizar. La guerra —en términos técnicos, un Juicio de Rechazo— entre los Halcones de Jade y los Lobos habría dejado ambos bandos devastados. El hecho de que no lo hubieran rescatado inmediatamente le indicaba que los Halcones de Jade habían ganado, lo que significaba que tendría que recurrir a los Halcones que compartían su repugnancia hacia la Esfera Interior si quería que lo ayudasen. Será mejor que pida ayuda a los Osos Fantasmales, que hace tiempo que son aliados de los Lobos.
Vlad asintió lentamente. Tengo muchos asuntos que arreglar. Puedo dedicar el tiempo que pase aquí, esperando en mi cabina, a sopesarlos. Vendrán a por mí creyendo que son carroñeros para luego descubrir que son mis salvadores. Pero nunca sospecharán que, en realidad, son las comadronas del futuro de los Clanes.