29
La mañana que encontraron la muleta se encontraban a unos ochenta kilómetros de Machias.
Para entonces habían pasado dos días desde que John despertara y pidiera un vaso de leche. Allie había seguido arrastrando la camilla (no había otra opción razonable) y John había redescubierto su voz, que empleaba para quejarse de tanta sacudida y tanto bache. Refunfuñaba afirmando que le picaban sitios a los que no llegaba, que le dolía la espalda y que le molestaba el sol en los ojos.
—Me gustabas más cuando te morías —dijo Allie—. Al menos no eras tan quejica.
—Presta atención, Allie, que creo que te has saltado un bache. No vayas a romper con la racha de arrastrarme por encima de todos.
La chica frenó, se enderezó y estiró la espalda.
—¿Quieres descansar de mí? Pues ten cuidado con lo que deseas, listillo, que a lo mejor se cumple. ¿Es eso lo que creo que es?
Estaba apoyada en el tronco de un gran roble viejo, con un pañuelo de tela atado alrededor para llamar la atención: una muleta de acero inoxidable con un acolchado de espuma amarilla para la axila. Sin nota ni explicación. Había una casa de paredes blancas detrás de una valla de madera cercana, pero las ventanas estaban a oscuras. Si alguien los observaba (y Harper estaba segura de que así era), no podían saberlo desde allí.
Nick soltó las cuerdas elásticas que amarraban a John al trineo y lo ayudó a levantarse. Allie lo sujetó mientras él se metía la muleta bajo el brazo. Estaba probándola, cojeando un poco en círculo, cuando Harper se dio cuenta de que Renée estaba llorando.
—Cuánta amabilidad —balbució la mujer—. Cuánta gente cuidando de nosotros. No nos conocen de nada, lo único que saben es que necesitamos ayuda. Una vez leí una novela de Cormac McCarthy sobre el fin del mundo. La gente cazaba perros y a otra gente, freía bebés, y era horrible. Pero la amabilidad es tan necesaria como la comida. Satisface algo dentro de nosotros sin lo que no sabemos vivir.
—O puede que quieran que nos demos prisa —dijo Allie—. Cuanto antes sigamos nuestro camino, más seguros estarán ellos.
—Cuesta imaginarse un plan siniestro oculto detrás de la comida que nos han dejado. La sopa, las jarras de leche. No se me ocurre qué malvado objetivo secreto pretenderán con tanto regalo.
—Tampoco se lo imaginaban Hansel y Gretel —respondió el Bombero—. ¿Seguimos cojeando? Creo que me vendrá bien estirar la pierna buena.