5

No podría decir cuánto tiempo permaneció allí de pie, contemplando el incendio del Hospital de Portsmouth. Un denso humo negro de trescientos metros de altura se arremolinaba por encima de ella, por encima de todos; era un yunque cumuliforme que cubría el cielo. El sol parecía una monedita roja que brillaba a través de esa masa de partículas en suspensión. Uno de los médicos dijo: «¿Alguien tiene nubes de azúcar para tostar en la fogata?». Se rió, pero nadie se rió con él.

Se habían quedado sin electricidad menos de cinco minutos después de que la alarma contra incendios empezara con su desquiciante sirena. Las luces estroboscópicas palpitaban en la oscuridad y fragmentaban el tiempo convirtiéndolo en relucientes astillas heladas. Harper se abrió paso a través de aquellas tartamudeantes sombras con las manos sobre los hombros de la enfermera que tenía delante, siguiendo una fila de evacuados que arrastraban los pies. El aire de la planta baja apestaba a humo y estaba salpicado de finas partículas en suspensión, pero el incendio se encontraba en algún lugar por encima de ellos. Al principio, el chillido de la alarma resultaba aterrador; no obstante, cuando Harper salió a la luz del día, estaba casi aburrida; se había pasado cuarenta y cinco minutos arrastrándose por el hospital junto con los demás. No supo lo grave que era la situación hasta que, una vez en la calle, pudo volverse para mirar el edificio.

Alguien le dijo que de la segunda planta hacia arriba no había salido nadie. Otra persona le informó de que el incendio había empezado en la cafetería; un individuo había ardido, después otro, después un tercero, como una tira de petardos, y un vigilante, presa del pánico, había bloqueado la puerta para evitar que saliera nadie. Harper nunca llegó a saber si era cierto.

La Guardia Nacional apareció al principio y los soldados obligaron a retroceder a la multitud hasta el otro extremo del aparcamiento. Más allá, el cuerpo de bomberos de Portsmouth lanzaba todo lo que tenía a las llamas, los seis camiones de agua…, pero resultaba evidente para cualquiera que no iba a suponer ni la más leve diferencia. El fuego salía por todas las ventanas destrozadas. Los bomberos trabajaban entre la lluvia de ceniza con una ensayada indiferencia profesional y disparaban sus atronadores chorros de agua contra el gran horno del hospital, aunque no parecían tener ningún efecto.

Harper se sentía aturdida, casi conmocionada, como si le hubieran dejado inconsciente de un fuerte golpe y estuviera esperando a que su cuerpo la informara de la gravedad de las heridas. Ver todo aquel fuego y todo aquel humo le había arrebatado la capacidad de pensar.

En cierto momento vio algo curioso: un bombero que, de manera inexplicable, estaba de pie a su lado de la barrera, cuando debería haber estado entre los camiones, con sus compañeros de armas. Sólo se fijó en él porque la miraba. Llevaba un casco, un mugriento chaquetón amarillo y una herramienta en una mano: una larga barra de hierro con ganchos y una hachuela. Y a ella le pareció reconocerlo. Era un hombre enjuto y desgarbado con gafas y con un rostro compuesto por multitud de ángulos; la observaba con algo parecido a la tristeza mientras los copos de ceniza caían a su alrededor formando suaves bucles negros. La ceniza manchó las manos de Harper y se le posó en el pelo. Una voluta le aterrizó en la punta de la nariz y le arrancó un estornudo.

Intentó recordar de qué lo conocía, de qué le sonaba el bombero triste. Toqueteó su memoria con el mismo cuidado con el que palparía el brazo de un niño para asegurarse de que no estuviera roto. Un niño, eso era: lo conocía por su hijo, pensó. Pero no era del todo así. Supuso que se estaba comportando como una idiota y que sólo tenía que acercarse para preguntarle de qué se conocían. Sin embargo, cuando miró de nuevo hacia él, ya no estaba ahí.

Algo se derrumbó dentro del hospital, puede que el tejado, que acabó aplastado como una tortita en el suelo. Nubes de yeso, suciedad y humo rojizo brotaron de las ventanas de la planta de arriba. Un miembro de la Guardia Nacional que llevaba una mascarilla de papel para taparse la boca y unos guantes de látex azul levantó las manos por encima de la cabeza como si se rindiera al enemigo.

—¡Amigos! ¡Van a tener que retroceder un poco! Voy a pedirles a todos que den tres pasos atrás por su propia seguridad. Se lo estoy pidiendo con amabilidad. Por favor, no me obliguen a exigírselo de otro modo.

Harper retrocedió un paso, luego otro y después dio media vuelta sintiéndose mareada y muerta de sed. Estaba desesperada por beber un vaso de agua fresca con el que limpiarse la arenilla de la garganta, y el único lugar razonable donde conseguirlo era su casa. No tenía el coche (no habría tenido sentido tenerlo, ya que nunca salía del hospital), así que se puso a caminar.

Recorrió media manzana antes de darse cuenta de que lloraba. No sabía si lloraba porque estaba triste o porque había mucho humo en el aire. La tarde olía a barbacoas en un campamento de verano, a perritos calientes asándose. Entonces cayó en la cuenta de que el olor era el de los cadáveres al quemarse. «Esto lo he soñado», pensó. Después se giró y vomitó sobre la hierba cercana a la acera.

Había grupitos de gente en la cuneta y en la carretera, aunque nadie la miró mientras devolvía. Nadie le encontró el menor interés, comparada con la conflagración. El fuego los hechizaba a todos y el sufrimiento humano los repelía. ¿No era eso una especie de defecto de diseño? Se limpió la boca con el dorso de la mano y siguió caminando.

No se fijó en los rostros de la multitud, así que no vio que Jakob estaba entre los demás hasta que él la envolvió entre sus brazos. Primero la abrazó y después la sostuvo. Ella perdió la fuerza en las piernas y se dejó caer contra él.

—Dios mío, estás bien —dijo Jakob—. Dios mío, qué miedo he pasado.

—Te quiero —respondió ella, porque parecía que eso era lo que se decía cuando salías del infierno, que era lo único que importaba en una mañana como aquella.

—Tienen las carreteras cortadas en varias manzanas a la redonda —susurró él—. Estaba muy asustado. He venido hasta aquí en la bici. Ya te tengo. Te tengo, nena.

La condujo entre la multitud hasta llegar a un poste de teléfono en el que había apoyado la bicicleta, la misma que tenía desde que iba a la universidad: una de diez velocidades con una cesta en medio del manillar. Con una mano empujaba el vehículo mientras con el otro brazo le rodeaba la cintura, y así avanzaron, con la cabeza de ella apoyada en el hombro de él. Caminaban en sentido contrario a la gente, ya que todos iban hacia el hospital, hacia aquella grasienta columna negra de humo, hacia la lluvia de ceniza.

—Todos los días son el once de septiembre —dijo Harper—. ¿Cómo se supone que vamos a vivir si todos los días son el once de septiembre?

—Viviremos con ello hasta que no podamos seguir haciéndolo —respondió él.

Ella no entendió qué quería decir, pero sonaba bien, tal vez hasta profundo. Lo dijo con cariño mientras le limpiaba la boca y la mejilla con un cuadrado de seda de color blanco plateado. Jakob siempre llevaba encima un pañuelo, una cursilería del viejo continente que a ella le parecía adorable hasta decir basta.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó.

—Quitarte las cenizas.

—Por favor —suplicó ella—. Por favor.

Su marido paró al cabo de un ratito y anunció:

—Limpia. Mucho mejor. —Y le besó la mejilla y después la boca—. Aunque no sé por qué lo he hecho. Por un momento, parecías una huerfanita de Charles Dickens. Mugrienta, pero exquisita. Ya sé lo que vamos a hacer: te lo compensaré. Iremos a casa y te ensuciaré espiritualmente hablando. ¿Qué te parece?

Ella se rió. Jakob tenía un sentido del absurdo algo francés; en la facultad formaba parte del club de mimos. También sabía caminar por la cuerda floja; era ágil en la cama y en la vida.

—Me parece bien —respondió ella.

—Que el mundo arda a nuestro alrededor. Yo te abrazaré hasta el final. No podrás librarte de mí.

Harper se puso de puntillas y le besó la boca, que sabía a sal. Él también había estado llorando, aunque en aquel momento sonriera. Apoyó la cabe/a en su pecho de Jakob.

—Estoy muy cansada —dijo—. De tener miedo. De no poder ayudar a nadie.

Su marido le puso un nudillo bajo el mentón y, con cariño, la obligó a levantar la cabeza.

—Tienes que olvidarte de eso. De esa idea de que, por algún motivo, tu trabajo consiste en arreglarlo todo, en correr de un lado a otro… apagando todos los fuegos. —Lanzó una significativa mirada al humo que flotaba sobre ellos—. Tu trabajo no consiste en salvar el mundo.

Era tan sensato, tan razonable, que le dolió un poco de tanto alivio.

—Tienes que cuidarte y dejar que te cuide yo un poco. Ahora mismo no nos queda mucho tiempo para tratarnos bien el uno al otro. Que sea algo especial. Que merezca la pena. Empezando esta noche.

Entonces ella tuvo que volver a besarlo. Su boca sabía a menta y lágrimas, y él le devolvió el beso con cuidado, indeciso, como si la descubriera por primera vez, como si besar fuera una curiosa experiencia completamente nueva…, un experimento. Cuando alzó el rostro, estaba serio.

—Ese ha sido un beso importante —declaró.

Caminaron arrastrando los pies por la acera unos cuantos pasos más, ella con la cabeza apoyada en sus bíceps y los ojos cerrados. Al cabo de unos minutos, él tensó el brazo que la rodeaba: Harper se había quedado medio dormida de pie y se tambaleó.

—Eh —le dijo Jakob—, todavía no. Mira, tenemos que llegar a casa. Métete ahí.

Él pasó una pierna sobre el sillín de la bicicleta.

—¿Que suba adonde?

—A la cesta.

—No podemos. No puedo.

—Sí que puedes, ya lo has hecho antes. Te llevaré a casa.

—Estamos a un kilómetro y medio.

—Es cuesta abajo todo el camino. Sube.

Era algo que hacían en la universidad, en broma; ella metida en el canasto de la bicicleta de Jakob. Entonces era delgadita como un fideo, y eso no había cambiado mucho: metro setenta y cincuenta y dos kilos. Miró la cesta que la esperaba entre los manillares y después la larga colina que bajaba desde el hospital y doblaba la curva.

—Me vas a matar —dijo.

—No, hoy no. Sube.

No podía resistirse a él. Parte de ella se inclinaba de forma natural hacia la pasividad, hacia la conformidad. Se puso delante, pasó una pierna por encima de la rueda y metió el trasero en la cesta.

Y, de repente, estaban en marcha y los árboles de la derecha empezaron a deslizarse junto a ella como en un sueño. La ceniza caía a su alrededor en enormes copos ingrávidos que se posaban en el pelo de Harper y en la visera de la gorra de béisbol de su marido. En pocos segundos iban lo bastante deprisa como para matarse.

Los radios chirriaban. Cuando ella exhalaba, el viento le arrancaba el aire de la boca.

La gente olvidaba que el tiempo y el espacio eran lo mismo hasta que se movían deprisa, hasta que los pinos y los postes telefónicos pasaban como un suspiro a su lado. Entonces, en medio del ajetreo, el tiempo se expandía, de modo que el segundo que se tarda en cruzar seis metros duraba más que otros segundos. Harper sintió esa aceleración en las sienes y en la boca del estómago, y se alegró por Jakob, se alegró por estar lejos del hospital y se alegró por la velocidad. Por un momento, se aferró a la cesta con ambas manos, pero entonces, cuando los radios empezaron a zumbar (giraban tan deprisa que emitían una especie de música monótona), se soltó, extendió los brazos a ambos lados y planeó como una gaviota al viento mientras el mundo se aceleraba cada vez más. Y más.

Fuego
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