11
Siguió un camino apenas discernible bajo un cielo en tinieblas.
Mirara a donde mirara, la nieve le azotaba el rostro. El viento soplaba. Crujió un árbol. Las tablas se meneaban y doblaban bajo los pies, así que tenía que avanzar despacio para no perder el equilibrio.
Cuando la Casa de la Estrella Negra se perdió de vista, se detuvo en la oscuridad helada con aroma a pino. Si daba unos doscientos pasos más, recorrería el sendero que serpenteaba entre los árboles hasta llegar a los guijarros y el muelle. Podría atravesar el agua en cuestión de diez minutos, contarle a John que irían a por la ambulancia al día siguiente, contarle…
Un niño pasó corriendo entre los árboles de su derecha, una sombra intermitente, y ella volvió la cabeza para mirar y vio que no era un niño, sino una bola de nieve que volaba entre los árboles.
¡Pum!
La bola le acertó en un lado de la cabeza, pero no se dio cuenta hasta después de dar otros dos pasos, tanto tiempo tardó en registrar la información. No fue consciente de tambalearse hacia un lado, ni de que le cedía la rodilla derecha, hasta que se encontró arrodillada en la nieve.
Vio con el rabillo del ojo que algo se movía y alzó un codo a tiempo de bloquear la siguiente pelota helada. El impacto se lo dejó entumecido. Un calambre la recorrió desde el codo hasta la mano. La bola se hizo pedazos al darle en el cuerpo, de modo que la piedra blanca moteada que había en su interior cayó rodando a la nieve, frente a ella.
Formas femeninas salieron de un salto de entre los árboles a ambos lados, muertas de risa. Le pareció ver una bola de nieve que volaba en dirección a su estómago, así que bajó los brazos para protegerlo, pero le acertó en un lado del cuello; fue como un fuerte pinchazo seguido de más entumecimiento.
Empezaron a dar vueltas a su alrededor.
El agua que tenía en los ojos quería convertirse en hielo, congelarse allí dentro. Los rostros que la rodeaban eran rígidos, blancos e inexpresivos, como si la atacaran los maniquíes de un centro comercial.
Uno de ellos cargó contra su espalda y la empujó. Ella cayó de lado.
—Por favor, chicas, tened cuidado —musitó—. Estoy embarazada. No me puedo defender.
—¡Tarta de nieve, tarta de nieve! —canturreó alguien que, para horror de Harper, se parecía mucho a Emily Waterman.
Alguien la agarró por el pelo con una mano enguantada, cogió un puñado de nieve en la otra mano y se la restregó por la cara. Una chica chillaba de risa.
Cuando parpadeó para librarse de la nieve, Tyrion Lannister, el de Juego de Tronos, estaba agachado frente a ella. Sus ojos vacíos la observaron con incredulidad: era una máscara de plástico barata. El enano (no, el enano no; debajo de la máscara había una chica) levantó una mano con la palma hacia arriba. En ella había una piedra blanca.
—Cómetela —ordenó la voz detrás de la máscara—. Cómetela, zorra.
—Oblígala a comérsela —dijo otra muchacha.
—Come, come, come —canturrearon las demás.
Harper estaba de lado en el suelo y se protegía el hinchado vientre maduro con un brazo, mientras que el otro permanecía atrapado debajo de su cuerpo. La chica que la sujetaba por el pelo tiró de él hacia atrás. Después tiró más fuerte.
Willowes abrió la boca y la dejó abierta como una niña a la que el médico le va a examinar las amígdalas. Tyrion Lannister le metió dentro la piedra: un peso frío y plano.
El Capitán América observaba la escena de pie entre dos pinos, a unos cinco pasos de ella. Ella se quedó mirando a Allie hasta que los ojos se le empañaron de lágrimas y empezó a ver doble, triple.
Se oyó un ruido, como si alguien desgarrara una sábana. La mano que la sujetaba por el pelo volvió a tirar hasta alzarle la barbilla y obligarla a echar la cabeza atrás. Otra mano le dio un guantazo en la boca. Un pulgar se movió adelante y atrás para colocarle una tira de cinta adhesiva sobre los labios.
—Media hora —dijo la que la aferraba por el pelo—. Se queda dentro media hora. Ahora, levanta. Ponte de rodillas.
La levantaron hasta colocarla de rodillas. Le pusieron las manos a la espalda, y se oyó otro desgarro cuando una de ellas arrancó otro trozo de cinta adhesiva para sujetarle las muñecas.
—Eñbebé —dijo Harper, que intentaba pedir que tuvieran cuidado con su pequeño.
No tenía ni idea de si alguien la había entendido.
Dos muchachas empezaron a bailar juntas, cogidas de la mano, contoneándose y dando vueltas: una tenía una máscara de Obama; la otra, el rostro de Donald Trump. Mientras sucedía todo aquello, el Capitán América no se movía, sino que permanecía entre sus dos pinos, sin parpadear, como un búho.
Las luces de las linternas bailaron entre los pinos, un enjambre de oro reluciente. Harper tuvo que mirar dos veces para darse cuenta de que ninguna de las chicas llevaba linterna: eran ellas mismas las que se habían iluminado mientras daban brincos a su alrededor entre risas y le echaban nieve a patadas. Estaban encendidas como en la iglesia, cuando cantaban juntos. Brillaban las unas para las otras mientras la escama palpitaba con tanta intensidad que proyectaba luz desde debajo de las chaquetas y en torno a los cuellos abiertos.
Así que había otros modos de entrar en la emoción de la Luz. Un coro o un pelotón de fusilamiento: cualquiera de los dos servía para satisfacer a la escama. Una violación en grupo era tan buena como el góspel.
Oyó el ris-ras de las tijeras. Su cabello dorado empezó a derramarse sobre la nieve.
—¡Ja, ja, ja! —exclamó la más pequeña de las agresoras, la chica que, con total certeza, era Emily Waterman—. ¡Cortadlo, cortadlo, cortaaaadlooo! —exclamó con un rebuzno de borracha.
El viento suspiró a regañadientes, como un amante que se percata de que ha llegado el momento de partir. Los mechones de pelo caían a su alrededor mientras las tijeras seguían con su ris-ras.
—¿A qué sabe esa piedra? —preguntó una—. Seguro que no tan bien como la polla del Bombero.
La que había estado cortándole el pelo dijo:
—¿A que es sexy? El sonido de las tijeras… —Las abrió y cerró al lado de la oreja de Harper—. Me produce escalofríos. Me gusta tanto cortarte el pelo que es una pena que no haya más. Me da pena tener que parar. Quizá la próxima vez corte otra cosa. Tienes que decidir si estás con nosotros o contra nosotros. ¿Quieres mi consejo médico? Te receto un cambio de actitud, zorra.
Sí, todas brillaban…, todas menos Allie. Allie dio un paso hacia ella y dejó escapar un sollozo ahogado, pero, cuando Harper la miró, la chica vaciló y se quedó donde estaba. Incluso levantó una mano con la palma hacia fuera, como si, de algún modo, Willowes pudiera levantarse de un salto, soltarse las manos y pegarle.
Pensó que existía la posibilidad de que una de ellas acabara por tirarla hacia atrás y darle una patada en el vientre, como si fuera una pelota de fútbol, sólo para divertirse. Ya no sabían lo que estaban haciendo. Quizás hubieran llegado mucho más lejos de lo que pretendían, quizá sólo tuvieran la intención de lanzarle una lluvia de bolas de nieve y huir. Se les había olvidado quiénes eran. Se les habían olvidado sus nombres, las voces de sus madres y los rostros de sus padres. Pensó que era muy posible que la mataran allí mismo sin querer, que usaran las tijeras para abrirle la garganta. Cuando estabas en la Luz, todo reconfortaba, todo parecía correcto. No caminabas: bailabas. El mundo palpitaba al ritmo de una canción secreta y tú eras la estrella de tu propio musical en tecnicolor. La sangre que manaría de su arteria carótida les resultaría tan bella como una bengala que escupiera una ardiente lluvia roja de fósforo.
La chica que se había pasado todo el tiempo detrás de ella la empujó para que cayera de lado en la nieve. Dentro de Harper temblaba una burbuja de una emoción intensa y peligrosa, y se quedó muy quieta para que no estallara. No quería descubrir lo que era…, si se trataba de pena, de terror o, peor aún, de rendición.
Cada una de las agresoras se turnó para acercársele bailando y echarle nieve en la cara de una patada, y cerró los ojos.
Las chicas estaban de pie junto a ella, susurrando. No soportaba mirarlas, ver aquel círculo de rostros enmascarados reunidos a su alrededor. Siguieron hablando sin parar en voz baja, siseante e ininteligible. Ella temblaba sin poder controlarse. Tenía los vaqueros empapados, las muñecas rozadas y la cara magullada y quemada por culpa de la nieve que le habían lanzado.
Al final entornó los ojos. Seguía oyendo susurros, aunque las chicas se habían ido. Lo único que hablaba era el viento, que intentaba silenciar a los pinos.
Se retorció en el suelo y movió las muñecas. La cinta estaba en los guantes, no en la piel, así que, al cabo de un rato, consiguió soltar una mano. Se quitó el otro guante y los tiró los dos a un lado, todavía pegados a la cinta adhesiva. No vaciló, no se dio tiempo para pensar, sino que buscó el borde de la cinta que tenía sobre la boca y tiró de él. Se arrancó parte del labio superior.
Harper escupió la piedra en la nieve. Estaba rosa por la sangre.
Se mareó tanto al levantarse que tuvo que apoyar una mano en un pino para no caer. Avanzó de tronco en tronco, como un niño que aprende a dar sus primeros pasos y usa los muebles para mantener el equilibrio. Llegó al desvío que conducía a la orilla y bajó por la colina. Llevaría unos doce pasos cuando alguien la llamó.
—¿Enfermera Willowes? —gritó Nelson Heinrich—. ¿Adónde va? A la enfermería se va por aquí arriba.
Estaba en los tablones, al lado de Jamie Close. Jamie llevaba puesta la misma ropa que la última vez que la había visto: los pantalones impermeables color naranja chillón y la mullida parka de color pizarra. Lo único que variaba era que se había quitado la máscara de Tyrion Lannister.
—Está hasta arriba de nieve, ¿por qué no vuelve aquí antes de acabar enterrada viva?
Nelson tenía la cara roja de frío; sonrió para enseñar los dos únicos incisivos que le quedaban.
El aliento de Harper era puro vapor. Cuando se humedeció el labio superior, le supo a sangre.
Tardó casi cinco minutos en arrastrar los pies de vuelta a los tablones, metida en nieve hasta la cintura, con nieve hasta dentro de las botas.
—Jamie y yo acabábamos de salir para sustituir a los Vigías de la casa de madre Carol. Menos mal que hemos aparecido justo a tiempo. Estaba yendo en dirección contraria. —Extendió ambas manos para ayudarla a subir a los tablones. Después frunció el ceño, aunque le brillaban los ojos como si lo estuviera disfrutando—. ¡Pero mire esas huellas! ¡Ya sabe que tenemos reglas! ¡No se puede salir de los tablones! Podemos mover los tablones, pero no hacer desaparecer las huellas. ¿Y si aparece un cazador? Por Dios, si nos descubren, ¡nos enviarán a Concord! ¡Si es que no nos acribillan aquí mismo! ¡Si se va por ahí de paseo, nos pone a todos en peligro! El señor Patchett y la madre Carol lo han dejado muy claro: una hora con una piedra servirá para recordarle sus responsabilidades.
Jamie Close lo rodeó; llevaba una piedra blanca en la palma de la mano. Sonrió y dejó al aire un diente desportillado.
Harper cogió la piedra y, obediente, se la metió en la boca.