3
Ben Patchett permanecía en posición, como un tirador haciendo prácticas en un campo de tiro. Había pivotado para seguir el paso de la ambulancia, sin dejar de disparar. Al final, bajó el arma y miró a su alrededor, a los cristales rotos y la sangre de la calle, con una especie de desconcertado asombro.
Estaban todos brillando, todos. Incluso Harper brillaba, sentía el emocionante cosquilleo de la escama de dragón por la piel. Nada creaba más sensación de armonía, al parecer, que un homicidio en grupo.
—¡Guau! —gritó Nelson, en un estado de pura emoción, puede que incluso de euforia—. ¿Algún herido?
—¿Algún herido? —repitió Ben a gritos, casi a chillidos—. ¿Que si hay algún herido, gilipollas? —Willowes jamás le había oído decir una palabrota semejante—. ¿A ti qué te parece? Tenemos cuatro cadáveres. En nombre de Dios, ¿por qué has empezado a disparar?
—Disparé a la rueda —respondió Nelson—, para que no huyeran. Los de la ambulancia estaban retrocediendo. ¿Es que no lo has visto?
—¡No han empezado a retroceder hasta que tú has empezado a disparar!
En el centro de la frente de Ben palpitaba una vena, una fea ramita roja que le cruzaba el ceño.
—No. ¡No! Te juro que estaban huyendo. ¡En serio! Jamie, tú estabas justo ahí. ¿A que estaban huyendo?
Close se encontraba al lado de Peter y apuntaba con el Bushmaster al cadáver, como si fuera a levantarse para volver a salir corriendo. Sin embargo, el policía estaba doblado hacia atrás, aplastado de un modo grotesco, y tenía una marca de neumático roja sobre el pecho aplanado. Por culpa de la presión, parte de las tripas se le habían salido por la boca y formaban una masa bermellón azulado de resbaladizo tejido interno.
—¿Qué? —preguntó la chica, desconcertada; levantó la cabeza, miró primero a Norman y después a Ben, y se llevó un dedo a la oreja derecha—. ¿Qué has dicho? No oigo nada.
—Mira, si tuviéramos una grabación de la jugada podríamos rebobinar y ver lo que ha pasado de verdad. No lo sé. Creía que intentaban huir, alguien tenía que hacer algo, así que disparé a una rueda. —Nelson se encogió de hombros—. Puede que fuera un error de novato. Si quieres culpar a alguien, ¡adelante! ¡Cúlpame a mí! No me importa ser el chivo expiatorio.
Por la cara de Ben se diría que alguien lo había apuñalado; tenía la boca y los ojos muy abiertos, y no parpadeaba. Fue a guardar el arma en la pistolera y falló en los dos primeros intentos.
Jamie se acercó al lado del coche en el que estaba Harper y la dejó salir.
—Venga, vamos —le dijo mientras daba la vuelta para abrir el maletero y sacar las bolsas de lona.
La enfermera estaba sin aliento, como si se hubiera metido en agua gélida. Le temblaban las piernas. Los oídos le zumbaban con un pitido agudo.
Se acercó a la ambulancia pisando cristales y miró en el interior. La conductora era una joven negra que se había teñido el pelo corto de amarillo plátano. Tenía la boca abierta, como si gritara, y los ojos también abiertos y con expresión de sorpresa. El regazo estaba cubierto de cristal de seguridad azul.
No veía agujero de bala y no sabía qué la había matado. No dudaba de que estuviera muerta, se lo veía en la cara, pero abrió la puerta y le puso dos dedos en el cuello para buscarle el pulso. Al hacerlo, la cabeza de la difunta se deslizó hasta quedársele apoyada en el hombro derecho, dejando una mancha en el reposacabezas de vinilo: una sola bala le había entrado por la boca abierta y le había salido por la base del cráneo.
La mujer del asiento del copiloto, una mujer diminuta de huesos pequeños metida en un mono azul de emergencias, gruñó. Había caído de lado, con la cara sobre el asiento del conductor.
Harper dejó a la conductora y rodeó el vehículo para acercarse adonde el copiloto. Abrió la puerta y subió al escalón.
Había sangre en el asiento, y el hombro derecho de la pasajera estaba empapado de rojo. Sospechaba que una bala le había pulverizado el omóplato al atravesarla… Doloroso, pero rara vez mortal. Alguien a quien podía ayudar. Sintió un alivio tan inmenso que casi se desmayó.
—¿Me oye? —preguntó—. Tiene una herida en el hombro. ¿Cree que puede moverse?
Sin embargo, mientras hablaba, empezó a darle la sensación de que había algún otro problema aparte del hombro destrozado. Era por su modo de respirar. Inhalar le exigía un esfuerzo cercano al llanto; exhalar era peor, le salía un sonido extenuante, un borboteo.
Subió una rodilla al hueco para los pies y se apoyó en la ambulancia para agarrar a la mujer por la cadera, levantarla y hacerla rodar un poco. Tenía otra herida de bala justo en el centro del pecho. La sangre le empapaba la pechera del mono y se le formaban burbujas rojas en la boca cuando expulsaba el aire.
Movía los ojos de un lado a otro, dolorida. Se quedó mirando a Harper, y Harper le devolvió la mirada y después retrocedió, sorprendida, hasta golpearse la cabeza contra el salpicadero. 1.a conocía. Se habían cruzado unas cuantas veces durante el verano, cuando las dos trabajaban en el hospital de Portsmouth. La técnica de emergencias era guapa y pecosa, algo masculina: nariz respingona y corte pixie.
—Charity —dijo al recordar su nombre—. Trabajamos juntas en el hospital, no sé si me recuerdas. Voy a ocuparme de ti. Tienes un neumotorax, voy a ir a por la camilla para bajarte. Necesitas una venda de compresión y oxígeno. Te pondrás bien, ¿me entiendes? Volveré enseguida y te pondremos más cómoda.
Charity le agarró la mano y se la apretó. Tenía los dedos calientes y pegajosos por culpa de su propia sangre.
—Me acuerdo de ti —dijo—. Eres la pequeña Mary Poppins, la que siempre estaba canturreando esa canción, «Spoonful of Sugar».
Harper sonrió a pesar de la sangre y el hedor a pólvora.
—Sí, esa soy yo.
—¿Quieres saber una cosa, pequeña Mary Poppins? —le preguntó la mujer, y ella asintió—. Tus amigos y tú acabáis de asesinar a dos técnicas de emergencias. Voy a morir y no vas a salvarme. Cómete un poco de azúcar con esa píldora, zorra.
Entonces cerró los ojos y apartó la cara.
Harper dio un respingo y se volvió a golpear la cabeza al retroceder.
—No vas a morir esta noche. Aguanta, Charity, ahora mismo vuelvo.
Era consciente de que su voz sonaba una octava más aguda de la cuenta, temblorosa y poco convincente.
Saltó de la cabina y ya había rodeado media ambulancia para llegar atrás cuando Ben la cogió con delicadeza por el antebrazo.
—No puedes hacer nada por ella, ya lo sabes. Dios es testigo de que me gustaría que pudieras, pero no puedes.
—Quítame la mano de encima —contestó mientras se retorcía para zafarse de él.
Mindy pasó junto a ella con una bolsa de lona vacía en cada mano y procuró no mirar al agente de policía aplastado en el suelo. Las luces rojas y azules troceaban la noche en una serie de momentos congelados, en pequeñas rebanadas de tiempo capturadas en una vidriera.
—Tenemos que recoger lo que hemos venido a buscar y marcharnos —dijo Ben—. No tardarán en aparecer más agentes, no podemos seguir aquí cuando lleguen, Harper.
—Deberíais haberlo pensado antes de poneros a disparar en plena calle, gilipollas. Gilipollas de mierda.
—Si detienen a uno de nosotros, a uno solo, nos atraparán a todos. Si quieres a Nick, a Renée, al padre Storey y al Bombero, cogerás lo que hemos venido a buscar y saldrás de aquí.
«Voy a morir y no vas a poder salvarme. Cómete un poco de azúcar con esa píldora, zorra». Lo escuchó de nuevo en su cabeza y sintió una frustración, una rabia, tan intensa que era como una náusea. Quería pegarle a Ben, quería gritarle. Quería golpearlo una y otra vez mientras lloraba.
En vez de eso, le habló con un tono de voz bajo y tembloroso por la emoción que apenas reconoció como propio. No estaba acostumbrada a oírse suplicar:
—Por favor, Ben. Por favor. Sólo una venda de compresión. No tiene por qué morir, puedo salvarla. Puedo asegurarme de que siga con vida cuando aparezca el siguiente coche patrulla.
—Guarda lo que necesitemos para el campamento y veremos qué tiempo nos queda —respondió él, y ella comprendió que ni siquiera se le permitiría aplicar la venda.
Agachó la cabeza y siguió caminando hacia la parte trasera de la ambulancia.
Mindy ya estaba de pie en el luminoso interior, con sus superficies de acero inoxidable, su camilla con ruedas, sus cajones y sus armarios. La tremenda frustración de Harper empezaba a transformarse en una rancia tristeza. Ya habían cometido los asesinatos; ahora había llegado el momento del saqueo. En cierto modo, le daba la impresión de que el plan siempre había sido matar y robar, y no sólo les había seguido la corriente, sino que prácticamente había diseñado el plan.
Empezó a recoger cosas sin pensar. Llenó la nevera de plasma y fluidos, y envió a Mindy Skilling con la carga. Llenó la primera bolsa, después la segunda, y metió en ellas todos los artículos con los que contaría cualquier clínica respetable y de los que ella carecía: rollos de gasa, frascos de analgésicos, ampollas de antibióticos, hilo e instrumentos estériles, un puñado de gasas de gelatina para quemaduras. Cuando volvió Skilling, la enfermera estaba de rodillas metiendo pañales para adultos en la segunda bolsa (los usaba para aislar y evitar que se rompieran las botellas de cristal llenas de epinefrina y atropina) mientras se preguntaba si podría meter dentro una bombona de oxígeno.
Jamie golpeó con el puño la puerta de acero.
—Se acabó, tenemos que largarnos.
—¡No! Dos minutos más. Mindy, quiero ese collarín cervical y…
—Se acabó —repitió Close, y fue a coger la bolsa que ya estaba llena para dejarla en el asfalto.
—Adelante —dijo Mindy—. Yo cogeré el collarín cervical, señora Willowes.
Harper miró a su alrededor, entre triste y desesperada, a los cajones y armarios abiertos. Entonces vio el desfibrilador, un equipo más pequeño que el maletín de un portátil.
—¡Nelson! —gritó.
El hombre apareció en la parte de atrás de la ambulancia con los ojos desorbitados dentro de aquella extraña cara rosada, suave y sin arrugas que siempre le recordaba a un bebé rechoncho.
—El desfibrilador —dijo Harper—. Lo quiero.
Bajó de un salto con la bolsa de lona en una mano y una venda de compresión en la otra. Pasó junto a Nelson y caminó a toda prisa hacia la parte delantera de la ambulancia.
—He venido en cuanto…
A Charity ya no le costaba respirar…, simplemente, ya no respiraba. La giró para ponerla bocarriba y le bajó la cremallera del mono. Cuando se atascó, desgarró la tela. El agujero de bala estaba justo debajo de su pecho derecho. Le puso los dedos en la muñeca para tomarle el pulso. Nada. Estaba segura de que hacía un buen rato que no había nada.
—Enfermerita —dijo Jamie—, no puedes ayudarla a ella, pero hay gente en el campamento a la que sí puedes ayudar. Venga, vámonos a casa —le pidió, no sin cierta amabilidad.
Dejó que Close la sacara de la ambulancia sujetándola por el codo. La chica le dio la vuelta y la dirigió al Challenger de Ben. Harper palpó a ciegas hasta dar con las asas de la bolsa de lona.
—Reuniré a los demás. Te veo en el coche —dijo Jamie.
Harper rodeó el maletero abierto del coche de Ben, como en un sueño. Echó la bolsa en el asiento de atrás, con la nevera, y después miró calle arriba.
Al final de Verdun Avenue estaba la carcasa de hormigón achicharrado que antes fuera una droguería. Más allá, justo en el cruce entre Verdun y Sagamore, había una furgoneta blanca sin ventanas con el motor al ralentí. En el lateral habían escrito unas siglas identificativas, unas palabras con caricaturescas cintas de llamas: «WKLL Hogar del Hombre Marlboro». Desde donde estaba, Harper oía que otro vehículo se acercaba por Sagamore, algo pesado y lento: su oído captó el suave siseo de los frenos neumáticos y el gemido del diésel de un gran motor. Sonaba a autobús escolar.
La ventana del lado del copiloto de la furgoneta de la WKLL estaba bajada. Un hombre se asomó por ella con un foco y encendió el interruptor. Un cegador haz de luz, tan resplandeciente como un diamante recién cortado, acertó a Nelson Heinrich y lo clavó en el sitio, en medio de la carretera. Nelson acababa de bajar de la ambulancia con el desfibrilador en las manos. Escudriñó la luz con los ojos entornados.
El chillido del acople surgió de un equipo de altavoces que estaba en el techo de la furgoneta.
Harper notó que la sangre empezaba a correrle a toda velocidad por las venas, que su carrusel químico interno se aceleraba.
La voz que siguió al acople era como la voz de Dios. Era la voz ronca y áspera de un hombre que se había pasado gritando un concierto entero de Metallica. Había oído aquella voz en directo hacía pocos días, en su propia casa. Antes de aquello, la había escuchado más que de sobra en la radio, donde narraba el apocalipsis y ofrecía al fin del mundo una banda sonora que confiaba mucho en el cock rock de los setenta.
—Vaya, ¿a qué nos dedicamos esta noche, chicos? ¿A robar una ambulancia? ¿Es que no quedaban monjas sin violar en el convento ni un orfanato al que prenderle fuego? Bueno, os diré una cosa: tengo buenas noticias y mejores noticias. Soy el Hombre Marlboro y esta noche me encuentro aquí con los Incineradores de la Costa y, si buscáis una medicina, habéis venido al sitio correcto. Tenemos el tratamiento perfecto para vosotros, sacos de carne inmunda. Las noticias aún mejores son que aquí mismo hay una ambulancia, así que, cuando acabemos con vosotros, hijos de puta ladrones y asesinos, no tendremos que ir muy lejos a buscar las bolsas para los cadáveres.
—¡A cubierto! —gritó Ben.
La puerta corredera de la furgoneta de la WKLL se abrió. Harper sólo conocía el arma que tenían allí montada por las películas. Aunque desconocía la marca y el calibre (no sabía que estaba mirando una Browning M2 de calibre 50), era la clase de ametralladora que se veía atornillada en lo alto de los tanques o dentro de los helicópteros de combate. Veía que se alimentaba por cinta. Una cadena de balas colgaba de ella y se introducía en una caja de metal abierta.
Había un hombre detrás, sentado en un taburete bajo, ataviado con orejeras protectoras de color amarillo chillón. Pensó dos cosas antes de que la noche se desgajara en fragmentos de sonido y llamas blancas.
La primera, muy absurda, fue que un arma así no podía ser legal.
La segunda, que el otro vehículo, el que empezaba a vislumbrarse justo al lado de las ruinas de la droguería, no era un autobús escolar, por supuesto, sino un Freightliner naranja con una pala quitanieves del tamaño de un ala de avión y que Jakob estaba al volante.