13
Cuanto más se adentraban en el norte, menos parecían conducir sobre la faz de la Tierra. Las dunas de ceniza gris habían llegado hasta la carretera, y a veces eran tan altas y anchas (islas de pálida porquería esponjosa) que lo más sensato parecía frenar y rodearlas. El paisaje era del color del hormigón. Los árboles carbonizados se alzaban a ambos lados de la calzada y despedían un brillo mineral bajo un cielo que, poco a poco pero sin pausa, se tornaba rosa claro. No crecía nada. Harper había oído que la maleza y la hierba se recuperaban muy deprisa tras un incendio, pero el suelo estaba enterrado bajo la capa de ceniza, una arcilla blancuzca que no permitía que creciera en ella ni rastro de verde.
La brisa arreció, la gravilla revoloteaba por todas partes y el Bombero puso en marcha los limpiaparabrisas, que mancharon de largas franjas grises el cristal.
Llevarían unos veinte minutos en la carretera cuando Harper vio casas, una línea de hogares móviles sobre una colina al este del coche. No quedaba nada de ellos. Eran carcasas negras con las ventanas destrozadas y los tejados hundidos. Se quedaron atrás, una fila de cajas de aluminio retorcido abiertas al cielo.
Para entonces iban a tan sólo treinta kilómetros por hora, ya que el Bombero serpenteaba entre los montones de cenizas y los árboles caídos. Pasaron por encima de un arroyo. El agua era un abrevadero de lodo gris. El líquido mugriento arrastraba con pereza los escombros: Willowes vio un neumático, una bicicleta retorcida y lo que parecía ser un cerdo hinchado con un mono vaquero y la carne podrida infestada de moscas. Entonces se dio cuenta de que no era un cerdo y fue a taparle los ojos a Nick.
Se metieron en Biddeford. Era como si lo hubieran bombardeado. Las chimeneas negras sobresalían entre muros de ladrillo desmoronados. Había una hilera de postes telefónicos que tenían todo el aspecto de crucifijos a la espera de sus sacrificios. El edificio del Southern Maine Medical presidía el paisaje: una pila de bloques de color obsidiana de cuyo interior todavía brotaba el humo. Biddeford era un imperio en ruinas.
Por señas, Nick preguntó:
—¿Crees que la mayoría de la gente que vivía aquí huiría?
—Sí —respondió ella—. La mayoría huyó.
Era más fácil contar una mentira con las manos que cuando tenía que pronunciarla en voz alta.
Dejaron la ciudad atrás.
—Creía que veríamos refugiados —dijo Harper—. O patrullas.
—Cuanto más avancemos hacia el norte, sospecho que más humo encontraremos, además de otras toxinas en el aire. Por no mencionar la ceniza. El aire podría volverse venenoso muy deprisa. No para nosotros, claro. Creo que la escama de dragón que llevamos en los pulmones nos cuidará. Para los normales. —Esbozó una débil sonrisa—. Puede que la humanidad esté camino de marcharse, pero nosotros tenemos la suerte de formar parte de lo que venga después.
—Yupi —repuso ella mientras contemplaba el terreno desolado—. Mira nuestra buena suerte. Los mansos heredarán la Tierra. Aunque ¿quién va a querer lo que queda de ella?
El Bombero encendió la FM y recorrió una niebla de estática, unas voces lejanas, un coro de niños que llegaban a una nota aguda en una resonante catedral y después (a través de la niebla) dio con el sonido de una línea de bajo tintineante, casi juguetona, y con un hombre que gemía que su amante estaba decidida a largarse, largarse. La señal era débil y les llegaba a través de un enloquecedor crepitar de estática, pero John se inclinó hacia delante y la escuchó con los ojos muy abiertos antes de mirar a Harper.
Ella le devolvió la mirada y asintió.
—¿Estás escuchando lo que yo creo que estoy escuchando? —le preguntó.
—A mí me suenan a The Beat, sin duda —contestó Harper—. Siga conduciendo, señor Rookwood. El futuro nos espera. Llegaremos tarde o temprano.
—¿Quién iba a decirnos que el futuro sonaría tan parecido al pasado? —observó él.