22

Le horrorizó la idea de que ella sola se encargara de llevarlos remando hasta la orilla.

—Me sentaré a la izquierda —dijo—. El brazo izquierdo no me duele. Tú te sientas a la derecha y remamos juntos.

—No funcionará. No nos sincronizaremos en la vida. Empezaremos a remar en círculo y a dar vueltas y más vueltas.

—Bah, no será para tanto. Llevamos meses así.

Harper le lanzó una mirada asesina porque pensaba que se estaba riendo de ella, pero John se inclinó sobre la proa para empujar la barca hacia el agua, así que tuvo que ponerse a su lado para ayudarlo. Una mujer embarazada de ocho meses y un hombre que se recuperaba de un montón de costillas rotas. Y pensar que Carol les tenía miedo…

Cuando llegaron a las aguas poco profundas, se metió en la barca por el lateral y sacó las manos por la borda para coger las de John y ayudarlo a subir. Las botas de bombero chirriaron sobre el casco en busca de tracción, él se golpeó la muñeca mala y se quedó blanco como la cal. Se revolvió en la bancada, junto a Harper, y ella fingió que no lo había visto limpiarse las lágrimas con el pulgar. Levantó un brazo y le enderezó el casco con mucho cuidado.

Remaron; se echaban hacia delante y hacia detrás despacio, con precaución, y sus hombros se rozaban. La barca crujía y se deslizaba por el agua a oscuras.

—Cuéntame lo de Harold Cross —le pidió el Bombero.

La escuchó con la cabeza gacha mientras relataba la historia. Cuando terminó, John dijo:

—Harold no tenía demasiados amigos en el campamento, pero estoy de acuerdo: cuando se corra la voz de lo que hizo Carol, lo de llamar a la cuadrilla de incineración y demás, bueno…, será su final. De hecho, enviarla contigo es un gran acto de piedad. No cuesta imaginarse castigos mucho peores.

—Ella se vendrá conmigo —dijo Harper— y tú te quedarás aquí.

—Sí. Tengo que hacerlo. El padre Storey estará demasiado débil para cuidar él solo del campamento. Supongo que por eso me quiere a su lado. Me está reclutando.

Frunció los labios con un gesto amargo.

—De todos modos, no te irías. Tienes que cuidar de tu fuego privado.

—Nadie más lo entendería.

—Deberías dejarla marchar y venir conmigo. —Harper se dio cuenta de que no podía mirarlo mientras lo decía. Tuvo que volver la cara para contemplar el océano. El viento recogía la espuma de las crestas de las olas y ella podía fingir que el agua que le caía en la cara era de mar—. Aquí no estás a salvo. Hace tiempo que esto no es seguro. Encontrarán el Campamento Wyndham. El Hombre Marlboro y mi marido u otros como ellos, tarde o temprano.

Pensó en sus sueños y se estremeció al recordar a Nelson Heinrich con su jersey de estampados navideños manchado de sangre y su enorme sonrisa en el rostro despellejado.

No creía que el futuro fuera algo inalterable, no creía en las premoniciones. Ni siquiera creía en la emisora de radio psíquica del Hombre Marlboro, aunque parecía una suerte tremenda que apareciera justo el día que ella regresaba a casa. Pero sí que creía en el subconsciente y creía en prestar atención cuando le mostraba unas cuantas señales de alarma. Había dejado a Nelson con vida (ya estaba casi segura de ello) y eso eran malas noticias para todos. Y si Nelson nunca se recuperaba lo suficiente como para conducir a los Incineradores de la Costa al campamento, sería otra cosa. No se podía esconder una pequeña aldea para siempre.

Flotaban, habían dejado de remar. Al cabo de un momento, tras una señal silenciosa y sin palabras entre ellos, recogieron los remos y siguieron adelante.

—Me llevaré conmigo a Nick y a Allie —dijo Harper—. Da igual cómo salgan las cosas con Carol. Adoro a ese niño. Lo llevaré a algún lugar seguro… o más seguro que este.

—Bien.

—Sarah habría querido que los acompañaras, ya lo sabes. Habría querido que cuidaras de ellos.

—Sabes que no puedo. El anciano necesitará mi ayuda por aquí.

—Pues ve a buscarnos en cuanto se encuentre mejor.

—Ya veremos —respondió, aunque sonó a «no».

—John, su vida se ha acabado. La tuya no.

—Su vida no…

—Sí. Te lo dijo ella misma. La mantienes prisionera. Atrapada en una lata comida de óxido. Eres como Carol, que me ha dejado encerrada en la enfermería todo el invierno.

Se volvió hacia ella bruscamente, con el rostro transido de dolor.

—Eso es una mentira como la copa de un pino. No tengo nada que ver con… ¿Y cómo iba a decírmelo Sarah? Es una criatura de fuego. No puede decirme lo que quiere ni lo que siente. Perdió la capacidad de hablar cuando perdió su cuerpo.

—No. No sé qué es peor, que me mientas o que te mientas a ti mismo. Te oí gritarle. En otoño. Ella ya te ha pedido que la dejes ir.

—¿Y cómo…?

—Lengua de signos. La habla tan bien como tú, como mínimo.

Los dos habían dejado de remar, aunque el muelle estaba a la vista.

John Rookwood temblaba.

—Espía de mierda. ¿Cómo te atreves a escuchar mis…?

—Ahórrame tus insinuaciones paranoicas. Estabas borracho. Te lo noté en la voz. Cualquiera te lo habría notado en la voz a un kilómetro de distancia, por cómo gritabas.

Bajo el rostro de John, los músculos estaban en plena batalla. No dejaba de apretar y soltar la mandíbula, y respiraba de un modo extraño.

—Ha llegado el momento de permitir que ese fuego se consuma, John. Ha llegado el momento de dejar la isla atrás. Allie y Nick siguen en este mundo y te necesitan. Yo también. Nunca podré ser ella (nunca seré lo que ella significaba para ti), pero puedo intentar que merezca la pena.

—Chisss —dijo John mientras apartaba la vista y parpadeaba para contener las lágrimas—. No digas esas cosas tan horribles. No te subestimes. ¿Crees que no te quiero hasta reventar? ¿A ti, a tu ridículo vientre de preñada y a tu absurdo amor por Julie Andrews? Lo que odio, lo que odio de verdad, es lo infiel que me hace sentir. La enfermiza deslealtad que supone, que es…

—Estar vivo cuando ella no lo está. Seguir adelante.

—Sí. Exacto —respondió John, y apoyó la barbilla en el pecho. Las lágrimas le caían de la punta de la nariz—. Enamorarse es algo horrible. Por si te sirve de algo, he intentado relacionarme contigo lo menos posible. Verte lo menos posible. No sólo porque no quisiera enamorarme, sino porque tampoco quería que tú te enamoraras. Era consciente de lo difícil que te resultaría resistirte a mis múltiples encantos.

—Cuando te metes en la cabeza de una chica, es difícil sacarte —respondió Harper—. Más o menos como pasa con la espora.

Fuego
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