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Algunos minutos después de la medianoche, conforme marzo se convertía en abril, el camión de bomberos recorrió Little Harbor Road hasta llegar a Sagamore Avenue. Nick le hizo un gesto a Allie para que torciera a la derecha. Cuando llevaban más o menos un kilómetro, volvió a hacer gestos para que parase.

Allie se metió en la entrada del cementerio de South Street, que era tan antiguo como las colonias y abarcaba casi un kilómetro de ancho. Se detuvo frente a las puertas negras, cerradas con una pesada cadena y un cerrojo. Nick abrió la puerta del copiloto y se bajó del regazo de Harper.

El niño agarró la cadena con una mano y agachó la cabeza. El metal líquido siseó y le goteó entre los dedos. La cadena se partió en dos pedazos y Nick empujó la puerta para abrirla con la mano todavía echando humo. Allie entró con el camión y esperó. Su hermano volvió a meter las manos entre los barrotes, ató los dos pedazos de cadena con un nudo suelto y lo agarró con fuerza. Brotó más humo, los ojos se le pusieron rojos como ascuas y, cuando soltó la cadena, había soldado los eslabones.

El cementerio de South Street era una especie de ciudad en la que casi todas las residencias estaban situadas bajo tierra. Nick los guió por sus calles y callejones, por sus barrios serpenteantes y sus pastos abiertos. Siguieron hasta llegar a la calle de tierra que recorría la parte de atrás. Un segundo tipo de cementerio, más modesto, esperaba entre la hierba húmeda y la maleza: una docena de coches en diversas fases de descomposición, sucios, quemados y con las llantas al aire. Varios de ellos estaban enterrados en malas hierbas, islas de óxido en un mar de zumaque venenoso.

A un lado del lugar de último descanso para coches por los que nadie lloraba había un edificio de cemento feo y achaparrado con tejado de hojalata. Unas ventanas cubiertas de telarañas asomaban por debajo de los aleros. En un extremo del edificio había un par de puertas de garaje de aluminio ondulado. El centro de operaciones del personal de mantenimiento, suponía Harper…, de cuando aquel cementerio todavía tenía personal de mantenimiento. La hierba, que llegaba a la altura de las rodillas, crecía hasta los escalones de la entrada, lo que indicaba que hacía tiempo que no se acercaba nadie a fichar.

Más allá de los coches en ruinas había un amplio pozo de arena con escombros de algún tipo encima, oculto bajo unos toldos de plástico marrón superpuestos. Allie aparcó el camión de bomberos entre el agujero y un Pontiac Firebird que se había achicharrado hasta el bastidor. Buscó debajo del volante, encontró un par de cables pelados y trenzados el uno al otro, y los separó. Saltó un zumbido eléctrico y el motor tosió, se estremeció y paró.

Se quedaron sentados en silencio. A través de los robles del fondo del parque, Harper veía una bahía llana, una playa con guijarros y unos edificios a oscuras al otro lado del agua. Bienvenidos al cementerio de South Street. Nos quedan alojamientos con vistas. Es un vecindario muy tranquilo.

—Esto sólo nos servirá hasta que salga el sol. Después, el camión se verá desde el aire —comentó Renée.

Harper miró hacia las puertas del garaje del edificio de mantenimiento y se preguntó si dentro habría sitio para un camión de bomberos vintage. Nick se bajó de su regazo y abrió la puerta. Salió de un salto y se metió en la ventosa niebla.

—Además, creo que no estamos lo bastante lejos del Campamento Wyndham —siguió diciendo la mujer.

Hablaba con desinterés, en tono apagado. Estaba sentada a la izquierda de la enfermera, con Gilbert en brazos. El hombre se hallaba entre sus piernas, con la cabeza apoyada en el hombro de Renée, y ella lo abrazaba por la cintura.

—En el bosque hay un sendero. La distancia de aquí al campo de tiro con arco es de unos quince minutos. El verano pasado llegué paseando un par de veces.

—Pero son unos seis kilómetros por carretera —dijo Allie—. Y ellos esperan que sigamos conduciendo. No. Creo que este sitio podría servir si escondemos el camión debajo de… ¿Qué está haciendo? —preguntó, de repente, mientras se desabrochaba el cinturón de seguridad y bajaba del camión.

Nick se había subido a lo alto del pozo de arena. Retiró uno de los plásticos y dejó al descubierto un muladar de flores marchitas, coronas ennegrecidas y ositos de peluche mohosos. Por lo visto, hasta la tristeza tenía fecha de caducidad. Allie lo alcanzó, tiró de otra esquina del toldo y lo ayudó a arrastrarlo hasta el camión de bomberos. Sólo necesitaban un par de ellos para ocultar del todo el vehículo.

Harper se bajó, se llevó las manos a la parte baja de la espalda y se estiró para hacer crujir las vértebras. Le dolía todo, como si se estuviera recuperando de la gripe; todos los músculos y todas las articulaciones.

Volvió la vista atrás hacia Renée, que seguía en el camión.

—Vamos a tapar el camión y luego entraremos. —Como la mujer no contestaba, añadió—: Creo que deberías bajar de ahí.

Renée alzó los hombros a la vez que suspiraba.

—De acuerdo. ¿Me puede ayudar Allie a meter a Gil dentro?

Allie y Nick ya habían llevado el plástico hasta un lado del camión de bomberos. Allie se tensó y lanzó una mirada de inquietud a Harper. Esta asintió un poco con la cabeza.

—Por supuesto que sí, señora Gilmonton —afirmó la chica con un tono despreocupado que poco tenía que ver con su cara pálida de susto.

Bajaron el pesado cadáver del camión de bomberos con algo de torpeza. Renée lo sujetaba por debajo de las axilas, entre jadeos, y lo empujaba hacia la puerta del copiloto centímetro a centímetro. Allie lo agarró por los tobillos y, entre las dos, empezaron a sacarlo, pero Renée se golpeó la cabeza y soltó a Cline, así que la parte superior de su cadáver cayó de golpe. La cabeza se dio contra el escalón para subir a la cabina. Renée dejó escapar un chillido de terror y estuvo a punto de caer detrás de él.

—¡Oh, no! —exclamó—. Oh, no. Oh, no. Oh, Gil, soy demasiado débil. No sirvo para nada.

—Chisss, tranquila —dijo Harper mientras rodeaba a Renée y se inclinaba para coger ella misma a Gil por las axilas.

—No puedes hacerlo —la regañó la mujer—. Harper, déjalo. Estás embarazada de nueve meses.

—No es ningún problema —repuso la enfermera, aunque, al enderezarse, los tobillos le ardían y notaba pinchazos en la espalda.

Llevaron a Gilbert a través de la alta maleza; la hierba mojada le susurraba bajo la espalda. La cabeza le colgaba. Su expresión era estoica, casi paciente, y sus ojos grisáceos parecieron observar a Harper durante todo el camino.

Tuvieron que dejar al hombre muerto en el suelo cuando llegaron a la esquina del garaje para que Willowes pudiera tomarse un descanso y Allie intentase discernir cómo entrar. La puerta estaba cerrada y no había llave debajo del felpudo ni debajo de los maceteros de cerámica del escalón principal (maceteros llenos de tierra y una floreciente cosecha de malas hierbas decorativas). Pero Nick no pretendía entrar por la puerta. Recorrió la fachada del edificio mirando debajo de los aleros. Por fin se detuvo e hizo un gesto para señalar una de las ventanas. Estaba a metro y medio de su cabeza, más o menos, tan cerca de los aleros que costaba creer que dejara filtrarse algo de luz solar. La ventana era una ranura larga y estrecha, y faltaba un pedazo de cristal triangular de uno de los paneles, que estaba roto. Un hombre no podría meter la mano por el hueco, pero tal vez un brazo de niño sí que cupiera.

Nick necesitaba que Allie se agachara para subirse a sus hombros. Aun estando su hermana de pie del todo, el niño apenas llegaba al cristal. Tuvo que estirarse para meter una mano por el agujero del cristal y girar el pestillo. Lo abrió, se agarró al alféizar, se subió a él y desapareció de cabeza en la oscuridad.

Debía de haber algo al otro lado por lo que trepar, puede que estantes, porque Harper no lo oyó caer. Se esfumó sin hacer ruido.

—Me pregunto quién lo ayudaría a subir la última vez —dijo la enfermera y, cuando Allie la miró con curiosidad, ella señaló la ventana con la cabeza—. Está claro que lo ha hecho antes, pero es demasiado bajo para llegar él solo a la ventana.

La chica frunció el ceño.

Entonces se abrió la puerta y Nick asomó la cabeza mientras les hacía un gesto para que entraran; mi casa es vuestra casa.

Fuego
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