6

La nieve en polvo granulaba la noche. Harper vagaba por la oscuridad helada y la nariz le dolía de frío. Cuando entró en la casa, la luz ya empezaba a marcharse. En aquel momento, seis partidas de billar después, a saber qué hora era (¿las nueve? ¿Las diez?). Tenía calambres en las piernas por culpa del tiempo que se había pasado hecha un ovillo en el armario, detrás de la puerta de cristal tintado.

Jakob jugaba mejor al billar, pero al Hombre Marlboro se le daba mejor soportar la bebida. El gordo (sólo por su voz estaba segura de que pesaba, al menos, ciento treinta kilos) se había ido con unas bragas suyas en el bolsillo del abrigo mientras silbaba «Centerfold». Harper aguardó al menos treinta minutos antes de salir a rastras de su escondrijo, casi convencida de que Jakob y sus nuevos amigos seguían allí y la esperaban en silencio. Habían dejado la botella vacía de Balvenie bocabajo en una de las troneras laterales.

Debería haber estado destrozada, ahogada en sollozos o estremecida de miedo, pero vibraba como si acabara de bajar con los esquíes por una cuesta al límite de sus habilidades, tomando las curvas más deprisa que nunca antes. Había oído hablar de los subidones de adrenalina, pero no estaba segura de haber vivido uno antes de aquello. Apenas era consciente de que sus piernas la transportaban.

No sabía adónde iba hasta que llegó allí. Dejó atrás la entrada al Campamento Wyndham (la cadena que colgaba entre los monolitos de piedra, los restos del autobús calcinado) y siguió por Little Harbor Lane hasta que se convirtió en grava. Al cabo de treinta metros pasó a ser una rampa para barcas que se introducía en la oscilante espuma del Atlántico.

Y allí estaba la isla del Bombero. Una subida rápida por el rompeolas de piedra, un paseo de dos minutos por los guijarros y ya veía el muelle del campamento.

Le había prometido a Allie que regresaría al cabo de dos horas; quizás hubiera transcurrido el doble de tiempo. Temía enfrentarse a la chica, que seguramente ya estaba metida en un lío y que sin duda se habría pasado la noche muerta de preocupación. Decidió solemnemente que haría lo que fuera necesario para resarcirla.

Pero la muchacha tendría que preocuparse durante un ratito más. Había dejado a John Rookwood solo en la isla tres días con las costillas rotas, un esguince en el codo y una muñeca dislocada. Él había sido la única razón por la que se había escapado de la enfermería; sería un mal chiste regresar sin haberlo visto.

Además, a pesar de que Allie la hubiera informado de que planeaban convertir a los infractores en ejemplo para los demás, Harper no conseguía tomárselo demasiado en serio. Para ella era como volver a estar en primaria. Había reglas, por supuesto, y consecuencias si las rompías…, aunque tanto las reglas como las consecuencias las aplicaban los adultos a los niños, y ella era una adulta. Puede que un alumno se ganara una sanción por correr por los pasillos, pero si alguien del personal salía corriendo, seguro que tenía un buen motivo para ello. Quizá Ben se enfadara con ella, pero lo convencería y lo solucionaría todo. Se sentía tan amenazada por su autoridad (o la de Carol) como por un profesor. Al fin y al cabo, no era como si fuesen a obligarla a escribir cien veces en la pizarra: «No saldré del campamento sin permiso».

Remó a través de la oscuridad líquida que agitaba la barca. También notaba una especie de lenta marea en su interior, como si ella misma contuviera un mar más pequeño.

Llamó al marco de la puerta del cobertizo del Bombero.

—¿Quién anda ahí?

—Harper.

—¡Ah! Por fin. Te lo advierto, no estoy vestido.

—Te daré un minuto.

Respiró hondo el aire húmedo, salado y frío, y lo dejó salir convertido en un goteo de niebla blanca. Nunca le había echado un vistazo a la isla, así que subió por la gran duna central para contemplar el paraje desde el punto más alto.

La roca no era gran cosa. Menos de una hectárea de largo, con forma de ojo. Una cresta central que recorría la isla en sentido longitudinal, con el pequeño cobertizo de John a un lado. En la punta sur estaban las ruinas de una casa de huéspedes, un rectángulo derrumbado de vigas carbonizadas que se asomaban a través de una capa de nieve fina como una sábana. Por un momento, le sorprendió ver el barco: estaba justo por encima de la playa de guijarros de la cara oriental de la isla, un velero de diez metros de eslora que descansaba en su soporte de acero inoxidable, con la cubierta tapada por una lona blanca tirante. Entonces recordó que el padre Storey había mencionado que allí había una nave, que había hablado de ir en busca de Martha Quinn. Si seguía nevando, pronto parecería formar parte del paisaje, como una gran duna blanca que destacara sobre las demás.

El frío le estaba dejando las mejillas entumecidas. Retrocedió por la arena y entró en el cobertizo del Bombero sin llamar. Dio unos pisotones con las botas y se restregó las manos para sacudirse la nieve.

—¡Willowes! ¡Nunca me había alegrado tanto de ver otro rostro humano! Es como si tuviera un coche aparcado en el pecho. No me dolía nada tanto desde que se separaron los Guns N’ Roses.

—Lo siento —respondió, y soltó la bolsa de la compra de tela que llevaba encima—. Ha sido un día ajetreado.

Abrió la boca para contarle lo de Jakob y el Hombre Marlboro, y que habían estado a punto de descubrirla, pero se calló.

John estaba sentado en su catre y seguía en cueros, salvo por el cabestrillo que ella le había improvisado con un carcaj de lona. Su única concesión al pudor había sido colocarse la sábana arrugada sobre el regazo y alrededor de las caderas. Tenía toda la piel cubierta por la escritura del diablo en negro y oro. Los moratones de debajo de la escama se habían oscurecido hasta adoptar tonos de mora y granada. A Harper también le dolía el pecho con tan sólo mirarlo.

—Sigues sin estar vestido —comentó.

—Bueno, no estaba seguro de si debía molestarme. ¿Acaso no vas a examinarme? Parecía mucho esfuerzo para volver a desvestirme. Y ¿dónde has estado? Llevo días varado en este embarrado pedazo de arena sin nadie con quien hablar más que yo mismo.

—Al menos has mantenido conversaciones con alguien que te cree inteligente.

John miraba la bolsa de tela con aire rapaz.

—Será mejor que ahí dentro haya morfina. Y cigarrillos. Y café recién molido.

—Ojalá tuviera morfina. De hecho, tenemos que hablar sobre eso.

—¿Cigarrillos?

—Ahora mismo no tengo cigarrillos para usted, señor Rookwood —respondió, y eligió sus palabras con cuidado; no era mentira, aunque tampoco era del todo cierto. Empezaba a ganar práctica con las evasivas—. Considéralo una oportunidad para dejarlo antes de que el humo te mate.

—¿Crees que el tabaco me va a matar? Enfermera Willowes, los que deben preocuparse por su salud cuando echo humo son los demás. Entonces, será mejor que haya café.

—Te he traído unas hojas de té estupendas…

—¡Té! ¿Crees que quiero té?

—¿Por qué no? Eres inglés.

—¿Así que piensas que bebo té? ¿Cómo es eso? ¿Me imaginas paseando entre la niebla de Londres con una gorra orejera mientras hablo con mis compadres en pentámetros yámbicos? Tenemos Starbucks, señora.

—Ah, bien, porque también he traído unos paquetes de Starbucks instantáneo.

—¿Por qué no lo has dicho antes?

—Porque es muy divertido decepcionarte. ¿Y si pongo el hervidor mientras tú, al menos, te pones los pantalones? No recuerdo que haya heridas por debajo de la cintura que requieran de mi opinión médica.

John recorrió con la mirada vidriosa el suelo y alargó un pie huesudo hacia sus pantalones de bombero.

Harper respiró hondo para contarle lo de haber ido a su casa… y volvió a retrasarlo añadiendo:

—¿Siempre quisiste ser bombero? ¿Cuánto hace que te vistes como uno? ¿Desde que eras pequeño?

Era la adrenalina la que hablaba. ¿Así era como se sentía la gente después de saltar en paracaídas? Le temblaban las manos.

—En absoluto. Quería ser estrella del rock. Quería llevar pantalones de cuero, pasarme los fines de semana en la cama con modelos drogadas y escribir canciones llenas de acertijos pretenciosos.

—No sabía que entendieras de música. ¿Qué instrumento tocabas?

—Ah, no llegué a aprender a tocar ninguno, parecía demasiado trabajo. Además, mi madre era sorda y mi padre un matón, así que la educación musical nunca fue una prioridad en mi familia. Lo más cerca que estuve de la vida de una estrella del rock fue cuando vendía drogas.

—¿Eras camello? Creo que eso no me gusta. ¿Qué drogas?

—Hongos alucinógenos. Parecía una forma sensata de sacarle provecho a mi carrera de Botánica. La micología siempre había sido mi campo de estudio. Vendía una forma de psilocibina llamada Pito de Pitufo que era bastante azul, bastante popular y bastante deliciosa mezclada con huevos. ¿Le gustaría compartir conmigo una tortilla de Pito de Pitufo alguna vez, enfermera Willowes?

Ella le dio la espalda para ofrecerle un poco de intimidad mientras se ponía los pantalones.

—La escama de dragón… es una especie de espora, un hongo. Debes de saber mucho sobre ella.

John no contestó. Ella volvió la vista atrás y se percató de que había puesto Gira de bendito inocente. Ni siquiera intentaba recoger los pantalones, que seguían enredados a sus pies. Le fastidiaba que no se vistiera. Tenía la esperanza de que no fuera tan raro. Apartó la vista.

—¿Por eso puedes controlarla? ¿Usarla? ¿Evitar que te abrase vivo como si estuvieras cubierto de amianto? ¿Es porque comprendes algo que los demás no entienden?

Él canturreó algo y dijo:

—No estoy seguro de entender la escama; es más bien que la he ayudado a entenderme a mí. Las sartenes están en la caja que hay bajo el horno.

—¿Para qué necesito una sartén?

—¿No vas a preparar unos huevos?

—¿Tienes huevos?

—No. ¿Y tú? ¿En esa bolsa de la compra? Por amor de Dios, enfermera Willowes, ¡algo bueno habrás traído!

—Siento decirte que no te he traído ni huevos ni café de tueste francés ni morfina. Lo que he hecho es caminar cinco kilómetros y estar a punto de darme de bruces con una cuadrilla de incineración con tal de conseguirte una codera y esparadrapo para la muñeca. Y en la cuadrilla estaba mi ex marido. —Sintió un repentino cosquilleo detrás de los ojos, aunque se negó a que se convirtiera en otra cosa—. También te he traído un poco de té suelto porque soy amable y pensé que te animaría, y ni siquiera te he pedido que me des las gracias. Lo único que te he pedido es que te pusieras los pantalones, pero ni siquiera eres capaz de hacer eso porque supongo que te excita estar desnudo y saber que eso me incomoda.

—No puedo.

—¿Que no puedes qué? ¿Que no puedes darme las gracias? ¿Que no puedes disculparte? ¿Que no puedes demostrar algo de cortesía humana básica?

—Que no puedo ponerme los pantalones. No puedo agacharme para recogerlos, duele demasiado. Y has sido muy amable y por supuesto que debería haberte dado las gracias. Te las doy ahora: gracias, enfermera Willowes.

Su evidente remordimiento la desinfló un poco. Se le estaba pasando el chute de adrenalina, y aquello era como una marea que retrocede y deja al aire el cansancio que se esconde debajo.

—Lo siento. Han sido dos días muy largos y acabo de pasar por la peor parte. Regresé a casa para recuperar algunos suministros y entonces apareció Jakob con su nuevo grupo de amigos. Uno de ellos era ese matón de la radio, el Hombre Marlboro, el que siempre está presumiendo de todas las colillas que se ha cargado. Tuve que esconderme. Mucho rato.

—¿Que fuiste a casa? ¿Sola? ¿Por qué no enviaste a alguien?

—¿A quién? Los Vigías son todos niños. Niños cansados y hambrientos. No me apetecía poner en peligro a ninguno. Tampoco podía enviarte a ti, tal y como tienes las costillas. Además, sabía dónde buscar lo que quería, parecía más sensato ir yo. No me contaste lo que le había pasado a mi casa.

—¿Que tu ex había decidido reformarla con una quitanieves de dos toneladas? Supuse que habías tenido suficiente por una semana. ¿Por qué añadir más tristeza? ¿Estás bien?

—Estaba… asustada. Los oí hablar de mí. Y también de ti.

—¡No me digas! —exclamó, encantado.

—Sí. Hablaban de un hombre que había conseguido convertir la escama de dragón en un arma, de alguien que podía lanzar llamas y que iba por ahí vestido de bombero. No acababan de decidir si eras de verdad o una leyenda urbana.

—¡Ah! ¡Por fin voy de camino a convertirme en una estrella del rock!

—Sobre todo hablaban de las cosas que les han hecho a los enfermos. El Hombre Marlboro lleva un registro de todos los números de la cuadrilla y estaba hablando de quién había matado a más gente, quién había matado a más personas en un día, quién había matado a la chica más fea, quién había matado a la chica más buenorra. Era como si hablase de las estadísticas de su equipo de béisbol virtual.

El locutor le había dado la enhorabuena a su ex por «reventarse las pelotas» el día de Año Nuevo. Harper tardó unos cuantos minutos en percatarse de que no estaba hablando de sexo, sino de asesinatos. Jakob había usado su Freightliner para aplastar un Nissan con una familia enferma dentro: un hombre, una mujer y sus dos hijos. El coche había quedado hecho una tortita. Los cadáveres salieron despachurrados entre los restos como si fueran pasta de dientes, o eso decía el Hombre Marlboro. Jakob había aceptado sus halagos sin comentar nada, sin expresar ni orgullo ni horror.

Qué curioso: pensar que el hombre con el que se había casado, un hombre al que había amado y al que había estado dedicada en cuerpo y alma, había cometido varios asesinatos. Había matado y pretendía volver a hacerlo. Dieciocho meses atrás, se pasaban las noches acurrucados en el sofá mientras veían Master of None.

—Me daba miedo empezar a temblar y que me oyeran, que oyeran cómo me castañeteaban los dientes. Entonces se fueron y, cuando supe que era seguro, que iba a salir con vida de la casa, me…, me sentí…, como si alguien me hubiera lanzado una granada y, por algún motivo, no hubiera estallado. Salí de allí con la cabeza rellena de algodón y las piernas de goma. ¿No me vas a regañar?

—¿Por ser idiota y meterte en un lío tú sólita?

—Sí.

—Nah. No se me ocurren dos cualidades que admire más. Aunque me alegro de que hayas vuelto. Llevo muchos días sin tomar café.

Cuando se volvió, el Bombero estaba bostezando con un puño en la boca, los ojos cerrados con fuerza y la sábana caída de modo que se le veía la línea de la cadera. Se sorprendió de la reacción que le provocaba ver aquel cuerpo delgaducho y peludo, la tupida mata de pelo sobre su pecho hundido y magullado. Sintió una punzada de deseo físico, rubicundo y absurdo, donde un minuto antes no había nada.

Se acercó a la cama e intentó protegerse con una actitud enérgica.

—Levanta las piernas.

Él alzó los pies. Harper le subió los pantalones hasta las rodillas y después se sentó a su lado para meterle un brazo bajo las axilas.

—A la de tres, levanta tu culo peludo.

Pero fue ella la que tuvo que cargar con casi todo el peso y, al levantarlo, lo oyó: el silbido al inhalar, el estremecedor inicio de un jadeo reprimido al instante. El poco color que le quedaba en la cara desapareció del todo.

—Lo peor no es el dolor cuando me muevo, sino el escozor en el pecho cada vez que respiro. No puedo dormir de lo mucho que me escuece.

—Que escueza es bueno. Me gusta que escueza, señor Rookwood. Los huesos escuecen cuando se están soldando.

—Supongo que me sentiré mejor cuando me vendes el pecho.

—Hm, no, lo siento, eso ya no se hace. No queremos comprimir los pulmones que necesitas para respirar. Aunque sí me gustaría vendarte la muñeca y ponerte la codera en su sitio.

Le subió la codera elástica por el antebrazo, la colocó bien y se puso a trabajar con su muñeca, que estaba hinchada y muy morada. Le colocó algodones a ambos lados, la enrolló con esparadrapo una y otra vez, muñeca arriba y muñeca abajo, hasta crear una especie de escayola rígida pero cómoda alrededor de la articulación. Después, levantó el brazo derecho para echar un vistazo a su costado descolorido. Le recorrió las costillas con los dedos para localizar todas las fracturas. Intentó no disfrutar en absoluto con los bultos de su columna ni con las filigranas de escama de dragón que le adornaban la piel. Era imposible calcular a cuánta gente había matado la espora, pero, a pesar de todo, no podía evitar pensar que era preciosa. Por supuesto, estaba muy salida, lo que no ayudaba.

—Puede que te espere algo peor que una regañina de Ben Patchett —dijo el Bombero—. Y puede que Tom Storey te reciba con una mirada muy reprobadora y unos suspiros muy tristes. No hay nada que te haga sentir más rastrero y avergonzado que decepcionar al anciano. Es como decirle al Santa Claus de un centro comercial que sabes que su barba es falsa.

—No creo que tenga problemas con el padre Storey.

Él la examinó con detenimiento y perdió todo el buen humor.

—Será mejor que me lo expliques ya.

Le contó que había trepanado al padre Storey con un taladro desinfectado con oporto. Le contó que se había encontrado con Ben en la cámara frigorífica, donde el hombre tenía esposados a los prisioneros, y que llevaba un paño con piedras. Después tuvo que volver atrás en el tiempo para describirle su última conversación con el padre Storey, en la canoa.

El Bombero no hizo demasiadas preguntas… No hasta que ella le relató su última charla con el anciano.

—¿Iba a exiliar a una pobre chica por robar una taza y unas latas de carne en conserva?

—Y un medallón. Y La madre portátil.

—Aun así —repuso, meneando la cabeza—. No parece propio de Tom.

—No iba a exiliarla porque robara algo, sino porque era peligrosa.

—Y lo sabía porque se había enfrentado a ella y ella… ¿qué?, ¿lo había amenazado?

—Algo así.

Pero Harper frunció el ceño. En aquel momento le costaba recordar qué había dicho Tom con exactitud y cómo lo había dicho. Era como si la conversación hubiera tenido lugar hacía meses y no días. Le exasperaba lo difícil que le resultaba repetir las palabras que había pronunciado sobre la ladrona; en algunos momentos le parecía que jamás la había mencionado.

—¿Y por algún motivo decidió que tenía que irse al exilio con esa ratera?

—Para cuidar de ella. Pretendía salir en busca de la isla de Martha Quinn.

—Ah, la isla de Martha Quinn. Me gusta imaginar que está repleta de refugiados de los ochenta que van por ahí vestidos con licra y piel de leopardo. Espero que Tawny Kitaen esté allí, fue la estrella de mis primeras fantasías sexuales. ¿A quién pensaba dejar Tom al mando del campamento?

—A ti.

—¡A mí! —Se rió—. ¿Seguro que no dijo todo esto después de recibir el porrazo en la cabeza? No se me ocurre nadie peor para el puesto.

—¿Qué me dices de Carol?

Aunque estaba sonriendo, al oír la pregunta perdió el buen humor.

—Tener a Carol de suma sacerdotisa me hace tanta gracia como recibir otra patada en las costillas.

—¿Crees que no tiene buenas intenciones?

—Estoy seguro de que las tiene. Cuando tu Gobierno les hacía el submarino a unos pobres cabrones para encontrar a Bin Laden, tenía buenas intenciones. El padre de Carol ejercía una buena influencia sobre ella, la moderaba; era un bálsamo para una personalidad muy frágil. Sin él, bueno, tiene encima la amenaza de las patrullas de cuarentena, la policía y las cuadrillas de incineración en el exterior, y a la ladrona y esos dos prisioneros presionando en el interior. El miedo no impulsa a la gente a moderarse en el uso de tácticas extremas. Y menos a la gente como ella.

—No sé, ni siquiera quería aceptar el puesto. Lo rechazó tres veces antes de aceptar. Igual que César. Ojalá Sarah… —Dejó la frase a la mitad y lanzó una mirada de frustración al horno. Luego bajó la vista y lo intentó de nuevo—. No es que Sarah hubiera mantenido a raya a Carol ni tampoco que le hubiera intentado quitar el control del campamento; nada de eso. Sin embargo, habría intentado lanzarle un salvavidas a su hermana pequeña si la hubiera visto ahogándose. Eso es lo que me preocupa, ¿sabes? Es malo que Carol se ahogue en su propia paranoia, aunque lo peor es que las personas que se ahogan arrastran a otros con ellas, y Carol, ahora mismo, está agarrada a todo el campamento.

Un nudo de madera estalló dentro del horno con un crujido seco.

—¿Cómo era Sarah? Imagino que no como su hermana. ¿Más como Tom?

—Tenía el sentido del humor de Tom. No he conocido a nadie tan duro como ella. Se lanzaba sobre las cosas como si fuera una bola en una bolera. Allie tiene parte de eso, ya lo has visto. Siempre me hizo sentir como uno de esos diez bolos. —Miró hacia las llamas que saltaban en el horno con expresión contemplativa… y después volvió la cabeza para dedicarle a Harper una sonrisa muy dulce, casi infantil—. Supongo que es una descripción precisa de cierta clase de amor, ¿no?

Fuego
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