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Cuando la barca de remos chocó contra el borde del muelle, Harper examinó la orilla por si estaba Cargill, pero no. Había dejado su caña en las rocas. Se había llevado el fusil.
Era probable que hubiese acudido a informar a Carol de que ocurría algo raro. No pasaría nada. Se iba a enterar en cuestión de minutos, de todos modos.
Para una mujer embarazada era un arduo trabajo trepar por esa colina tan escarpada, de manera que respiraba con dificultad cuando llegaron a la enfermería. Tenía la cara cubierta de un sudor muy desagradable y, justo cuando iban a subir los escalones de la entrada principal, sintió una contracción tan fuerte que casi le cedieron las piernas. Se dobló mientras se agarraba el abdomen con una mano y dejó escapar el aliento entre los dientes.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó John.
Ella asintió y le hizo un gesto con la mano para que siguiera andando. No le quedaba aire para hablar, aunque la contracción ya remitía y la dejaba con un dolor sordo y la sensación de haberse tragado una piedra.
Lo siguió hasta la sala de espera, que estaba vacía. Supuso que Michael estaría en la habitación contigua. El Bombero apartó la cortina de color musgo y entró en la enfermería, con Harper detrás.
—Padre… —empezó a decir él, pero la culata de un fusil lo golpeó en un lado del cuello con un ruido que revolvía el estómago.
Cayó como si lo hubieran cortado por la mitad.
Harper abrió la boca para gritar, pero Michael ya había girado el fusil para apuntar a Nick con él. El niño estaba dormido en su cama, con las manos cruzadas con delicadeza sobre el estómago y la barbilla tocando el pecho. Frunció el ceño, pensativo, como si intentara recordar algo que debía saber.
—No lo haga, por favor. No me gustaría tener que disparar a un niño —dijo Michael.
La cabeza del padre Storey estaba girada de modo que parecía mirar a Harper, pero, viera lo que viera en aquel momento, no estaba en la habitación. Se le había oscurecido el rostro hasta adoptar un tono que recordaba a las nubes de una tormenta de verano. La intravenosa estaba tirada en el suelo. Se le había salido la aguja del brazo. En las sábanas blancas se veían unos relucientes puntos rojos.
Michael siguió hablando, casi como si se disculpara:
—En las próximas horas se sabrá que usted asesinó al padre Storey para cerrarle la boca. Que pensaba matar a Carol y a Ben para hacerse con el control del campamento. Tengo cuanto necesito para que todos se lo crean, pero ayudaría bastante si usted reconociera que es cierto, señora. Sé que no tiene razón alguna para confiar en mí ahora mismo, pero le juro que, si hace eso por mí, si reconoce que Rookwood y usted pretendían matar a Carol, le juro que impediré que Allie y Nick mueran con usted. Yo cuidaré de ellos.
Harper se agachó al lado de John, que se había derrumbado de lado. Le tomó el pulso, y vio que era firme y lento. Ella temblaba. Al principio creyó que era de pena. Sin embargo, al hablar, descubrió que era de rabia.
—Carol y tú asesinasteis a Harold Cross.
—Yo no le disparé. Fue Ben Patchett —respondió Michael—. Iba a hacerlo yo, pero después supuse que lo mejor sería que disparase Ben. Así que le di el fusil. Además, los dos últimos meses que pasó aquí llegué a tomarle un poco de cariño a Harold. Me estaba enseñando a jugar al ajedrez. Tengo mis sentimientos, como todo el mundo. La verdad es que no quería ser yo el que lo derribara.
—Tú eras el que lo sacaba a escondidas de la enfermería —dijo Harper—. Pero en su cuaderno te llamaba…
«JR», recordó. Harold lo escribía todo en mayúsculas, como un grito, así que ella había supuesto con toda naturalidad que las letras eran las iniciales de John Rookwood. Y entonces supo por qué Michael le recordaba a su sobrino. Había sido su subconsciente, que le hacía llegar otra señal de alarma para intentar avisarla de lo único que Michael tenía en común con el dulce e inocente Connor Willowes… «Júnior».
—Sí, así me llamaba Harold casi siempre: Michael Lindqvist Júnior. Lo único que me dio mi padre fue su nombre, si quiere que le diga la verdad. Su nombre y, de vez en cuando, el dorso de la mano.
—Nadie va a creerse que haya matado al padre Storey después de mantenerlo con vida durante tres meses.
—Sí que se lo creerán. Ya había intentado matarlo a hurtadillas unas cuantas veces, le había pinchado insulina para provocarle los ataques. Entre los dedos de los pies. Pero no pudo seguir haciéndolo porque Nick estaba aquí y la tenía vigilada todo el tiempo. Y se asustó y perdió el valor.
Sujetaba el fusil con una mano y apuntaba con él a Nick, que estaba al otro lado del cuarto. Entonces, con la mano libre, la agarró por el pelo corto y le tiró de la cabeza.
—Esto es importante. Esta parte. Que no se le olvide: le pinchó insulina. Esperaba que muriese de una forma que pareciera natural. También lo intentó con la cirugía cerebral, le metió el taladro en el cerebro. Hizo todo lo que pudo por terminar con él, pero estaba protegido.
—¿Protegido? ¿Cómo?
—Por la Luz —respondió Michael sin más, muy tranquilo—. Su mente y su alma ya no están sólo en su cuerpo, sino también en la escama de dragón de su piel. Están resguardadas para siempre en la Luz, como las copias de seguridad de los archivos, que se guardan en un disco duro externo. Ha escrito una nota en la que habla de cómo la Luz lo había mantenido a salvo durante todos estos meses. Lo obligué a escribirla antes de matarlo. Podría haberla escrito yo, pero supuse que quedaría mejor con su letra. Está bajo su almohada. Dejaré que sea Carol la que la encuentre. —Alargó una mano hacia la encimera, cogió una jeringa y se la ofreció—. Ahora, pínchese. Pero no en la muñeca ni en el cuello. En el culazo. Quiero que vean que la pillé desprevenida.
—No.
—Entonces supongo que intentó quitarme el arma y que Nick recibió un disparo en el forcejeo —le dijo Mike—. Me habría ahorrado muchos problemas si la hubieran matado hace unos meses, tal como se suponía que debía pasar, ¿sabe? Llamé a los Incineradores de la Costa para avisarles de que iba a casa en busca de suministros médicos. No sé por qué no la encontraron. Los llamé de nuevo la noche que fueron a asaltar la ambulancia. No tengo ni idea de cómo consiguió escapar las dos veces.
—¿Cómo los llamaste? Creía que Ben se había llevado todos los teléfonos.
—¿Y quién cree que los recogió? Me guardé un par de ellos para mí.
Le sorprendía y horrorizaba haber pensado, aunque fuera por un momento, que el Hombre Marlboro de verdad tuviera el don de la profecía, algún tipo de acceso sobrenatural a un conocimiento secreto. Le daba la impresión de que ni siquiera los niños del colegio de primaria en el que trabajaba se habrían tragado una idea tan absurda.
—Ya basta de gilipolleces —dijo Michael—. Pínchese de una vez.
Harper cogió la jeringa y miró el líquido transparente del interior.
—¿Qué es?
—¿Midazolam? ¿Es bueno? Lo tenía con los otros medicamentos potentes. No sé mucho sobre sedantes. Una vez drogué a Allie… El día que nos libramos de Harold. Necesitaba darle al gordito la oportunidad de salir del campamento y ella estaba de guardia. Pero, por aquel entonces, todavía tenía las pastillas que mi madre guardaba en el botiquín, así que sabía lo que estaba haciendo cuando se las eché en el descafeinado.
—Michael, por favor, estoy embarazada de ocho meses. No sé lo que le haría el midazolam al bebé. No tengo ni idea.
—Da igual lo que le haga al bebé. Lo querremos aunque sea un retrasado o un tullido. Carol cuidará de él, se asegurará de criarlo como es debido. El campamento entero lo hará. Y no se preocupe, conozco a mi amada. Carol le sacará el bebé de dentro antes de ejecutarla. Se lo arrancará y lo querrá como si fuera suyo. Encontré un libro de medicina en la biblioteca del campamento en el que se explica, más o menos, cómo hacer una cesárea. No parece tan difícil. Seguro que entre Don Lewiston y yo nos las apañamos. Don estará buscando el modo de evitar que lo maten junto con usted y el Bombero. Venga, vamos. Clávese esa aguja. Soy hombre de pocas palabras. Me va la acción.
—Si intentáis practicarme una cesárea sin tener conocimientos médicos, me asesinaréis y asesinaréis a mi bebé.
—Qué va. Además, vamos a dejarla despierta. Puede guiarnos. ¿Verdad?
—Dios mío —dijo Harper mientras le caía la primera lágrima por la mejilla—. ¿Cómo puedes hacerle esto a Allie? Matar a su abuelo. Amenazar a su hermano. Ella te quiere. Creía que tú la querías.
—Supongo que la quiero, en cierto modo. Pero no es Carol. Carol todavía es virgen. Treinta años y todavía no ha sangrado. Quiere que yo sea el primero. Dice que lleva toda la vida esperándome.
Parecía un iluminado, tenía un brillo extraño en los ojos. Harper recordó que Ben decía haber visto a Michael y a Allie enrollándose como locos detrás de la capilla la misma noche que el padre Storey había recibido el golpe en la cabeza. No obstante, a oscuras no resultaría difícil confundir a la sobrina con la tía. La misma actriz podría haberlas interpretado en la película.
—Tom me aseguró que su hija nunca le haría daño. No puedo creerme que estuviera tan equivocado —murmuró Harper.
Le sorprendió ver unas manchas de color rojo aparecer en las mejillas de Michael. El chico se llevó un dedo a los labios, casi como si la mandara callar.
—Bueno, podría decirse que eso ha sido cosa mía. Carol me contó que el padre Storey sabía que nos habíamos encargado de Harold, aunque creía que, cuando tuviera tiempo para pensar sobre ello con calma, aceptaría lo que habíamos hecho. Pero entonces me reuní con todos ustedes para ir a rescatar a los presos. Y, por el camino hasta el agua, el padre Storey me llevó a un lado y me advirtió de que íbamos a tener que encerrar a la madre Carol cuando volviéramos. Encerrarla y después exiliarla. Estaba bastante enfadado. Supuse que lo más fácil era que muriese por el campamento. Le diré una cosa, ese hijo de su madre tenía una cabeza bien dura. Lo golpeé con mi porra con tanta fuerza como para convertir una sandía en zumo, y el tío tardó como diez segundos en caer. Se quedó donde estaba, balanceándose, mientras me miraba con una especie de sonrisa de pasmo pintada en la cara.
—Cuando Carol se entere de lo que le has hecho a su padre, ordenará que te maten. Te matará ella misma.
—No se enterará.
—Se lo contaré.
—Será mentira. Todo lo que usted diga será mentira. Y me aseguraré de que Nick y Allie mueran con usted. O después. Lo que sea. Su única oportunidad de proteger a esos niños es lanzarse sobre su propia espada.
—No puedes…
—Se acabó la charla —dijo Michael, y miró a Nick—. Como diga una palabra más, la que sea, le juro por Dios que esparciré la cabeza hueca de ese niño sordo por la puta almohada. Pínchese. Ya.
Harper se pinchó.