12
Cuando su móvil estaba a punto de expirar, supo que había llegado el momento de hacer la llamada que había estado posponiendo, que si esperaba otro día más quizá no pudiera hacerla nunca. Se sirvió una copa de vino blanco para relajarse y llamó a su hermano. Respondió su cuñada.
Lindy, de veintipocos años, se había valido de su afición a follarse a los bajistas de grupos de rock de segunda para conseguir trabajo en un estudio de grabación de Woodstock, que era lo que estaba haciendo cuando conoció a Connor. Él tocaba el bajo para una banda de metal progresivo llamada Unbreakable, nombre elegido porque creían que eran irrompibles de verdad y que no se separarían nunca. Pero lo hicieron. Connor acabó con una calva del tamaño de un platillo de té y un trabajo instalando jacuzzis. Lindy se convirtió en monitora de un gimnasio de lujo en el que enseñaba pole dancing aeróbico a amas de casa, lo que ella comparaba con ser una adiestradora de morsas: «Te entran ganas de lanzarles unas sardinas cuando consiguen dar una vuelta completa sin caerse». Al poco tiempo de aquello, Harper dejó que caducara su suscripción al gimnasio. No podía evitar preguntarse qué dirían de ella sus monitores en privado.
—¿Cómo estás, Lindy? —le preguntó.
—No lo sé. Tengo un niño de tres años, estoy demasiado cansada para pensar en cómo estoy. Pregúntamelo otra vez dentro de veinte años, si alguno de nosotros sigue con vida. Imagino que quieres hablar con Connor. —Bajó el teléfono y gritó—: ¡Con…, tu hermanita!
Connor cogió el teléfono.
—¡Hola! ¡Si es mi hermanita! ¿Qué te cuentas?
—Tengo una noticia importante.
—¿Es lo del monje? ¿El monje de Londres?
—No, ¿qué monje?
—Ese al que han matado cuando intentaba entrar en la BBC. ¿No sabes lo del monje? A él y a tres más. Estaban todos enfermos, enfermos desde hacía tiempo; este monje llevaba rondando por ahí con la escama desde febrero. Creen que podría haber infectado a miles de personas, literalmente. Piensan que quería contagiar al personal de las noticias por algún tema político. Terrorismo por enfermedad. Un pirado hijo de puta. Estaba encendido como una bombilla cuando lo derribaron.
—No es una enfermedad, ¿sabes? No en el sentido tradicional. No es un germen; es una espora.
—Aja. Hablaron con sus seguidores cuando los detuvieron. Les decía que podían aprender a controlar la infección y a no infectar a los demás. Que podrían irse a casa, vivir entre la gente normal y que, si infectaban a alguien a quien quisieran, también podrían enseñarle a no estar enfermo. Seguro que tenía los sesos llenos de esa cosa. Tú tenías pacientes así en el hospital, ¿verdad? Locos con la espora por todo el cerebro, ¿no?
—Al final se mete en el cerebro, pero no sé si fue eso lo que volvió locos a algunos pacientes. Enterarte de que puedes arder en cualquier momento te supone una gran presión mental. Puede que lo más sorprendente sea que algunos permanezcan cuerdos.
Se le ocurrió que pronto descubriría si la escama tenía algún efecto sobre la salud mental. Con toda probabilidad en aquellos momentos empezaba a entrarle en el cerebro.
—¿Pasa algo más, aparte del monje terrorista? —preguntó Connor.
—Estoy embarazada.
—Estás… ¡Dios mío, Harpo! ¡Dios mío! ¡Lindy! ¡Lindy! ¡Harpo y Jake están embarazados!
De fondo, Harper oyó a Lindy decir:
—Está embarazada.
Lo repitió en un tono neutro, sin celebración alguna. Después añadió algo en voz baja; parecía una pregunta.
—¡Harpo! —dijo Connor, que intentaba parecer alegre, aunque le notaba la voz tensa; entonces supo que Lindy había hecho algún comentario desagradable—. Estoy muy, muy contento por vosotros. Ni siquiera sabíamos que lo estabais intentando, pensábamos…
Por detrás, aunque a un volumen perfectamente audible, Lindy dijo:
—Pensábamos que sería una locura quedarse embarazada en medio de una plaga después de haber pasado varios meses en contacto con gente infectada.
—¿Lo saben papá y mamá? —preguntó su hermano, azorado. Luego, antes de que pudiera responder, añadió—: Espera.
Lo oyó llevarse el teléfono al pecho para que no oyese nada, un gesto que le había visto hacer mil veces. Esperó a que volviera con ella, cosa que al final hizo.
—Oye —le dijo sin aliento, como si acabara de subir corriendo unas escaleras. Puede que lo hubiera hecho para huir de Lindy—, ¿dónde estábamos? Estoy muy contento por vosotros. ¿Ya sabes si es niño o niña?
—Es demasiado pronto. —Harper respiró hondo y preguntó—: ¿Qué te parecería que fuera a visitaros una temporada?
—Me parecería que tendría que disuadirte. No es buena idea salir a la carretera tal y como están las cosas. No puedes recorrer ni cincuenta kilómetros sin dar con un bloqueo, y eso no es lo peor. Si te ocurriera algo, jamás me lo perdonaría.
—Pero si pudiera llegar hasta allí, hipotéticamente hablando, ¿qué pasaría si me presentara en vuestra puerta mañana?
—Empezaría por un abrazo y ya veríamos cómo seguir. ¿Está Jakob de acuerdo con este plan? ¿Es que conoce a un tío con un avión privado o algo así? Pásamelo, que quiero darle la enhorabuena.
—No puedo pasártelo, ya no vivimos juntos.
—¿Qué quieres decir con que no…? ¿Qué ha pasado? —preguntó Connor, y después guardó silencio un momento antes de seguir hablando—: Dios mío, está enfermo, ¿verdad? Por eso quieres venir. Dios, sabía que te estabas comportando de un modo muy raro, pero creía… Bueno, estás embarazada, tienes derecho a estar rara.
—No sé si está enfermo, pero yo sí —le explicó en voz baja—. Esas son las malas noticias, Connor. Me contagié hace seis semanas. Si aparezco en vuestra puerta, lo último que quiero es que me abraces.
—¿Qué quieres decir? —preguntó su hermano con una vocecilla asustada—. ¿Cómo?
—No lo sé. Tuve cuidado. No puede haber sido en el hospital. Nos tenían embutidos en goma de pies a cabeza. —De nuevo le sorprendió lo tranquila que estaba, cómo miraba a la enfermedad a la cara—. Connor, el útero no es un buen anfitrión para la espora, así que es muy probable que el bebé nazca sano.
—Espera. Espera, espera. Quiero decir… Dios mío. —Sonaba como si intentara no llorar—. No eres más que una cría, ¿por qué tenías que trabajar en ese hospital? ¿Por qué tenías que ir allí, joder?
—Necesitaban enfermeras. Eso es lo que soy. Podría vivir con esto varios meses. Meses. Lo bastante para dar a luz al bebé por cesárea. Quiero que Lindy y tú cuidéis de él cuando yo no esté.
1.a idea de que su cuñada fuera la madre de su bebé nonato no le gustaba lo más mínimo, por lo que se obligó a no pensar en ello. Connor, al menos, sería un buen padre: amoroso y paciente, divertido y algo carca. Y su hijo tendría La madre portátil para los momentos difíciles.
—Harper. Harper, lo siento. —Le costaba hablar, su voz era poco más que un susurro—. No es justo. Tú siempre eres buena con los demás. Es que no es justo.
—Chis, chis, Connor. Este bebé va a necesitarte y yo voy a necesitarte.
—Sí. No. Quiero decir… ¿No sería mejor que fueras a un hospital?
—No puedo. No sé cómo está la cosa en Nueva York, pero aquí, en New Hampshire, envían a los enfermos a un campo de cuarentena en Concord. No es un buen sitio. No hay tratamiento médico. Aunque el bebé sobreviviera, no sé qué harían con él ni dónde lo llevarían. Quiero que el bebé esté contigo. Contigo y con Lindy. —El mero hecho de pronunciar el nombre de su cuñada le costaba—. Además, los infectados con la espora, cuando se juntan, a veces se activan unos a otros. Ahora lo sabemos. Lo vimos en el hospital. Ir a un campamento lleno de gente con esta cosa es una condena a muerte para mí y, seguramente, también para el bebé.
—¿Y qué pasa con nuestro bebé? —preguntó Lindy en tono agudo al oído de Harper. Había cogido el otro teléfono de la casa—. Lo siento. Siento en el alma que estés enferma. No puedo ni imaginarme por lo que estás pasando. Pero tenemos un niño de tres años ¿y quieres que te escondamos? ¿Quieres que te metamos en nuestra casa y que nos arriesguemos a que contagies a nuestro hijo? ¿A que nos contagies a nosotros?
—Podría quedarme en el garaje —susurró Harper, pero dudaba que su cuñada la hubiera oído.
—Aunque no nos lo contagies, ¿qué pasa si alguien se entera? ¿Qué pasa con Connor? ¿Conmigo? Están encerrando a la gente, Harper. Seguro que estamos violando seis leyes federales sólo por hablar del tema.
—Lindy, cuelga el teléfono —le pidió Connor—. Deja que hable con mi hermana.
—No pienso colgar el teléfono. No vas a tomar esta decisión sin mí. No voy a permitir que te convenza para arriesgar nuestras vidas. ¿Quieres ver a nuestro hijo pequeño morir abrasado, joder? No. No. No lo permitiré.
—Lindy, es una conversación privada —dijo él, o más bien lo gimió—. Es un asunto entre Harp y yo.
—Cuando tiene que ver con decisiones que afectan a la seguridad de nuestro niño, deja de ser un asunto privado para convertirse en un asunto de Lindy. Arriesgaría la vida por cualquiera de vosotros dos, pero no arriesgaré la vida de mi hijo y no está bien que me lo pidas. Ser un héroe no es una opción viable cuando tienes un niño pequeño. Yo lo sé, y tú también lo sabes, Harper. Si no lo sabías antes de quedarte embarazada, lo sabes ahora. Quieres que tu hijo esté bien. Lo entiendo porque a mí me pasa lo mismo con el mío. Lo siento, de verdad, pero has tomado tus propias decisiones. Nosotros tenemos que tomar las nuestras. No son decisiones heroicas, pero mantendrán vivo a nuestro bebé hasta que acabe todo esto.
—Lindy —le suplicó Connor, aunque su hermana no sabía bien qué le suplicaba.
Porque su mujer era una persona realmente horrible, alguien a quien le gustaba ser madre porque así tenía un niño y un marido a los que intimidar. Todo en ella era horroroso, desde su nariz respingona hasta sus diminutas tetas respingonas, pasando por su voz aguda… pero tenía razón: ella era un arma cargada y no se dejaba un arma cargada al alcance de los niños. No por primera vez, a Harper se le pasó por la cabeza que decidirse por la vida era, en cierto modo, un acto monstruoso, un acto de un egoísmo asombroso y, con toda probabilidad, homicida. Su muerte era segura y sentía que todo dependía de no llevarse a nadie más con ella, de no poner a nadie en peligro.
«Pero ya hay alguien en peligro. El bebé está en peligro».
Harper cerró los ojos. Un par de velas ardían sobre la mesa de centro y podía percibir vagamente su luz, de un enfermizo color rojo, a través de los párpados.
—Connor, tu mujer tiene razón. No estaba pensando con claridad. Es que estoy asustada.
—Claro que lo estás —respondió Lindy—. Ay, Harper, claro que lo estás.
—Ha estado mal pedíroslo. Llevo demasiado tiempo sola dándole vueltas; Jakob se fue el mes pasado para no contagiarse. Cuando te pasas demasiado tiempo sin compañía, empiezas a convencerte de las ideas más horrendas.
—Deberías llamar a tu padre —dijo su cuñada—, contarle lo que está pasando.
—¿Qué? —gritó Connor—. ¡Dios, papá no puede enterarse! Lo mataría. Tuvo un infarto el año pasado, Lindy, ¿es que quieres que sufra otro?
—Es un hombre inteligente, quizá tenga alguna idea. Además, tus padres tienen derecho a saberlo. Harper debería ser quien les explique la situación en la que nos ha puesto a todos.
Su hermano echaba espumarajos por la boca.
—Si la noticia no le para el corazón, seguro que se lo rompe. Lindy, ¡Lindy!
—Quizá tengas razón —intervino Harper—. Eres la más práctica de los tres. Quizá llame a mamá y papá en algún momento, pero no esta noche. Sólo me queda un tres por ciento de batería en el móvil, y no quiero darles las malas noticias y quedarme desconectada. Quiero que me prometáis que dejaréis que se lo cuente yo. No quiero que se enteren por vosotros y después no puedan ponerse en contacto conmigo. Además, como has dicho, yo soy la causante de esta situación, así que yo soy la responsable.
Harper no tenía ninguna intención de llamar a sus padres y contarles que quizás estuviera muerta dentro de un año. No serviría de nada. Les faltaban pocos años para cumplir los setenta y estaban varados en la sala de espera de Dios, es decir, Florida. No podían ayudarla desde allí y tampoco podían llegar hasta ella; lo único que podían hacer era empezar a llorarla antes de tiempo, y ella no le veía sentido.
Pero nada apaciguaba más deprisa a Lindy que darle la razón, así que, cuando su cuñada habló de nuevo, lo hizo con una especie de calma profunda:
—Claro que te dejaré contárselo a ti. Habla con ellos cuando puedas y cuando estés lista. Si necesitan a alguien con quien hablar, haremos lo que podamos por consolarlos desde aquí. —Con una voz consternada y distraída, añadió—: Quizá sea esto lo que por fin nos una a tu madre y a mí.
«Siempre hay un lado bueno para todo», pensó. Tal vez muriera abrasada, pero, al menos, eso le daría a Lindy la oportunidad de estrechar lazos con su suegra.
—¿Lindy? ¿Connor? Mi móvil va a morirse dentro de poco y no sé cuándo podré llamar otra vez. Llevo varios días sin luz en casa. ¿Puedo despedirme de Connor Jr.? Debe de estar a punto de irse a dormir, ¿no?
—Ay, Harper, no lo sé —respondió su hermano.
—Claro que puedes despedirte de él —intervino su cuñada, que se había pasado al bando de Harper.
—Harp, no irás a contarle al peque que estás enferma, ¿verdad?
—Claro que no —respondió Lindy.
—Tampoco…, tampoco creo que debas contarle lo del bebé. No quiero que se le meta en la cabeza que va a tener un… Dios, Harper, esto es muy difícil. —Sonaba como si estuviera reprimiendo las lágrimas—. Me gustaría darte un abrazo, hermanita.
—Te quiero, Con —respondió ella; porque, creyera lo que creyera Jakob sobre aquellas dos palabras, para ella todavía significaban algo. Eran lo más parecido que conocía a un encantamiento, tenían un poder del que las demás palabras carecían.
—Te pasaré a Júnior —dijo Lindy en voz baja, tranquila, como si hablara en una iglesia. Se oyó un repiqueteo de plástico cuando dejó su teléfono.
—No te enfades —le dijo su hermano—. No nos odies. —Hablaba susurrando, con la voz alterada por la pena.
—Jamás —respondió ella—. Tenéis que cuidar los unos de los otros. Lo que ha dicho tu mujer es verdad. Estáis haciendo lo correcto.
—Ay, Harp. —Connor respiró hondo, un aliento húmedo y ahogado, y añadió—: Aquí viene el crío.
Siguió un momento de silencio cuando le pasaron el teléfono. Quizá porque estaba tan callado, Harper distinguió un ruido en la calle, el pedregoso avance de un gran camión por la carretera. Ya no estaba acostumbrada a oír tráfico después de anochecer por el toque de queda.
—Hola, Harper —dijo Connor Jr., devolviéndola al mundo del otro lado de la línea telefónica.
—Hola, Connor Jr.
—Papi está llorando. Dice que se ha dado un golpe en la cabeza.
—Le tienes que dar un beso para que se le pase.
—Vale. ¿Estás llorando tú? ¿Por qué estás llorando tú también? ¿Te has dado un golpe en la cabeza?
—Sí.
—¡Todo el mundo se está dando golpes en la cabeza!
—Es una de esas noches.
Se oyó un porrazo y su sobrino gritó:
—¡Me he dado un golpe en la cabeza!
—No hagas eso —lo regañó.
Mientras, fue medio consciente de que el gran camión que había oído antes seguía en la calle, seguía retumbando.
Se oyó otro porrazo.
—¡Me he dado otro golpe en la cabeza! —exclamó Connor Jr., feliz—. ¡Todos nos hemos dado golpes en la cabeza!
—Ya no más, te vas a ganar una jaqueca.
—¡Me he ganado una jaqueca! —anunció él con gran alborozo.
Ella le dio un besazo húmedo al teléfono.
—Acabo de besar el teléfono, ¿lo has notado?
—¡Sí! Gracias. Ya me siento mejor.
—Bien.
Alguien llamó a la puerta principal. Dio un bote en el sofá, tan sorprendida como si hubiera oído un disparo en la calle.
—¿Te has dado otro golpe en la cabeza? —preguntó Connor Jr.—. ¡He oído un porrazo muy fuerte!
Dio un paso hacia el vestíbulo. Se le ocurrió que caminaba en la dirección equivocada, que tendría que haberse encaminado al dormitorio para coger su bolsa de viaje. No se le ocurría ninguna persona a la que quisiera ver que pudiera llamar a su puerta a aquellas horas de la noche.
—¿Quieres un beso para que se te pase? —preguntó su sobrino.
—Claro. Un beso para que se me pase y un beso de buenas noches.
Oyó un besuqueo húmedo y después, en voz baja y casi tímida, el pequeño dijo:
—Ya. Con eso va bien.
—Sí, perfecto.
—Ahora tengo que irme a lavarme los dientes. Luego me toca el cuento.
—Ve a por tu cuento, Connor Jr. Buenas noches.
En el vestíbulo oyó un ruido que no reconoció: una mezcla entre tintineo y roce, clic y clac. Un golpe amortiguado. Esperó a que el niño le diera las buenas noches, pero no lo hizo y al final se dio cuenta de que el silencio del otro lado de la línea era distinto. Cuando bajó el móvil descubrió que estaba muerto, que había perdido lo que le quedaba de batería. Ya no era más que un pisapapeles.
De nuevo oyó el áspero clic, clac, pum.
Fue hasta el vestíbulo, aunque se detuvo a dos metros de la puerta y se quedó escuchando el silencio.
—¿Hola? —preguntó.
La puerta se abrió unos diez centímetros antes de que la cadena se estirara con otro fuerte golpe tintineante. Jakob se asomó al vestíbulo por el espacio abierto.
—Harper. Oye, ¿me abres? Quiero hablar contigo.