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Después de desayunar blanda avena con leche y café amargo, llegó el momento del oficio.
Ben Patchett fue de nuevo su muleta y la ayudó a salir al exterior, donde hacía un calor muy impropio de las noches de octubre. Las libélulas volaban por la perfumada oscuridad. El zumbido de emoción y placer que brotaba de la multitud que la rodeaba le recordaba las ferias de pueblo, las norias y los algodones de azúcar.
Entraron en la estrecha capilla de altos techos, bajo las vigas astilladas al aire. La nave era un largo armario de sombras porque las ventanas estaban tapadas con tablas para protegerse de la noche; el enorme espacio se iluminaba con unas cuantas velas. Unas sombras gigantescas parpadeaban sin parar sobre las paredes, más fáciles de distinguir que la gente que las proyectaba.
Tenía un brazo sobre los hombros de Patchett mientras él la conducía hasta un banco del centro del pasillo. Otro varón se apretaba contra ella a su derecha, un tipo bajo, regordete y barrigón, un poco mayor que Ben, con mejillas rosadas y la piel suave de un bebé. Patchett se lo presentó como Nelson Heinrich, que en una vida anterior había sido propietario de una tienda llamada Christmas-Mart, lo que quizás explicara por qué llevaba puesto un jersey con un reno cuando apenas estaban llegando al día de Halloween.
La alegre charla terminó cuando el padre Storey se subió al podio. Se recolocó las gafas y, con aire solemne, ojeó su cancionero antes de anunciar:
—Si abrís por la página trescientos treinta y dos, esta noche empezaremos con un himno sencillo pero honrado, muy querido por los peregrinos en los primeros días de América.
La gente respondió con unas cuantas risas, aunque Harper no entendió por qué hasta que Nelson abrió el cancionero por el lugar correcto: era un libro de canciones de campamento para niños, no un verdadero himnario, y la canción de la página trescientos treinta y dos resultó ser «Holly Holy», de Neil Diamond. Harper lo aprobó. Si había alguien capaz de salvar su alma, ese era él.
Carol se levantó del banco que había detrás del órgano y se dirigió al frente del escenario. Alzó su ukelele y agradeció algunos aplausos espontáneos.
Nelson se inclinó para hablar al oído de Harper, aunque con un tono bastante alto:
—¡Es muy fácil, ya lo verá! ¡No es nada! ¡Recuéstese y disfrute!
Unas palabras poco afortunadas con connotaciones poco afortunadas, en su opinión.
Ben hizo una mueca y añadió:
—No siempre sale a la primera. No te preocupes si no te sucede esta noche. ¡Sería una sorpresa! Como conseguir un strike la primera vez que coges un…
Pero no pudo terminar la frase porque Carol empezó a tocar y a cantar a voz en cuello una melodía que era tanto marcha militar como góspel. Cuando todos se pusieron a cantar (más de cien voces resonando en la penumbra), una paloma se asustó y salió volando de entre las vigas.
Allie y Nick estaban en la fila que tenía justo delante, y se dio cuenta de que ocurría algo cuando el chico volvió la cabeza hacia ella y sonrió, porque sus ojos, en vez del habitual color aguamarina, eran anillos de luz dorada.
Los hilos de escama de dragón del dorso de la mano de Ben Patchett resplandecían como fibra óptica que se llena de luz.
Aquel brillo surgía de todas partes y era más potente que la tenue iluminación roja de las velas. A ella le recordó a un fogonazo atómico surgiendo del desierto. El sonido de la canción ganó intensidad con la luz hasta que pudo oír todas aquellas voces en el pecho.
En el escenario, la túnica con cinturón de Carol se tornó diáfana y el cuerpo que había debajo se pintó de luz. Ni se dio cuenta ni pareció importarle. Harper no pudo evitar pensar en los alucinatorios desnudos que hacían piruetas por los títulos de crédito de las pelis de James Bond.
Se sintió engullida por el ruido. La luz no era bella, sino terrible, como quedarse paralizada por los faros de un vehículo que corría descontrolado hacia ella.
Ben le rodeaba la cintura con un brazo y, sin ser consciente de ello, le masajeaba la cadera, un gesto que le pareció repugnante, pero del que no lograba zafarse. Miró a Nelson y vio que lucía una gargantilla de luz. Al abrir la boca para bramar la siguiente línea, vio que la lengua del hombre refulgía con un tóxico tono de verde.
Se preguntó si alguien la oiría por encima de las demás voces si gritara. Aunque no es que fuera a hacerlo, puesto que se había quedado sin aliento, ni siquiera podía cantar. De no ser por el tobillo fracturado, quizá hubiese huido.
Lo único que le permitió llegar hasta el final de la canción fueron Renée y Don Lewiston, que estaban al otro lado del pasillo y un poco más cerca del escenario, pero a los que veía a través de un hueco entre la multitud. La cabeza de Renée estaba vuelta hacia ella y le sonreía con solidaridad. Los bucles de escama que le rodeaban el cuello brillaban, aunque era un fulgor algo apagado y la luz no le había llegado a los amables ojos claros. Y lo que era más importante: todavía estaba allí, todavía estaba presente, prestando atención. Fue entonces cuando comprendió qué la inquietaba tanto de los demás.
En cierto modo, Ben, Nelson, Allie, Nick y todos ellos habían abandonado el cuarto y dejado atrás unas lámparas de piel humana. La luz había reemplazado al pensamiento; la armonía, a la personalidad; pero Renée al menos seguía allí…, al igual que Don Lewiston, que cantaba con diligencia, pero no brillaba. Más adelante, supo que Don sólo era capaz de brillar con los demás de vez en cuando. Cuando se encendía, lo hacía con fuerza, aunque la mayor parte del tiempo no le conmovían sus canciones. Decía que era porque tenía oído de hojalata, pero ella no estaba muy convencida. Sus murmullos estaban perfectamente afinados y cantaba con una confianza despreocupada y desinteresada.
Esbozó una frágil sonrisa en respuesta a la de Renée, aunque se sentía mareada y temblorosa. Tuvo que cerrar los ojos para soportar el asalto del último verso atronador; un cosquilleo muy desagradable le recorría la escama de dragón y sólo podía pensar: «Que pare, que pare, que pare…». Cuando terminó y la habitación irrumpió en un estruendo de patadas en el suelo, silbidos y aplausos, sólo le faltó llorar.
Ben le acariciaba la cadera con aire ausente. Ella estaba segura de que no sabía lo que hacía. Los filamentos de luz de la escama que tenía al aire se empezaban a apagar, pero todavía le quedaba un lustre metálico en los ojos. La miraba con afecto, aunque no parecía reconocerla.
—¿Mmmmnada? —preguntó. Su voz tenía una cualidad musical, Huida, como si se acabara de despertar de una siesta reparadora—. ¿No ha habido suerte? No estaba prestando atención. Me he despistado un minuto.
—No ha habido suerte. Quizá sea por el tobillo, me lleva doliendo toda la mañana y me distrae. Lo mejor será que me siente durante la siguiente canción y descanse un poco.
Y eso hizo: se sentó y cerró los ojos para protegerlos del resplandeciente fulgor que tanto le recordaba a los faros de un coche.
Se sentó y esperó a que la atropellaran.