13

Harper retrocedió y contempló las llamas a la espera de nuevas maravillas. La sorpresa le había borrado de la mente la intención de cerrar la compuerta. Miró a su alrededor en busca de John para preguntarle qué era lo que acababa de ver (para preguntarle qué coño había en el horno), pero vio que estaba dormido. El aliento le brotaba como podía de entre los labios en un fino silbido.

Entonces fue plenamente consciente de lo agotada que estaba. El cansancio era un dolor seco y amargo en cada una de sus articulaciones. Se acomodó en un sillón con harapientos cojines de lino, en una posición que le permitiera observar el fuego y no perderlo de vista, por si hacía algo más.

Las llamas ondeaban, Huían y proyectaban su antiguo hechizo hipnótico de tal modo que la despojaron de su voluntad y de sus pensamientos, También proyectaban un calor tan agradable y cómodo como una vieja colcha. Parte de ella temía que la mujer escapara de las cortinas carmesíes y la mirara de nuevo. Otra parte de ella deseaba volver a verla.

Quizá cerrara los ojos un momento.

Un grito la despertó de golpe: un sollozo de dolor o terror. No sabía bien cuánto tiempo había transcurrido, si un minuto o una hora, y desconocía si el grito había sido real o imaginario. Prestó atención, aunque no oyó nada más.

Las llamas se habían consumido un poco, así que por fin recordó lo que le había pedido John y cerró la escotilla. Necesitó invertir toda su energía en levantarse y cerrar la puerta corredera de acero. Después se sentó de nuevo y durante un buen rato flotó sin ataduras por la pacífica zona gris entre el sueño y la vigilia. Navegaba tan libre y a la deriva como una barca vacía en un mar vacío, lo que era una buena sensación, pero un mal pensamiento, y súbitamente se despertó del todo. La barca. John le había advertido que tenía que subirla al interior de la playa si no querían quedarse varados.

La idea de perder la canoa la levantó de golpe del sillón. El resto de sus telarañas mentales salieron volando en cuanto puso un pie fuera y se enfrentó a una abrasiva ráfaga de viento salado.

Faltaba poco para el alba, y la niebla era perlada y sedosa a la primera luz del día. La brisa la dispersaba y la dividía en bufandas plateadas; a través de un gran desgarrón en la tela de la bruma, Harper veía la orilla de enfrente.

Habían subido tres canoas hasta la nieve, lo que significaba que todos habían regresado con vida. Nick estaba en la playa, arrastrando una de las canoas por la arena. Willowes se preguntó quién habría enviado al crío allí solo para meter las barcas en la caseta. A aquellas horas debería haber estado en la cama.

Agitó la mano para saludarlo. En cuanto la vio, dejó lo que estaba haciendo con la canoa y también se puso a saludar como loco, agitando ambos brazos por encima de la cabeza con un gesto universal de socorro. Fue entonces cuando por fin comprendió que eso no encajaba. El niño no estaba vestido para el frío, sólo llevaba un fino polar negro y las zapatillas de andar por casa. Y la canoa… no la arrastraba hacia la caseta, sino hacia el agua. Nadie lo había enviado a guardar las barcas, sino a buscarla a ella.

En dos pasos estaba metida hasta los tobillos en el lodo salado y apestoso. Sus botas estaban en medio del barro, en alguna parte. No las buscó, sino que corrió a la barca de remos, que se hallaba en el agua, y subió a ella.

Para cuando llegó al muelle, Nick la esperaba con una cuerda cubierta de musgo. La ató a un taco del extremo de la barca y agarró a Harper por el brazo. A ella le dio la impresión de que, de haber sido el niño más grande, la habría lanzado sobre los tablones de pino como un pescador a su presa.

El pequeño quería correr, pero sin soltarla, así que tiraba con fuerza de su brazo mientras subían la empinada pendiente. Al niño le gritaba el aliento en la garganta. Ella no podía moverse tan deprisa como él deseaba, puesto que estaba pisando la nieve granulada con los pies descalzos.

—Para —le pidió, y lo obligó a esperarla fingiendo que necesitaba recuperar el aliento, cuando lo que pretendía era que lo recuperara él—. ¿Puedes escribir? ¿Qué ha pasado, Nick?

Harper se zafó de su brazo para imitar el acto de la escritura y garabatear con un bolígrafo invisible en el folio del aire lechoso. Pero él negó con la cabeza, desesperado, abatido, y siguió corriendo sin seguir molestándose en tirar de ella.

La bruma se arrastraba entre los troncos de los pinos rojos y Huía como el fantasma de una gran inundación que se derramara por el suelo de vuelta al mar, a cámara lenta.

Ella lo siguió (lo persiguió, más bien) hasta la enfermería, donde por fin se había detenido a esperarla, al pie de los escalones. Su tía estaba a su lado, vestida con un fino pijama de franela y también descalza.

—Mi padre… —dijo Carol, que hablaba en repentinos estallidos salpicados de sollozos para tomar aire, como si fuera ella y no Harper la que acababa de correr un kilómetro colina arriba a través de la nieve—. Es mi padre. He rezado sin parar para que volvieras y aquí estás, y tienes que decirme que lo vas a salvar, tienes que decírmelo.

—Haré lo que pueda —respondió mientras tomaba a Carol por el codo y la conducía hacia la enfermería—. ¿Qué ha pasado?

—Está llorando sangre —respondió— y hablando con Dios. Cuando he salido, estaba suplicándole a Dios que perdonara a la persona que lo había asesinado.

Fuego
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