4

A última hora de la noche (o a primera hora de la mañana, según cómo se mirase), Nick daba clases sobre cómo hablar sin palabras en la solitaria aula de la enfermería y Harper era una alumna muy atenta.

Si alguien le hubiera preguntado por qué Nick dormía en la enfermería en vez de con su hermana, en el dormitorio de las chicas, o con los hombres, en el de los chicos, Harper habría contestado que para mantenerlo en observación. Habría afirmado que le preocupaba una hernia inguinal tardía por culpa de la apendicectomía del verano. La palabra inguinal daría el miedo suficiente para evitar más preguntas. Sin embargo, nadie preguntó nada, y Harper sospechaba que a nadie le importaba dónde durmiera el niño. Cuando no tenías voz, no tenías identidad. La mayoría se fijaba menos en los sordos profundos que en su propia sombra.

Estaban sentados frente a frente en el catre de Nick, en pijama. Se había desabrochado tres botones bajo los pechos para dejar al aire el tenso globo rosa de su vientre y, cuando terminaron de practicar la lengua de signos, el muchacho le quitó el tapón a un rotulador y le dibujó una carita sonriente en la piel.

«¿Cómo la vas a llamar?», preguntó Nick. Intentó hacerlo en lengua de signos, pero ella perdió el hilo y el niño se lo tuvo que escribir.

—Es un niño —respondió ella con las manos.

Él apoyó las palmas de las manos en la voluminosa calabaza en la que se había convertido su barriga, cerró los ojos e inhaló despacio. Después, con signos, añadió:

—Huele a chica.

—¿Cómo huelen las chicas? —quiso saber ella, y sus manos encontraron las palabras de manera automática, hecho que la ruborizó de orgullo.

Él la miró, perplejo, y escribió: «A unicornios y algodón de azúcar, claro».

«No puedes saber si es una niña por el olor», respondió ella.

«La gente que pierde un sentido desarrolla más los demás —garabateó—. ¿No lo sabías? Huelo MUCHAS cosas que los demás no huelen».

«¿Como qué?».

«Como que todavía hay algo malo dentro del padre Storey. —Su mirada se volvió solemne y dejó de parpadear—. Huele a enfermo. Huele… demasiado dulce, como las flores cuando se pudren».

A Harper no le gustó aquello. En la escuela de enfermería había conocido a un médico que afirmaba ser capaz de oler la muerte, que la ruina del cuerpo tenía una fragancia concreta. Insistía en que se podía oler en la sangre de alguien: el olorcillo de la podredumbre.

La sábana de color musgo que separaba la enfermería de la sala de espera se agitó y Renée Gilmonton se agachó para entrar; llevaba un cuenco cubierto con papel de aluminio.

—Me envía Norma con una plasta de avena para nuestro chicarrón enfermo —dijo Renée mientras se acercaba a la cama de Nick para sentarse en el colchón, justo frente a Harper. Rebuscó en uno de los bolsillos de su parka y sacó otra cosa envuelta en la misma clase de papel—. Supuse que no sería el único enano al que le apetecería un tentempié —añadió, señalando con la cabeza la hinchada barriga de Willowes.

Harper temía que, al apartar el aluminio, apareciera una piedra debajo. «Cómetela, zorra —le diría Renée—, y después ponte de rodillas y arrepiéntete, como ordena la madre Carol». Pero, por supuesto, no era una piedra; lo supo antes de desenvolverlo, sólo por el peso. La mujer le había llevado una galleta con una inverosímil porción de miel en el centro.

—A Allie debería darle vergüenza —siguió diciendo Renée—. Mira que darte una piedra en vez del desayuno… Ya has entrado de lleno en el segundo trimestre, no puedes saltarte comidas. Me da igual lo que esa chica crea que has hecho.

—La decepcioné. Confiaba en mí, en que yo no cometiera ninguna estupidez, y la dejé tirada.

—Estabas intentando conseguir suministros médicos para cuidar de tus pacientes. Estabas intentando recogerlos de tu casa. Nadie puede prohibirte que vayas a tu casa. Nadie puede robarte tus derechos.

—No sé qué decirte, el campamento votó por poner a Ben y a Carol a cargo de todo. Eso es democracia, no tiranía.

—Por. Mi. Negro. Culo. Eso no fueron unas elecciones de verdad. Votaron después de pasarse una hora cantando, y todos estaban colocados con la Luz. La mayoría del campamento estaba tan mamado que habría votado por un sombrero de copa creyendo que era Abraham Lincoln.

—Las reglas…

La mujer sacudió la cabeza.

—Esto no es por las reglas. ¿Es que no lo sabes? Esto es por el control. Te fuiste a tu casa a por medicinas… para ayudar a los demás. ¡Para ayudar al padre de Carol! Tu verdadero delito no fue romper la regla de no salir del campamento, tu verdadero delito fue decidir por ti misma qué sería lo mejor para la gente de la que cuidas. Ahora, sólo Carol y Ben pueden decidir qué es lo mejor para la gente del Campamento Wyndham. Carol dice que hablamos con una sola voz, lo que no dice es que esa voz le pertenece a ella. Estos días sólo se canta una canción: la canción de Carol. Y si no estás en armonía, será mejor que te metas una piedra en la boca y cierres el pico.

Harper miró de soslayo a Nick, que estaba inclinado sobre su cuenco de avena sin prestarles atención y, por el momento, no se le veía ni rastro del dolor de tripa que lo había llevado hasta la enfermería.

—Eso sonaría mejor si una cuadrilla de incineración no hubiera aparecido mientras estaba en casa —dijo la enfermera—. Si me hubieran encontrado, me habrían obligado a hablar antes de matarme. Mi marido estaba con ellos. Mi ex. Él me habría obligado a hablar. Lo veo en mi cabeza, me lo imagino haciéndome preguntas con un tono tranquilo y razonable mientras utiliza unas tijeras de jardín para cortarme los dedos.

—Sí, bueno, esa parte es… No sé cómo interpretar esa parte. Es decir, ¿qué probabilidades había de que aparecieran en tu casa justo cuando estabas allí? Las mismas de que te caiga encima un rayo.

Pensó en contarle a Renée lo del Hombre Marlboro y su retransmisión secreta, la estación de radio que afirmaba oír en su cabeza, su transmisión psíquica del futuro; pero después decidió que no quería pensar en ello. Mejor comerse su galleta. En la miel distinguió el sabor del jazmín, la melaza y el verano. Le rugió el estómago, un sonido tan fuerte como el de alguien que arrastrara muebles por el suelo, y las dos mujeres intercambiaron miradas de guasa.

—Ojalá pudiera hacer algo para decirle a Allie que lo siento —dijo Harper.

—¿Has probado a decirle que lo sientes, sin más?

—Sí.

—Entonces, ya está todo dicho. Eso debería bastar. Allie… no es la de siempre estos días, Harp. Nunca nos hemos llevado demasiado bien, pero ahora es como si ni siquiera la conociese.

Willowes habría contestado, pero en aquel momento se estaba metiendo en la boca a toda prisa el último trozo de galleta. En la palma de su mano parecía enorme, pero lo cierto era que había desaparecido a una velocidad decepcionante.

—Las cosas van mal —dijo Renée. A Harper antes le parecía que estaba de broma, así que lo que vio en los ojos de la mujer la pilló con la guardia baja. Gilmonton esbozó una sonrisa torcida, cansada, y siguió hablando—: Te has perdido una buena escena en el colegio esta mañana. Les he dado a los críos un recreo de veinte minutos después de nuestra pequeña clase de historia. No pueden salir al exterior, por lo que hemos bloqueado la mitad de la capilla con bancos para dejarles un espacio por el que correr a su aire. Me fijé en que Emily Waterman y Janet Cursory estaban susurrando en una esquina. Ogden Leavitt se les había acercado un par de veces, pero las dos chicas lo habían echado. Bueno, pues reuní a todos después del recreo para un cuento y me di cuenta de que Ogden estaba triste, que intentaba no llorar. Sólo tiene siete años y vio morir a sus padres: los mató una patrulla de cuarentena cuando intentaban huir. Hace poco que ha vuelto a hablar. Lo senté en mi regazo y le pregunté qué le pasaba, y me comentó que Emily y Janet eran superheroínas y que él también quería ser un héroe, aunque no le decían cuál era la rima mágica, y que él creía que los secretos iban contra las reglas. Janet se enfadó y le llamó acusica, pero Emily palideció. Le dije a Ogden que conocía una rima para los superpoderes: «Pum, pam, pim, ¡un superpoder para ti!». Él se animó y anunció que ahora sabía volar, y yo pensé: «Buen trabajo, Renée Gilmonton, ¡una nueva victoria!». Intenté reconducir la situación para volver al cuento, aunque entonces Emily se levantó y preguntó si podía meterse una piedra en la boca como castigo por guardar secretos. Le respondí que la regla sólo se aplicaba a los secretos importantes, de mayores. Aun así, tenía cara de sentirse mal y afirmó que, si no lo compensaba de algún modo, no sería capaz de volver a cantar con los demás en la capilla y, si no cantabas con los demás y no te unías a la Luz, podías arder. Eso asustó a Janet, que empezó a suplicar que la dejara meterse una piedra a ella también.

»Intenté tranquilizarlas. Les aseguré que no habían hecho nada que mereciera un castigo. Harper, no eran más que niños siendo niños. Entonces Chuck Cargill oyó el escándalo y se acercó. Es uno de los amigos de Allie, más o menos de su edad, y está en los Vigías, por supuesto. Dijo que era muy guay que quisieran hacer penitencia como los chicos grandes y que, si se metían una piedra en la boca cada una durante diez minutos, estaría todo perdonado. Les llevó piedras a las dos y ellas se pasaron todo el cuento chupándolas, como si Cargill les hubiera regalado chupa-chups.

»¿Y quieres saber lo peor, Harp? En cuanto terminó el relato, Ogden corrió a por Chuck Cargill, le confesó que había estado escondiendo cómics debajo de la cama y le preguntó si él también podía hacer penitencia. Cuando acabaron las clases, la mitad de los niños tenía piedras en la boca… y, Harp, brillaban. Les brillaban los ojos como si estuvieran cantando en armonía.

—Oxitocina —masculló la enfermera.

—¿Oxitocina? ¿Es un analgésico?

—¿Qué? No, nada. Olvídalo.

—Hoy te has perdido la hora de la capilla —comentó Renée.

—Estaba preparando una vía para alimentar al padre Storey.

Señaló con la cabeza al anciano. De la estructura de una Lámpara de pie, al lado del catre, colgaba una bolsita de plástico con zumo de manzana. El tubo formaba dos bucles antes de desaparecerle dentro de la nariz.

—Sin él todo es distinto —afirmó la mujer.

—¿En qué sentido?

—Antes, cuando todo el mundo se unía a la Luz, era como…, bueno, lo comparamos con estar un poco borracho, ¿no? Como darle unos cuantos tragos a un vino tinto de calidad. Ahora es como si la congregación se pimplara varias jarras de garrafón barato. Cantan hasta quedarse roncos y después… tararean un rato. Se quedan en el sitio, meciéndose y tarareando, con los ojos en llamas.

—¿Tararean? —preguntó Harper.

—Como abejas en una colmena. O… como moscas sobre un animal muerto —respondió Gilmonton, estremecida.

—¿Te ha pasado a ti también?

—No, me está costando unirme. Y a Don Lewiston también. Y a unos cuantos más. No sé por qué.

Sin embargo, Willowes creía saberlo. La primera vez que leyó las notas de Harold Cross sobre la oxitocina pensó, creía que al azar, en soldados en el desierto y en cruces que ardían en la noche. Entonces no veía la conexión, pero ahora sí. La oxitocina era la droga que usaba el cuerpo para recompensarnos por obtener la aprobación de la tribu…, aunque la tribu fuera el KKK o un pelotón de marines que humillara a los prisioneros de Abu Ghraib. Si no formabas parte del clan, no conseguías la recompensa. El campamento se estaba dividiendo de forma orgánica, de forma natural, en aquellos que estaban dentro… y los que se habían convertido en amenazas.

Renée miró hacia el otro lado de la habitación, desconsolada, y, con un tono medio ausente, dijo:

—A veces creo que lo mejor sería que uno de estos días…

Dejó la frase sin concluir.

—¿Que uno de estos días…? —inquirió.

—Nos lleváramos uno de los coches y algunos suministros, y nos largáramos. Que reuniéramos a las pocas personas sensatas que quedan en el campamento y huyéramos. Ben Patchett tiene todas las llaves de los coches escondidas en alguna parte, pero no hay problema porque tenemos a Gil y él sabe… —Se paró en seco y guardó silencio.

—¿Gil?

—Gilbert, el señor Cline.

Dejó la cara en blanco, con una expresión de falsa inocencia muy estudiada. Harper no se dejó engañar ni por un segundo, algo quería salir a la luz, un recuerdo que le cosquilleaba en la cabeza… y entonces apareció: en verano, cuando Renée Gilmonton era paciente del hospital de Portsmouth, le había contado su trabajo como voluntaria en la prisión estatal, donde había organizado y dirigido un grupo de lectura.

—¿Os conocíais? —preguntó, aunque la respuesta quedaba clara en los ojos, brillantes y sorprendidos, de Renée.

La mujer miró a Nick, que se había dejado el cuenco vacío sobre el regazo y las observaba con atención.

—No lee los labios —declaró Harper.

Gilmonton sonrió al niño, le alborotó el pelo y dijo:

—Me alegra ver que se está recuperando de su dolor de barriga. —Después alzó la barbilla, miró a Harper a los ojos y continuó—: Sí, lo reconocí al instante, en cuanto lo vi. Bueno, New Hampshire es un estado pequeño, lo raro sería que no hubiera nadie entre nosotros que se conociera de antes. Formaba parte del club de lectura que dirigía allá, en Concord. Seguro que la mayoría de los hombres se unieron sólo por la oportunidad de hablar con una mujer. Las exigencias se reducen mucho después de pasarte un tiempo encerrado, e incluso alguien como yo, al borde de los cincuenta y con la figura del señor potato, empieza a tener buena pinta.

—¡Ay, Renée!

Esta se rió y añadió:

—Pero a Gil le gustaban las historias. Lo sé. Al principio me ponía nerviosa porque llevaba una libreta y escribía todo lo que salía por mi boca, pero, al final, llegamos a sentirnos a gusto juntos.

—¿A qué te refieres con «a gusto»? ¿Te lo sentaste en el regazo para leerle un cuento?

—¡No seas mala! —exclamó, aunque, por su cara, se diría que le encantaba su maldad—. Eran conversaciones literarias, no de almohada. Costaba llegar hasta él (es tímido, ya sabes). Me parecía que tenía unas ideas muy interesantes y así se lo dije. Lo animé a sacarse un grado de Filología en la universidad. Creo que acababa de matricularse en un curso en línea cuando empezaron a aparecer los primeros casos de escama de dragón en Nueva Inglaterra. —Se miró las botas y comentó, como si nada—: De hecho, al parecer, vamos a reanudar el club de lectura. Tengo permiso de Ben para visitar a los prisioneros, incluso me dejó colocar unas sillas cochambrosas y una alfombra penosa en una esquina del sótano. Los dejan salir una vez por noche de esa horrible cámara frigorífica para tomarse una taza de té y sentarse conmigo. Con vigilancia, claro, aunque, normalmente, la persona que nos vigila se sienta en las escaleras para darnos un poco de intimidad. Estamos leyendo juntos La colina de Watership. Al principio, el señor Mazzucchelli se oponía a leer una historia sobre conejos, pero creo que lo hemos convencido. Y Gil…, el señor Cline, bueno, creo que se alegra de tener a alguien con quien hablar. —Vaciló y añadió—: Y yo también me alegro.

—Bien.

—Tengo entendido que Gil tiene una cita de Graham Greene tatuada en el pecho —dijo Renée, que estaba examinando un pedacito de nieve mojada que se le deslizaba por la punta de la bota. Hablaba con calculada indiferencia—. Algo sobre la naturaleza de la reclusión. Pero, por supuesto, nunca lo he visto.

—¡Ah! Muy bonito. Si Ben entra por sorpresa cuando estés dejando a Gil medio desnudo, dile que es una investigación literaria de suma urgencia y pídele que regrese más tarde…, cuando hayas terminado de consultarlo con la recia pluma de Cline.

La mujer se estremeció, apenas capaz de contener las carcajadas. A Harper no le habría extrañado verle salir humo por las orejas y, en aquellos tiempos de llamas y plaga, no era una posibilidad del todo descabellada. Era reconfortante ver a Renée reírse de nuevo con una inocente broma subida de tono. Como volver a la vida normal.

—Oh, oh, las gallinas cloquean… —comentó Ben Patchett al apartar la cortina para entrar en la enfermería, a la vez que esbozaba una sonrisa insegura—. ¿Debería preocuparme?

Fuego
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