10

Cuando llegó el momento, John la despertó con una ligera caricia de los nudillos en la mejilla.

Harper se restregó la cara y se incorporó apoyada sobre los codos.

—No estoy… ¿Qué? ¿No es demasiado temprano? Creía que no nos íbamos hasta el mediodía del viernes.

Allie se sentó en el suelo. Nick estaba dormido a su lado. La chica dejó escapar un enorme bostezo contra el dorso de la mano.

—¿Ya es mediodía?

—¿Ya es viernes? —farfulló Harper.

—Sí a lo del viernes, no a lo del mediodía. Sólo son las ocho, más o menos. Pero, si salís, los oiréis. Os dije que nos enteraríamos con tiempo de sobra cuando estuvieran listos para salir. ¿Por qué creéis que tantos niños quieren ser bomberos de mayores? Para poder tocar la sirena. Una docena de camiones hacen ruido de sobra para despertar a toda la ciudad.

No bromeaba. Harper los oyó incluso antes de salir al exterior, donde el aire de la mañana, algo fresco, seguía manchado de humo: el ulular y el aullar de las sirenas que competían unas con otras a menos de un kilómetro de distancia. Una chillaba unos segundos, después guardaba silencio y otra la reemplazaba. John había predicho que se reunirían junto a la estación de bomberos, algo más allá del ayuntamiento, a un pequeño trecho de la carretera del cementerio.

—¿Cuánta prisa tenemos? —le preguntó al Bombero.

—No es buena idea cruzar el puente antes que ellos, lógicamente. Aunque tampoco podemos quedarnos muy atrás. Venga, vamos a meter a los críos en el camión.

Como si ya tuvieran mucha experiencia como padres, se refirieran a sus propios hijos y estuvieran a punto de iniciar un viaje planeado para ver a unos parientes desagradables. Harper supuso que Allie y Nick se habían convertido en sus hijos.

Renée ya estaba en la parte de atrás del camión y abría los armarios de madera situados sobre el guardabarros trasero. El motor había salido de una fábrica de Studebaker en 1935, tenía más de catorce metros de largo, era rojo como una manzana y tan aerodinámico como los cohetes de los tebeos de Buck Rogers. Siempre sería un espléndido ejemplo de la idea que se tenía en el pasado del futuro y de la idea que se tendrá en el futuro del pasado. Los armarios estaban llenos de extintores de acero, una manguera sucia, montones de chaquetas y filas de botas hasta perderse en la cavernosa oscuridad. No parecía descabellado encontrarse con Narnia al fondo de uno de aquellos compartimentos. Renée aupó a Nick.

—Métete debajo de la manguera —le pidió, y después chascó la lengua para regañarse por hablarle—. Harper, ¿le puedes decir que se meta debajo de la manguera?

La enfermera no tuvo que hacerlo porque Nick ya estaba en ello. Allie saltó sobre el guardabarros de cromo, se acomodó a su lado y empezó a ayudarlo a colocar los rollos de manguera encima de él.

—Esto es casi calcado a la huida de prisión de Gil —comentó Renée.

—¿De dónde crees que sacó John la idea? —preguntó Harper—. Gil todavía nos está ayudando, ya sabes.

—Sí —respondió ella, apretándole la mano—. Recogeré mis cosas, las pocas que tengo. Y la radio. No os vayáis sin mí.

Harper metió La madre portátil en el compartimento trasero de la derecha, detrás de tres filas de extintores de cromo y junto a una bolsa de comida. Allí había sitio para que se acurrucaran Renée y Harper, donde nadie las viera, debajo de una manta de mudanza.

Y el Bombero… El Bombero conduciría.

—Odio esa parte del plan —le dijo.

John Rookwood estaba en el estribo, al lado del asiento del copiloto. Llevaba un cubo lleno de brasas en las manos. Lo dejó cerca del tubo de escape, que asomaba de un saliente en la parte de atrás de la cabina. John se inclinó y ella vio que se le encendía el índice, que se volvía rojo y transparente (le recordó a E.T., no pudo evitarlo) hasta adquirir tal brillo que dolía mirarlo. Las chispas saltaron al soldar el cubo con el dedo.

—¿Qué parte? —preguntó el hombre con aire ausente.

—La parte en la que intentas cruzar el puente al volante de esta cosa. Te están buscando. Te han visto muchas personas que saben qué aspecto tienes.

Incluso se le había pasado por la cabeza que todo aquello no era más que una treta para sacarlos de su escondite, lo de anunciar la caravana de camiones de bomberos a Maine para luchar contra los incendios. Cuantas más vueltas le daba, más se convencía de que era bastante posible que fueran directos a una trampa y que todos estuvieran muertos para la hora de la merienda.

Al final, lo que le hizo aceptar correr el riesgo fue una serie de contracciones que duró media hora y le dejó el útero como si fuera una masa de hormigón que se solidificaba a toda prisa. En cierto momento, el dolor fue tan agudo y rítmico, y se le aceleró tanto la respiración, que estaba segura de que se trataba del parto. En aquel preciso instante de certeza casi absoluta, las contracciones empezaron a remitir y no tardaron en desaparecer del todo, aunque la dejaron bañada en un sudor muy desagradable y con las manos temblorosas. Dos semanas… Faltaban dos semanas para salir de cuentas, día arriba, día abajo.

Lo que pretendían era una medida desesperada, como cuando los soldados en la I Guerra Mundial salían corriendo de una trinchera hacia tierra de nadie, sin importarles que las cuatro últimas oleadas de compañeros que habían saltado antes que ellos hubieran acabado hechos trizas. Sin embargo, no se podían quedar, porque no se puede criar a un bebé en una trinchera.

No era sólo cuestión de dar a luz en un lugar seguro, era lo que sucedería en los minutos, las horas y los días posteriores. Sobre todo si el niño no tenía la escama. Habían pasado meses desde la última vez que viera algún dato al respecto, pero en los días en que todavía tenía Internet había consultado cálculos que indicaban que el ochenta por ciento de los niños de los infectados nacían sanos. El peque iba a salir sonrosado y limpio, y el único modo de asegurarse de que siguiera así era encontrar a alguien sano que se lo llevara…, una idea que se negaba a explorar demasiado a fondo. Primero tenía que encontrar un lugar en el que traer al bebe al mundo. Después se pondría con la segunda parte, la de localizar un hogar para su niño sano. Era de suponer que los médicos de la isla de Martha Quinn no tendrían la escama. Quizás uno de ellos se llevara al bebé. ¡Tal vez hasta pudiera quedarse en la isla con ella!

No, eso era demasiado esperar, seguro. Estaba decidida a aceptar lo que fuera mejor para el niño, aunque creyera que eso significara que el día de su nacimiento fuera el último día que lo viera. Ya había decidido que, cuando llegara el momento, lo gestionaría como Mary Poppins. Se dijo que el niño sólo sería suyo hasta que soplara el viento del oeste… Y, cuando llegara el temporal, abriría con calma su paraguas y se alejaría flotando tras dejarlo al cuidado de alguien cariñoso, fiable y sabio, si es que tal cosa era posible. Ella no podría tenerlo a él, pero él la tendría a ella, en cierto sentido. La madre portátil se quedaría a su lado.

—No creo que Nick sepa controlar un vehículo con transmisión manual. Renée nunca ha conducido nada tan grande. Allie es demasiado joven. Tú estás embarazada. Además…, el cabrón al que buscan habla como el puto príncipe Carlos, no como el puto Don Lewiston —añadió alargando las vocales y haciendo desaparecer la erre de tal modo que, de repente, sonaba como si fuera del Manchester de Maine, no del Manchester del Reino Unido—. Puedo sonar como la peña de aquí unos minutos, lo bastante para pasar por el control.

—¿Y tu muñeca? —preguntó mientras le tocaba el brazo derecho. La muñeca seguía envuelta en la mugrienta cinta adhesiva.

—Bueno, está lo bastante curada como para usar la palanca de cambios. No te preocupes, Willowes, os llevaré al otro lado de ese puesto de control. Se te olvida lo mucho que me gusta el teatro.

Pero Harper lo escuchaba a medias.

Renée se había detenido a diez pasos del camión y se agachaba para bajar los nudillos de manera que un gato de pelo largo con rayas doradas pudiera olerle el dorso de la mano. El gato había salido de entre la hierba con el pelaje cubierto de hojas muertas y el rabo alzado. Ronroneaba tan fuerte que sonaba como si alguien hubiera arrancado una máquina de coser eléctrica.

Nick había salido de debajo de sus rollos de manguera para ver qué pasaba. Después miró a Allie con súbita emoción y empezó a hacerle gestos con los dedos. Ella salió a cuatro patas.

—Dice que es el gato al que lleva alimentando desde el verano —explicó la chica.

Cuando Harper volvió la vista atrás, el gran gato estaba en brazos de Renée, con los ojos entornados de gusto. Renée había dejado la radio en la tierra y estaba acariciando el lomo del felino con el puño.

—Es mi gato —dijo medio aturdida, como si alguien acabara de despertarla de un sueño profundo—, el gato al que dejé escapar en mayo. Es el señor Truffles. Bueno, Truffaut, en realidad, pero Truffles para los amigos.

El Bombero se bajó del estribo de un salto. Su expresión era imperturbable.

—¿Estás segura?

—Claro que sí. Creo que soy capaz de reconocer a mi propio gato.

—Pero no tiene ni collar ni chip. No puedes estar segura del todo.

—Ha venido derecho a por mí —repuso Renée, ruborizada—. Me ha saltado a los brazos. —Como John no hablaba, añadió—: ¿Por qué no iba a ser él? Es mi barrio. Vivía en esta calle, ¿sabes? A kilómetro y medio al sur de aquí, pero en esta calle.

—El gato se queda aquí —le dijo él.

La mujer abrió la boca para hablar, pero se calló y se quedó mirándolo, primero con incomprensión y después con cara de aceptarlo poco a poco.

—Por supuesto, es absurdo pensar… Claro, tienes razón.

Restregó la nariz contra la del gato y lo dejó con cariño en el suelo.

—¡No! —gritó Allie—. ¿Qué estás haciendo? Nos lo podemos llevar.

—Claro que sí. Puedo llevarlo yo —dijo Harper.

Estaba pensando en la expresión de Renée al reconocer a su gato. Había sido algo más que alegría…, también una breve conmoción. Creía que parte de Gilmonton había renunciado a la felicidad, que la había dejado atrás, en la tumba de Gilbert, y la posibilidad de ser feliz la había pillado por sorpresa. También a Nick, que había saltado del camión para hincarse de rodillas en el polvo y se arrastraba hacia el gato con cara de concentración, casi hipnotizado. El animal se enredaba en los tobillos de su dueña y observaba al niño con cautelosos ojos de jade.

—¿Y si miran en los armarios de atrás y lo descubren? —preguntó el Bombero.

—Creerán que un gato se escondió en tu camión. Se reirán del asunto.

—No, empezarán a rebuscar, eso es lo que harán.

—Vamos a votar —dijo Harper.

—¡Nada de votar, joder! No es seguro. El gato se queda.

—Señor Rookwood, estoy más que harta de la gente que pretende investirse de la autoridad necesaria para decidir lo que es mejor para los demás —repuso Harper—. Probé a casarme, y mi marido se pasó cinco años diciéndome que las cosas que me hacían sentir como un ser humano no eran buenas para mí. Probé con la religión (la iglesia asustada de los santos cantores del templo de la Luz) y fue más de lo mismo. Ahora estamos en una democracia y vamos a votar. No pongas morritos, que tú también votas.

—¡Tres hurras por el proceso electoral! —gritó Allie.

El Bombero recorrió con una mirada hostil a la chica y a su hermano.

—La mayoría de las sociedades reconocen que los niños no están lo bastante bien informados como para participar en los debates públicos.

—La mayoría de los niños no han salvado tu culo birrioso de una lapidación pública, desagradecido. Votamos. Todos. Y yo voto por el gato —replicó la enfermera.

—Yo voto por un futuro libre de felinos —dijo el Bombero, y apuntó a Renée con el dedo—. Y ella también. Porque, a diferencia de ti, Renée Gilmonton es una mujer que se rige por la razón, la lógica y la precaución, ¿verdad, Renée?

Renée se secó la húmeda mejilla con el dorso de la mano.

—Él tiene razón. Si les pasara algo a los niños por llevar el gato, no podría soportarlo. Es un riesgo inadmisible. Y, además…, supongo que a lo mejor ni siquiera es mi gato.

—Mientes, Renée, y no me engañas —dijo Harper. Después se volvió para mirar con justa furia a los dos niños—. ¿Qué votáis?

—Yo voto por el gato —respondió Allie.

Nick levantó el pulgar.

—¡Sois minoría! —exclamó Willowes—. ¡El señor Truffles se viene con nosotros!

—Harper —murmuró Renée, temblando—. No. De verdad. No podéis… No podemos…

—Podemos. Lo haremos. Democracia, hijos de puta. Acostumbraos.

El señor Truffles restregó el lomo contra el tobillo de Renée y miró a Harper con una cara que daba a entender que jamás lo había dudado.

Fuego
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