23
Chapotearon a través de una espesa niebla color mostaza, bajo árboles festoneados de serpentinas de bruma sucia. Se internaron en ella en dirección norte, y para media mañana el sol no era más que un tenue disco marrón que abría un agujero herrumbroso en aquel manto empañado. Envueltos en la miasma, era imposible ver más allá de unos cuantos metros. Harper localizó lo que en principio tomó por una enorme motocicleta apoyada en los restos de una alambrada de espino. Al final resultó ser una vaca muerta con las cuencas de los ojos vacías y repletas de moscas, a través de cuya piel ennegrecida se veía la carne podrida de abajo. Renée pasó junto a ella dando tumbos, entre toses, mientras se sujetaba el cuello e intentaba no vomitar.
Fue la primera y última vez que Harper oyó toser a alguien aquel día. Hasta la respiración del Bombero era larga, lenta y regular. A pesar de que a ella le ardían los ojos y la nariz, el humo la importunaba tan poco como si se tratara de fresco aire alpino.
Entonces se le ocurrió que estaban respirando veneno, que habían llegado a un entorno tan acogedor para la vida humana como Venus, pero a ellos no les afectaba, y Harper le dio vueltas a esa idea en la cabeza. Era la escama de dragón, por supuesto, cumpliendo con su función. Hacía tiempo que sabía que convertía las toxinas del humo en oxígeno. No obstante, aquello la condujo a otra idea y le pidió a Allie que se detuviera.
Allie lo hizo, sonrojada y mugrienta. Harper se arrodilló al lado del trineo, desabrochó la camiseta de John y le apoyó la oreja en el pecho.
Seguía oyendo un ruido arenoso y seco que no le gustaba, pero, si no estaba mejor, tampoco estaba peor. Sonreía y, dormido, casi parecía el mismo inglés viejo, tranquilo e irónico de siempre. El humo que los rodeaba era tan bueno como una carpa de oxígeno. No le curaría la neumonía (su mejor opción en aquel momento era un tratamiento con antibióticos), pero quizá le diera más tiempo.
A primera hora de la tarde lo sacaron a rastras de la bruma y entraron en un odioso cielo azul limpio y sin nubes, con un sol que se reflejaba con intensidad cegadora en todas las superficies de metal y en todos los fragmentos de cristal cubiertos de hollín. Para cuando por fin salieron de la carretera, John estaba peor que nunca. La fiebre volvió, y el sudor le manaba de las mejillas y los huecos grises de las sienes. La lengua no dejaba de asomársele a los labios y parecía hinchada e incolora. Le castañeteaban los dientes. Hablaba con personas que no estaban allí.
—Los incas tenían razón al venerar al sol, padre —le decía el Bombero al padre Storey—. Dios es fuego. 1.a combustión es la única bendición indiscutible. Un árbol, combustible, carbón, un hombre, una civilización, un alma. Todos tienen que arder en algún momento. El calor que produce su muerte puede ser la salvación de otros. En realidad, el valor final de la Biblia, de la Constitución o de cualquier obra literaria es que todas arden muy bien y, por un rato, mantienen el frío a raya.
Se acomodaron en un hangar de aviones junto a una pequeña pista de aterrizaje privada. El hangar, un edificio de metal azul con el fecho en curva, no tenía aviones, pero sí un sofá de cuero negro en un despacho. Harper decidió que debían atar al Bombero en él para que no se cayera durante la noche.
Mientras lo hacía, los ojos de John, sorprendidos, dieron vueltas hasta clavarse en el rostro de Harper.
—El camión. He visto el camión esta tarde. Tenéis que dejarme. Os estoy frenando y el quitanieves se acerca.
—Ni de coña —respondió ella mientras le apartaba el pelo sudado de la frente—. No me voy a ninguna parte sin ti. Somos tú y yo, nena.
—Tú y yo, nena —repitió él, y esbozó una sonrisa desgarradora—. ¿Qué te parece?
Luego se sumió en un sueño inquieto y ellos se reunieron junto a las puertas abiertas del hangar. Allie rompió una estantería con un martillo y Nick encendió una fogata con los estantes y varias pilas de manuales de vuelo. Encendió todo el batiburrillo con una pasada de su mano derecha en llamas. Renée encontró botellas de agua y pasta seca en un armario. Harper colocó una olla sobre la fogata y esperó a que hirviera el agua. Tenía la mano justo encima del fuego, con las llamas lamiéndole los nudillos. Una vez que controlabas la escama de dragón, podías olvidarte de las manoplas de cocina.
—Si muere —dijo Allie—, me rindo. Me da igual la isla de Martha Quinn. Ni siquiera me gusta la música de los ochenta.
El fuego chisporroteaba y chascaba.
—Esta es la parte en la que me prometes que no morirá —añadió Allie.
Willowes guardó silencio durante diez minutos. Acto seguido, lo único que les dijo fue:
—La pasta está lista.