3

Harper recuperó de golpe la conciencia tras despertar de un sueño muy feo y se retorció entre las sábanas.

Carol Storey se inclinó sobre ella y le puso una mano en la muñeca.

—No pasa nada, respira.

Asintió. Estaba atontada y tenía el pulso tan acelerado que veía fogonazos.

Se preguntó cuánto tiempo habría pasado dormida. Recordaba que la habían llevado, casi en brazos, escaleras arriba hasta una enfermería. Recordaba a Ben Patchett y a Renée Gilmonton siguiendo sus cuidadosas instrucciones para recolocarle el tobillo y vendárselo con varios rollos de gasa. Recordaba vagamente que Renée le había llevado agua tibia y unas cápsulas de paracetamol. Recordaba la mano fresca y seca de la mujer sobre su frente y su mirada, atenta y preocupada.

—¿Qué estabas soñando? —le preguntó Carol—. ¿Lo recuerdas?

Carol Storey tenía unos ojos enormes e inquisitivos con los iris de color chocolate jaspeados del dorado de la escama de dragón. Unos aros de oro y ébano le rodeaban las muñecas, y vestía una camiseta corta que dejaba ver los cinturones cruzados de escuna que tenía sobre las caderas. Le daban el aspecto de una pistolera gótica. En las zonas sin mácula, la piel era pálida, casi hasta el punto de resultar translúcida. Era tan delicada que daba la impresión de que, si tropezaba y se caía, se rompería en mil pedazos, como un jarrón de porcelana.

Los pechos de Harper estaban magullados, sentía un pinchazo seco de calor en el tobillo roto y sus pensamientos estaban enfangados y entorpecidos por los posos del sueño profundo.

—Mi marido escribió un libro. Yo lo dejé caer. Las hojas estaban por todas partes y… creo que estaba intentando ordenarlo otra vez antes de que llegara a casa. No quería que descubriera que lo había leído.

Había sido más largo y peor, pero ya empezaba a desvanecerse, a perderse de vista como una piedra lanzada a las aguas profundas.

—Me pareció buena idea despertarte —comentó Carol—. Estabas temblando y haciendo unos ruidos horribles. Y, bueno, echando un poco de humo.

—¿En serio? —preguntó.

Se dio cuenta entonces de que olía un poco a quemado, como si alguien hubiera prendido fuego a unas agujas de pino.

—Un poquito, nada más —respondió la mujer, algo avergonzada—. Cuando suspirabas, brotaba una nube azul. Es por el estrés. Cuando aprendas a unirte a la Luz, no volverá a pasarte. Cuando seas de verdad una de nosotros, parte del grupo, la espora no te volverá a hacer daño jamás. Cuesta creerlo, pero un día quizá llegues a considerarla una bendición.

En la voz de Carol, distinguió la inocencia y la fe absoluta de los fanáticos, y eso la consternó. De Jakob había aprendido a pensar que la gente que habla de bendiciones y de fe era simple y un poco enfermiza. Había que compadecerse de las personas que pensaban que todo ocurría por algún motivo. Aquella era la gente que había renunciado a su curiosidad sobre el universo para conformarse con un tranquilizador cuento para niños. Harper comprendía el impulso; ella era fan de los cuentos para niños. Aun así, una cosa era pasarse la tarde de un sábado lluvioso leyendo Mary Poppins y otra muy distinta pensar que de verdad aparecería ante tu puerta para solicitar el trabajo de niñera.

Hizo lo que pudo por parecer medianamente interesada, aunque debió de notársele la inquietud. Carol se echó atrás en su silla y se rió.

—¿Cuesta asimilarlo todo? ¿Era demasiado pronto? Eres nueva, perdona. Intentaré ponértelo fácil. Sin embargo, te advierto que en este sitio los lunáticos son los que dirigen el manicomio. ¿Qué le dijo el gato a Alicia en el País de las Maravillas?

—«Aquí estamos todos locos» —respondió Harper, y sonrió sin poder evitarlo.

Carol asintió con la cabeza.

—Mi padre quería que te llevara a dar una vuelta y enseñarte el campamento. Todo el mundo está deseando conocerte. Llegamos tarde para la comida, pero Norma Heald, que es la que lleva el comedor, me prometió dejarla abierta hasta que comiéramos nosotras.

Harper alzó la cabeza y entornó los ojos para mirar por las ventanas hacia una oscuridad tan completa que parecían estar bajo tierra. La única sala de la enfermería tenía tres catres con cortinas entre ellos para ofrecer algo de intimidad; ella ocupaba la cama central. Ya estaba oscuro cuando se había quedado dormida y seguía estando oscuro, aunque no tenía ni la más ligera idea de la hora que sería.

Como si lo hubiera preguntado, Carol dijo:

—Más o menos las dos de la mañana. Has dormido todo el día… Aunque mejor así, porque aquí todos vivimos como vampiros: nos levantamos cuando se pone el sol y volvemos a la cripta al alba. Todavía no hay nadie que beba sangre, pero, si nos quedamos sin conservas, a saber lo que ocurrirá.

Harper se sentó con una mueca (el mero roce de la sudadera en los pechos hinchados y magullados le hacía daño) y descubrió dos cosas.

La primera, que una de las cortinas estaba retirada y había un chico sentado en la cama plegable de al lado, un chico al que reconoció… Un chico con el cabello oscuro y rizado, y delicados rasgos de elfo. La última vez que lo había visto sufría una apendicitis aguda y tenía el rostro grasiento de sudor. No, eso no era del todo cierto. Supuso que lo había visto en una ocasión más reciente: seguro que era el que se plantó con Allie en su puerta, con la máscara de tigre. Ahora estaba sentado con las piernas cruzadas y la observaba con la intensidad de un niño frente a su programa favorito de televisión.

La segunda, que había una radio encendída, aunque sólo se oía estática. Estaba sobre una encimera, junto al modelo de yeso de una cabeza humana al que le habían quitado el cráneo para dejar el cerebro a la vista.

Recordó que el niño era sordo, así que movió la mano despacio para saludarlo. A modo de respuesta, él metió la suya detrás de la espalda, localizó un papel y se lo pasó. En él había un dibujo (un dibujo típico de niño pequeño, aunque bastante conseguido) de un gran gato rayado que caminaba por la hierba verde con la cola en alto.

«Gato temporal» había escrito debajo del felino al acecho.

Harper lo miró, algo perpleja, y sonrió, pero el muchacho ya estaba bajándose del catre para alejarse al trote.

—Ese es Nick, ¿no?

—Mi sobrino, sí. Un bicho raro. Es cosa de familia.

—¿Y John es su padrastro?

—¿Qué? —preguntó Carol, y era imposible no percibir la crispación repentina de su voz—. No, en absoluto. Mi hermana y John Rookwood salieron unos meses en otro mundo muy distinto. El verdadero padre de Nick está muerto y John… Bueno, ya apenas forma parte de la vida del chico.

A Harper le pareció que estaba siendo un poco desagradable, por no mencionar injusta, teniendo en cuenta que el Bombero había llevado al pequeño al hospital en brazos y había estado dispuesto a luchar contra los guardas de seguridad y quien hiciera falta para conseguir que lo trataran. También sabía distinguir cuando alguien prefería evitar un tema de conversación, así que dejó el asunto de Rookwood para otro momento y dijo:

—Nick me ha dado un gato temporal. ¿Por qué me ha dado un gato temporal?

—Es una nota de agradecimiento. Eras la enfermera que le salvó la vida en el hospital. Fue una semana horrible, la peor de mi vida. Perdí a mi hermana. Creía que iba a perder a mi sobrino. Sabía que seríamos buenas amigas y que me volvería loca por ti incluso antes de conocerte, Harper. Por lo que hiciste por Nick. Quiero que tengamos pijamas a juego, así de loca estoy por ti. Ojalá tuviera un gato temporal para poder regalártelo.

—Si es temporal, ¿tengo que devolverlo?

—No. Sólo es para sacarte del apuro hasta que tengas un gato de verdad; está a la caza de uno. Ha fabricado cepos y algunas trampas complicadas. Va por ahí con una red en un palo, como si cazar felinos fuera como cazar mariposas. No deja de incordiar a la gente para que le busque hierba gatera. No estoy segura de que esté intentando atrapar a uno de verdad, porque nadie más lo ha visto. Empiezo a pensar que es como el mono Botas, ya sabes, el amigo de Dora. Que está sólo en su cabeza.

—El mono Botas es real —respondió.

—Esa es la frase más maravillosa que he oído en mi vida. Quiero grabarla en mi lápida: «El mono Botas es real». Ya está. Sólo eso.

Harper no podía apoyar peso en el pie derecho, pero la otra mujer la rodeó con un brazo y la ayudó a levantarse. Al pasar cojeando por delante de la radio de la encimera, Carol alargó una mano, vaciló un instante y movió la rueda poco a poco por las bandas de estática. El modelo anatómico de una cabeza humana las miraba boquiabierto. Era un objeto grotesco, con la piel retirada de la mitad de la cara para enseñar los tendones y los nervios de debajo, y un globo ocular suspendido sobre un nido rojo fibroso de músculos al aire.

—¿Qué? —preguntó—. ¿Estás buscando algo en concreto?

—Al mono Botas —respondió Carol, y se rió antes de apagar la radio.

Harper esperó a que se lo explicara, pero no lo hizo.

Fuego
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