19
La señora Gilmonton metió una palanca bajo una esquina del parabrisas y lo hizo saltar. El cristal cayó al asfalto de una pieza, una manta tintineante de vidrio de seguridad azul que, a pesar de las mil fisuras que le recorrían la superficie, se mantenía unida, aunque pareciera imposible. Harper y Renée se metieron juntas en la cabina, se colocaron debajo de John, que colgaba sobre ellas, sujeto por su cinturón. Una gota de sangre le cayó a Harper en el ojo derecho y, por un momento, vio el mundo a través de un cristal de color rojo.
Las dos hicieron todo lo que pudieron por bajarlo al suelo sin sacudirlo mucho, pero, cuando su pie derecho dio contra el asfalto, John abrió los ojos y gritó con voz débil. Lo arrastraron para alejarlo de los restos del camión. Renée fue a por algo que colocarle bajo la cabeza y regresó con La madre portátil, que servía bastante bien de almohada.
—Ay —dijo el Bombero—. Ay, mi pierna. Está mal, ¿verdad? No puedo mirar.
Harper le recorrió el muslo con las manos y palpó la rotura del fémur a través de la gruesa goma de los pantalones de bombero. No creía que hubiera perforado la piel y estaba segura de que no había afectado a ninguna arteria importante. De haberlo hecho, no estaría preguntándole por su pierna: estaría inconsciente por la pérdida de sangre o muerto.
—Puedo arreglarlo. Tendré que recolocarla y entablillarla, y sin analgésicos te va a doler.
Le palpó el pecho. En cierto momento jadeó, cerró los ojos y apretó la cabeza contra la bolsa que tenía debajo.
—Me preocupan más las costillas, están rotas otra vez. Tendré que mirar por ahí y ver qué puedo usar para solucionar lo de la pierna. —Notó calor en la espalda y supo a quién tenía detrás—. Aquí hay alguien para hacerte compañía mientras exploro.
Lo besó en la mejilla, se levantó y se apartó.
Sarah se colocó al lado del Bombero, ardiendo. Hincó una rodilla en el suelo y lo miró a la cara. Harper creyó verla sonreír. Costaba saberlo. Su rostro era poco más que andrajos de fuego. Cuando había aparecido por primera vez, era una mortaja de fuego blanco con un corazón de calor cegador en el centro. En aquel momento, su tono dominante era un rojo mate e intenso y había menguado hasta adquirir proporciones infantiles; era más o menos del tamaño de Nick.
—Ay, Sarah. Ay, mírate —dijo John—. Aguanta. Recogeremos más madera. Te mantendremos encendida.
Alzó las manos para intentar decirlo con gestos.
Ella negó con la cabeza. Harper ya sí estaba segura de que sonreía. La dama de fuego alzó la barbilla; la brisa hizo ondear los últimos restos de su pelo y ella pareció mirar directamente a Harper… o mirarla con aquella expresión somnolienta con la que la misma Willowes había contemplado a menudo las llamas en movimiento. En el último momento, la enfermera creyó que le guiñaba un ojo.
Cuando se apagó, sucedió de repente. La chica en llamas se derrumbó sobre sí misma en una temblorosa llovizna de cenizas. Un remolino de mil chispas verdes se alzó por el aire de la tarde. Harper levantó una mano para protegerse los ojos y le picaron por todas partes (con delicadeza) al llover sobre ella, al tocarle los brazos desnudos, la frente, el cuello y las mejillas. Dio un respingo, pero el ligero cosquilleo desapareció en un instante. Se limpió las mejillas y vio que la palma de la mano se le manchaba de gris.
Restregó las cenizas entre el pulgar y un dedo, y se quedó mirando la pálida mugre que se alejaba flotando con la brisa mientras ella pensaba en lo que se decía en los funerales, en lo de cenizas a las cenizas, que pegaba con algo referente a la certeza de la resurrección.