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La película de Zapruder, la grabación muda en color que capturó el asesinato del presidente John F. Kennedy, duraba menos de veintisiete segundos, pero se han escrito libros enteros que intentan explorar del modo más adecuado todo lo que se ve en esos fotogramas. Hay que ralentizar el tiempo para encontrarle sentido a cualquier escena de verdadero caos, para mostrar el frenesí de la acción y la reacción humanas cuando se disparan como varias sartas de petardos, todas a la vez. Cada vez que se vuelve a ver la película se revela una nueva capa de matices, un nuevo conjunto de impresiones. Cada vez que se repasan las pruebas se descubre un nuevo grupo de narrativas superpuestas, lo que indica que no se trata de una sola historia (el asesinato de un gran hombre), sino de docenas de historias capturadas in media res.

Harper Willowes no contó con la comodidad (por no hablar de la distancia ni la seguridad) de ver en vídeo lo que sucedió durante los once minutos siguientes. Nadie pudo volver a ver más tarde aquella matanza para comprobar qué se le había escapado. Si tal cosa hubiera sido factible, ella se habría negado, no habría sido capaz de enfrentarse de nuevo a la escena, de enfrentarse a todo lo que se había perdido.

Sin embargo, vio mucho, mucho más que cualquier otro, quizá porque no se dejó llevar por el pánico. Un curioso aspecto de la naturaleza de Harper era que se calmaba en los momentos en que los demás solían sucumbir a la histeria; que se volvía más observadora y perspicaz justo en esos casos en los que otros no lograban soportar lo que sucedería. Habría sido una gran enfermera de guerra.

Abrió los ojos cuando le brotaron las llamas de las manos y fundieron la cinta adhesiva que le sujetaba las muñecas, dejando escapar un hedor asqueroso. De repente tenía los brazos libres…, libres y cubiertos de fuego amarillo casi hasta los hombros. No sentía dolor. Todo lo contrario, sentía un frescor maravilloso en los brazos, como si los hubiera bañado en el mar.

Ya no hacían falta antorchas; el campamento estaba iluminado. Harper se enfrentó a una rugiente multitud de hombres y mujeres con ojos relucientes, ciegos y encendidos. A todos les recorrían las brillantes filigranas de escama de dragón y la espora proyectaba una luz carmesí que atravesaba jerséis y vestidos. Algunos estaban descalzos y caminaban con zapatillas de bronce.

Norma Heald, cuyos ojos brillaban como gotas de neón color cereza, se agachó para recoger otra piedra del suelo. Harper echó el brazo derecho atrás y lanzó una medialuna de llamas del tamaño de un bumerán a través de la noche, que golpeó la parte trasera del brazo de Norma como un chorro de fuego líquido. Norma chilló, se tambaleó hacia atrás y cayó, llevándose consigo al menos a dos de las personas que tenía detrás.

Harper oyó gritos. Captó movimiento en la periferia de su campo visual, gente que corría y se empujaba. Una piedra le pasó zumbando junto a la oreja izquierda y se estrelló con estrépito contra el monolito al que había estado atada.

Se volvió hacia el Bombero y vio que Gillian Neighbors estaba en su camino. Alzó la mano izquierda y abrió la palma, como si fuera a chocarla. En vez de ello, lanzó un plato de fuego, como si le fuera a dar un tartazo en la cara. Gillian gritó, se llevó las manos a los ojos, cayó de espaldas y desapareció.

Una piedra le acertó a Harper en la parte baja de la espalda, un pinchazo momentáneo que desapareció al instante.

La enfermera levantó una mano, encontró la cinta adhesiva que le rodeaba la cabeza y tiró. La cinta, más que despegarse, se deslizó, convertida en un lodo derretido. Abrió la boca y la piedra le cayó en la palma de la mano izquierda. La apretó en el puño y empezó a calentarse; la superficie se fracturó, se agrietó y se volvió blanca.

Recordad la piedra que lleva dentro del puño cerrado.

Michael fue a agarrar a Carol por la muñeca, como Romeo cuando pasó la mano por encima de la barandilla del balcón para coger la de Julieta; tú y yo, nena, ¿qué te parece?

Gilbert Cline bajó al suelo, se volvió y le propinó un puñetazo en el estómago a Ben Patchett. Este se dobló y pareció encogerse, y a Harper le recordó a la masa leudada cuando el panadero la golpea para aplastarla.

Otra piedra acertó a la enfermera en la cadera y la mujer trastabilló. Allie se colocó a su lado y la ayudó a recuperar el equilibrio con el hombro. La chica lucía un bozal de sangre y le sonrió con los labios rajados. Sus muñecas, atadas con cordel, seguían atrapadas a la espalda. Harper las tocó con una mano envuelta en un guante de fuego blanco. El cordel cayó convertido en unos gusanos de color naranja que se retorcían en el suelo.

Harper y Allie se acercaron al Bombero en tres pasos. Harper lo agarró por debajo de las axilas y metió las manos dentro del material ignífugo de la chaqueta. Sus guantes de llamas se apagaron con un borbotón de humo negro y dejaron al descubierto el encaje de escama de dragón que le rodeaba los antebrazos. En cuanto las llamas se extinguieron, sintió todo el cuerpo raro, pesado, con la carne de gallina, y se encontró tan mareada que estuvo a punto de caerse, así que Allie tuvo que ponerle una mano en el hombro para ayudarla.

El saco de arpillera que le cubría la cabeza a John estaba empapado de sangre en dos puntos, uno en la boca y otro en el lateral derecho de la cabeza. Allie se lo quitó para ver el rostro de debajo. Tenía el pómulo abierto y el labio superior hinchado y ensangrentado de tal forma que parecía esbozar una sonrisa burlona, pero Harper se había temido algo peor. Los ojos de John dieron vueltas a uno y otro lado… hasta que su mirada la encontró. A ella y a Allie.

—¿Puedes levantarte? —le preguntó la enfermera—. Tenemos problemas.

—¿Fuándo no? —dijo, escupiendo sangre. Miró de una mujer a la otra con una especie de consternación aturdida—. No of molefteif conmigo, idof.

—Cállate de una vez —le ordenó Harper mientras lo ponía de pie.

Sin embargo, él ya no la oía. El Bombero apretó el hombro de Willowes y señaló mientras abría la boca hasta formar un anillo bordeado de sangre, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas. Señalaba al cielo.

—¡La mano de Dios! —gritaba alguien—. ¡Es la mano de Dios!

Harper alzó la mirada y vio una gran mano de fuego del tamaño de una furgoneta. Cayó en el centro del anillo de piedra y sobre el banco de granito en el que Carol había estado de pie hacía un momento. En aquellos instantes, Carol estaba debajo de él y Michael la protegía entre sus brazos.

La enorme mano ardiente golpeó el suelo tan fuerte que la tierra se estremeció. Estalló en unas enormes alas de fuego que se extendieron por el círculo interior de las piedras y abrasaron el granito hasta volverlo negro. La hierba crepitó, convertida en hilos naranjas, y desapareció. Una ráfaga de aire caliente brotó del centro del círculo con tal ímpetu que empujó a Harper contra el regazo del Bombero, consiguió que la multitud se tambaleara y envió al suelo a la primera fila de gente que retrocedía detrás de ellos.

Se oyeron gritos de angustia y terror. Los adultos que la rodeaban, en su huida, tiraron a Emily Waterman al suelo, y un ex fontanero de noventa y seis kilos llamado Josh Martingale le pisó la muñeca izquierda. El brazo dejó escapar un chasquido audible al romperse.

La mano ardiente del cielo se apagó en cuanto tocó tierra, y sólo dejó atrás hierba quemada y el banco de piedra humeante. Carol y Michael seguían escondidos debajo de él, abrazados.

—¿Cómo? —preguntó Harper—. ¿Quién…?

—Nick —respondió el Bombero.

Por unos instantes, la congregación de Carol Storey había brillado al unísono en una armonía de rabia y triunfo, pero ya nadie estaba iluminado; chocaban entre ellos con la elegancia de unos cabestros aterrados. Al norte, en dirección a la enfermería, se abrió un hueco entre la multitud. La gente miraba a su alrededor, veía lo que se acercaba y huía. Bill Hetworth, un antiguo estudiante de ingeniería de veintidós años que llevaba cuatro meses en el campamento, vio lo que avanzaba hacia ellos y se meó encima, dejando una mancha oscura en los pantalones. Carrie Smalls, una chica de catorce años que llevaba tres semanas en el Campamento Wyndham, cayó de rodillas y empezó a balbucear: «Padre Nuestro que estás en los Cielos…».

Nick, con la cabeza en llamas, los ojos como ascuas y las manos convertidas en zarpas de fuego, recorría el camino que lo separaba de Harper y los demás, y dejaba tras de sí una larga cola de humo negro.

Fuego
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