3
Durante un rato siguieron el camino que recorría la parte de atrás del cementerio. Después, Nick se metió entre las lápidas, a través de la crecida hierba. El niño se detuvo junto a una vieja losa de piedra grisácea y hasta con el nombre «McDaniels». Se agachó y tocó el borde. Harper vio una mancha de pintura rojo chillón.
Se giró y siguió adelante, y ella lo siguió. Al llegar a una lápida de mármol azul que conmemoraba la vida de un tal «Ernest Grapeseed», Nick se agachó, señaló otra rayita roja y miró intencionadamente a Harper.
Nick deletreó con los dedos:
—Esmalte de uñas.
Entonces, la enfermera recordó una de las primeras cosas que desaparecieron: un frasco de esmalte de uñas rojo que pertenecía a las hermanas Neighbors. La una creía que había sido la otra y aquello había dado lugar a una pelea muy fea.
La condujo por el irregular terreno verde, de un lado para otro. La hierba crecía alta por todo el cementerio. Harper pensó que para mediados de junio todas las lápidas, salvo los pedestales más altos, estarían enterradas en un derroche de naturaleza salvaje. No le parecía mal. Encontraba más belleza en las flores silvestres y los carrizos que en un parque entero de césped bien cortado.
Llegaron a una cripta cuyas paredes de piedra blanca estaban ocultas por enredaderas de yedra y aceitosas hojas verdes. Habían grabado un timón en la puerta de plomo, por encima del nombre «O’Brian». Un trozo de roca con otra marquita de esmalte de uñas mantenía la puerta entreabierta.
Nick la empujó con el hombro. La puerta se deslizó hacia dentro con un chillido arenoso.
No había luz, y Harper deseó haberse llevado una linterna (tenía que haber una en el garaje). El niño se acercó a toda prisa a uno de los ataúdes de piedra que había contra la pared y se le encendió la punta del dedo, que derramó una cinta de fuego verde azulado. Con ella tocó una serie de velas, casi todas ya convertidas en cabos deformes, y después sacudió el dedo para apagar la llama.
La bolsa de Harper estaba encima de uno de los ataúdes. El medallón dorado de Allie colgaba del pomo. Harper sintió algo muy raro en el estómago al ver a La madre portátil. Era como encontrarse con alguien que le había gustado hacía tiempo (puede que en el instituto) y descubrir que era tan guapo como recordaba.
Una taza de té enorme, del tamaño de un cuenco de sopa, estaba encima de la tapa del otro ataúd: la taza especial de estrellas de Emily Waterman. El interior tenía incrustados unos trozos muy viejos de carne seca. Contra la pared había apiladas tres latas de carne en conserva y tres latas de leche condensada.
El niño se sentó, con velas a ambos lados. Ella se sentó enfrente, inclinó la cabeza y esperó.
—Estaba intentando atrapar al gato —dijo Nick con las manos—, un gato enorme con rayas, como un tigre. Cuando lo acariciaba, lo sentía ronronear, como un pequeño motor. No puedo oír el ronroneo, pero sí sentirlo, y no hay nada mejor. Pero cuando intentaba atraparlo, siempre huía. Una vez conseguí meterlo en una caja y llevarlo medio camino hasta el campamento, aunque sacó la cabeza por abajo y salió de un salto.
Ella asintió para darle a entender que le seguía el hilo.
—Michael me dijo que podía ayudarme a atraparlo. Se suponía que era un secreto. Lo atraparíamos juntos y lo llevaríamos al campamento para que me lo quedara. Mike me dijo que sacara carne en lata y leche del comedor. Se reunía conmigo con cosas que él sacaba del campamento, como refrescos y chocolatinas. Le pregunté si nos íbamos a meter en un lío y él respondió que no, siempre que nadie se enterara. Sabía que estábamos siendo malos. Me arrepentía…, a veces.
—Pero también era agradable: Michael te hacía caso —comentó Harper, procurando mover las manos con mucha precisión para asegurarse de decir justo lo que quería.
Nick asintió con tal energía que a ella se le rompió un poquito el corazón.
—Para casi todos los demás niños era como si yo no existiera. Ninguno entendía la lengua de signos y yo no puedo seguir las conversaciones habladas. Me sentaba con ellos en el comedor, pero pocas veces conseguía averiguar lo que decían. Si se reían todos, yo sonreía como si comprendiera lo que era gracioso, aunque no era así. Por lo que yo sabía, igual podían estar burlándose de mí.
Agachó la cabeza y se miró las manos. Le temblaban y hacían ligeros movimientos, y Harper pensó con sorpresa y tristeza que el chico hablaba solo y que aquellos tics de los dedos eran su versión de los susurros. Al final levantó la cabeza, la miró a los ojos y siguió hablando:
—Mike no conocía la lengua de signos, pero nos escribíamos notas. Se le daba muy bien esperar a que yo terminara de escribir cuando tenía mucho que contar. Se quedaba allí sentado cinco minutos enteros, balanceando los pies, mientras yo garabateaba. Hay poca gente tan paciente. Me ayudó a fabricar trampas para el gato. Algunas eran muy graciosas, como sacadas de un tebeo. Una vez robamos un anorak de camuflaje, lo estiramos por encima de un agujero y lo tapamos con hojas. Como si el gato fuese tan estúpido como para caer ahí.
Harper recordaba el día que había desaparecido un anorak de camuflaje. Era de una chica llamada Nellie Lance que se había quedado picada y perpleja por la desaparición. «La ladrona podría haber robado mil cosas más bonitas, literalmente», había dicho Nellie.
La ladrona. Siempre habían creído que era una mujer. Todo lo robado había desaparecido de la cocina o del dormitorio de las chicas. Pero, por supuesto, había un chico en el dormitorio de las chicas. Nick se había pasado allí todo el otoño compartiendo cama, primero con su hermana y después con ella.
—Aquí escondimos todo lo que robamos del campamento. Yo utilicé el esmalte de uñas para marcar un camino, de modo que siempre pudiéramos encontrar el alijo. A veces entrábamos en el garaje del personal de mantenimiento. Mike supuso que si me subía a sus hombros podría colarme por la ventana.
—La gente se enfadó —dijo Harper—. Si sabías que la gente estaba enfadada, ¿por qué no contarlo? Podrías haberlo explicado todo y nadie se habría enfadado.
—Vas a pensar que soy idiota.
—Prueba.
—Ni siquiera sabía que estaban buscando al ladrón. Tardé mucho, mucho tiempo en enterarme. Todos hablaban de ello, pero nadie conmigo. La gente hacía anuncios en la capilla que yo no podía oír. A veces le preguntaba a Mike de qué hablaban todos, pero él me decía que no era nada. Una vez, Allie se enfadó tanto que temblaba, yo le pregunté por qué y ella respondió que una zorra estaba robando cosas del dormitorio de las chicas. Yo era tan tonto que ni siquiera entendí que se refería a mí. Pensé que había otra persona robando cosas. Cosas valiosas. Cosas que importaban de verdad. Yo sólo me había llevado esmalte de uñas, una estúpida taza y carne en conserva. Todo el mundo odiaba esa carne. —Bajó la mirada—. Y una vez me llevé el medallón de Allie. —Entonces levantó la vista; los ojos se le habían iluminado, desafiantes—. Pero porque se suponía que también era mío. Se suponía que lo íbamos a compartir. Pero Allie decía que los medallones eran cosa de chicas, así que se lo quedó para ella sola y nunca me dejaba ponérmelo; ni siquiera mirarlo.
—¿Y La madre portátil?
El niño apoyó la barbilla en el pecho y parpadeó. Las lágrimas le cayeron sobre los muslos.
—Lo siento.
—No lo sientas, dime por qué.
—Mike me dijo que era lo bastante grande como para meter dentro al gato. Me dijo que sería muy útil para montar una trampa y que después te lo devolveríamos. No pensaba llevarme todo lo de dentro…, al menos al principio. Iba a vaciarlo y llevarme la bolsa. Pero entonces recordé mi visor.
—¿Cómo?
El niño se giró y abrió el cierre dorado de la bolsa. Rebuscó en el interior y sacó un visor de diapositivas de plástico rojo.
—Lo recuerdo, me lo dio Carol —dijo Harper—. Para el bebé.
—No era suyo, no debería habértelo dado —repuso Nick con el rostro ensombrecido—. Era mío. La tía Carol me dijo un día que era demasiado mayor para él y entonces te lo dio. Me dijo que tenía que ser un niño mayor y superarlo. Así que me llevé la bolsa entera. La robé. Aunque eras mi amiga. Y estuvo muy mal. —Se limpió los ojos con una mano. Los músculos de la cara le temblaban de emoción apenas contenida—. Después de llevármela, quise devolverla. De verdad que sí. Michael se reunió conmigo aquí, en la tumba, y me dijo que no podíamos arriesgarnos. Que el padre Storey había anunciado que la persona que había robado La madre portátil tendría que abandonar el campamento para siempre. Que robar a una mujer embarazada era el peor pecado del mundo, después del asesinato. Mike me dijo que ni siquiera podía devolverla en secreto porque Ben Patchett buscaría huellas. Y Allie me dijo que le iban a cortar las manos al que se hubiera llevado el medallón. Aun así, creía que podría contarle al padre Storey lo que había hecho. Iba a hacerlo. En cuanto volviera de rescatar a los presos con el Bombero. Y entonces… —Dejó de mover las manos un momento mientras se restregaba los ojos con el pulpejo, aunque los dedos no tardaron en volver a ponerse en marcha—. Mike me dijo que quizás hubiera sido una suerte para mí que al padre Storey le aplastaran la cabeza. Me dijo que estaba bastante seguro de que el padre Storey sospechaba de mí. Me dijo que, antes de que le aplastaran el cráneo, había advertido a Mike de que iba a tener que hacerme unas preguntas muy difíciles sobre las cosas que habían desaparecido y, que, si yo no respondía bien, seguramente tendría que echarnos a Allie y a mí para siempre jamás. Mike me dijo que el padre Storey se libraría de los dos porque era responsabilidad de Allie asegurarse de que yo me comportara. Y el padre Storey también le había dicho que era importante que el campamento supiera que no me iba a tratar de un modo distinto por ser su nieto.
—Te mintió. Te mintió mucho. El padre Storey nunca os haría daño a ti y a tu hermana. Nunca dejaría que os hicieran daño.
Se daba cuenta de que Nick no quería mirarla, no quería enfrentarse a sus ojos, pero la maldición de los sordos era que no podían ocultar los ojos si deseaban comunicarse. Tenía que seguir mirando las manos de Harper. Parpadeó para espantar las lágrimas y se restregó la nariz con el dorso del brazo.
—Ahora lo sé, pero tenía miedo. Y por eso me quedé contigo en la enfermería. Si el padre Storey se despertaba, quería decirle que lo sentía y pedirle que, por favor, no castigara a Allie por lo que yo hubiera hecho. Y Mike me dijo que era buena idea, que él también rondaría por la enfermería todo lo posible. Así, si el padre se despertaba, podría asumir casi toda la culpa. Mike me dijo que, de todos modos, tenía que aceptar casi toda la responsabilidad porque era mayor.
—No culpa tuya —le dijo Harper con las manos—. Michael era un mentiroso. Nos engañó a todos.
A Nick se le empezaron a sacudir los hombros. Alzó las manos y las dejó caer, las alzó y lo intentó de nuevo.
—Me desperté una vez y me levanté para ir al baño, y me encontré a Mike inclinado sobre los pies del padre Storey. Le sorprendió verme y se enderezó muy deprisa, con cara de susto. Tenía una jeringa en la mano. Le pregunté qué hacía y me dijo que había ido a pincharse insulina y que se había detenido para rezar por el padre Storey. Estaba intentando matarlo, ¿verdad?
—Sí. ¿Cuándo pasó?
—Febrero.
Harper recordó y asintió.
—Tom dejó de tener ataques en febrero, es cuando empezó a mejorar. Después de parar los ataques. Le salvaste la vida. Asustaste a Mike después de verlo con la jeringa. No intentó envenenarle otra vez.
Nick negó con la cabeza.
—No lo salvé. Michael lo mató de todos modos.
Harper se inclinó hacia delante y apoyó los codos en las rodillas.
—Pero no antes de que tu abuelo se despertara y te dijera lo mucho que te quería. ¿Entiendes? Te quería mucho. No eres un chico malo.
Nick parecía tan desconsolado que tuvo que levantarse, darle un beso en la cabeza y abrazarlo.
Cuando lo soltó, al menos ya no lloraba.
—¿Crees que esa lata de carne está todavía buena? —preguntó Harper.
—Nunca ha estado buena, pero imagino que nos la podemos comer.
Harper recogió la carne y la leche condensada con las dos manos. Cuando se volvió, Nick estaba frente a ella, con el medallón al cuello y La madre portátil abierta. Harper asintió para darle su aprobación y soltó dentro las latas.
Volvieron a salir a la oscuridad y regresaron por donde habían venido. No obstante, cuando no llevaban ni treinta metros, la enfermera oyó el gemido y el rugido de un motor enorme y muy familiar, un sonido que le encogió las entrañas con un nudo de nervios. Agarró la manga de la camiseta de Nick y tiró de él para que se agachara detrás de una Virgen María.
El quitanieves naranja pasó por delante de la calle y mancilló la noche con su hedor a diésel. Avanzaba despacio, y un foco instalado en lo alto de la cabina no dejaba de moverse arriba y abajo, a uno y otro lado, barriendo el muro de piedra y el cementerio. Las sombras de tres metros de largo proyectadas por los ángeles y las cruces se abalanzaban sobre la hierba hacia Harper, para después retirarse. Willowes dejó escapar un suspiro irregular.
Seguía allí fuera. Seguía buscando. Sabía en qué vehículo habían huido. Quizá supiera que no habían llegado lejos. Un camión de bomberos no era la forma de huir más discreta del mundo.
Se volvió para mirar a Nick y le sorprendió ver que el niño sonreía de oreja a oreja. No miraba hacia la calle, sino hacia el camino de grava que bordeaba la parte de atrás del cementerio; observaba algo que se ocultaba entre la alta maleza enredada. Harper vio unos helechos que se movían.
—¿Qué? —le preguntó con las manos al crío.
—El gato —respondió Nick—. Acabo de ver al gato. Él también ha sobrevivido al invierno.